martes, 26 de febrero de 2013

PEDRO ALEGRIA



Hola, me llamo Pedro Alegría:

Para mi, que tengo la sangre transparente como  hilo de  seda azul,   no es fácil subir hasta un púlpito de luna y niebla para contar que tengo el alma atada, con ese hilo azul, a la tristeza de la gota de agua que sueña con ser lágrima. 

Hace tiempo que mis labios no dibujan ni sonrisas ni palabras llanas… Las que se escapan entre mis absurdos silencios, son todas agudas, y las otras, las que se esconden entre la hojarasca, las esdrújula, huyen como ratoncillos asustados buscando la húmeda sombra de los deseos disimulados en más silencios. Quizás por eso, cuando me nombran, me llaman Tristón.

Algunas tardes paseo cabizbajo por las aceras del barrio y me siento cual ogro fabuloso ante las miradas repulsivas de los vecinos. Se me desgarra  el alma al ver que los niños me evitan y juegan a hacerse invisibles ocultándose  detrás de sus padres.
En ocasiones  pienso que soy pariente de la soledad, de la tristeza o de la amargura, que en mi alma, o en algún otro sitio de mí, está acurrucada la felicidad, la dicha,  la vida que la propia vida me niega. El espejo interior que todos llevamos pegado a nuestra sombra, siempre devuelve mi reflejo rodeado por el aura de la amargura, de la tristeza y de la soledad.
No me queda otra que cargar con aquel lastre que se me adhiere al alma sin compasión, me interno a diario en el infierno, en un averno que me abrasa las entrañas hasta dejarme sólo las cenizas, unas flores de cenizas que el aire va difuminando como si fuese el aerógrafo de Dios.
La soledad, por un lado, y las miradas de recelo, por otro, me empujan a un abismo de inseguridad y cobardía, día sí y día también aumenta mi tristeza que sueña en sentirse  alegría, aunque para ello tenga que recurrir a la magia de un alquimista medieval.
Muchas veces tengo que reprimir el deseo de subirme en los púlpitos del barrio para gritar al vecindario que soy una persona sensible, bondadosa, tierna, dispuesto a dar mucho a cambio de poco. Siempre que lo pienso y lo intento y nunca puedo,   una fuerza salida de no sé qué hueco, merma mi voluntad y me oprime el pecho hasta acercarme a las puertas de la agonía.

Estoy perdiendo las ganas de salir a pasear, cuando lo hago ando con parsimonia y caminó hacia el parque, allí,  los niños que antes me me evitaban, ahora juegan  y ríen  sin prestarme atención. Me detengo un instante y admiro sus rostros felices, es entonces cuando, si alguno se percata de mi presencia y me lanza una mirada en forma de sonrisa, una sensación de bienestar recorre mi interior hasta resucitar la ternura que se me ha muerto por falta de uso.

-Yo me llamo Mario, ¿y tú? -dijo un pequeño.
-Todos me llaman Tristón -respondí.
Luego, los dos, nos sentamos sobre el césped.

  Mario me dijo que él tenía en su habitación un muñeco con mi misma cara, y que alguna noche lo había acostado a su lado para ver si el calorcito borraba la tristeza de su mirada. Ahora Mario ha debido de pensar que su muñeco ha crecido y que se ha escapado de su casa porque... Dijo que hacía tiempo que ni jugaba con él ni lo acostaba entre sus sábanas... Debió sentirse culpable porque posó su cabeza sobre mi pecho y su mirada era húmeda como las mañanas de invierno. 

Fué un momento, un instante en el que las hojas que bailaban en el aire detuvieron su caída intentando ocultarse de mi mirada... En ese instante comencé a sentirme otra persona, alguien nuevo que se llamaba Pedro Alegría, aunque estoy triste porque mi trabajo es ser mimo.


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