Segundo ratito.
¡Andresín,
Andresín!... ¡El becerro está bien y la vaca también!
¡Uh,
uh…Vaaaca!
Responde
moviendo de arriba abajo la cabeza a la vez que
hunde la barbilla en el pecho. No hace falta que le digan nada, sabe que
la vaca y el ternero recién parido están bien, los ha visto hace un rato, por tercera vez, en lo que va de día.
¡Pásate
luego por mi casa que tengo preparada para ti una telera de la panadería de Eustquio, media botella
de vino de La Pelina y un cacho queso del que hace la mujer del Villalba!
¡Uh,
uh… Vaaaca! Responde de nuevo con un movimiento de cabeza más leve, como
indicando que eso le importa menos.
Te
digo Juan -dice Feliciano mientras mira como Andrés se aleja camino del Anaón
arriba- es una pena de muchacho, tiene buena mano con los animales. ¡Lástima
que sea tonto! Antié se me puso de parto una vaca primeriza, el pobre animal
mugía y mugía, en sus ojos se podía ver el miedo, el dolor y el
desfallecimiento, me preocupé tanto que
decidí no esperar más y me fui en busca del veterinario, cuando
regresamos a la cuadra, el ternerillo estaba al abrigo de su madre que rumiaba
tranquila, en sus ojos ya no se veía la sombra del miedo, Andrés, con las manos
y brazos pintados de sangre, le daba de beber y le acercaba un esportón de berros frescos
para que se refrescara después del esfuerzo, el animal poco a poco iba
recuperando fuerzas y miraba al Andres como queriéndole agradecer su ayuda.
¡Pero,
Andresín...! ¿Quién te ha enseñado lo que hay que hacer cuando el ternero viene
con las patas de través?, ¿Como sabes tú que la vaca estaba para parir? -Dijo
el veterinario, con cara de asombro, mientras
miraba a la vaca y al ternero-.
¡Uh,
uh… Vaaaca!... Contestó Andres mientras hacía gestos afirmativos con la cabeza
y, a la vez, se encogía de hombros.
¡Diantre
de chico!. Le dije: anda, vente a la casa que te dé un buen
desayuno...¡Que bien te lo has ganado!.
¡Uh,
uh… Vaaaca!... Respondió.
Ya
todos saben en el pueblo que cuando una vaca va a parir, allí se encuentra
Andrés. Nadie sabe explicar cómo presiente el tiempo y el lugar exacto en el
que ocurrirá, ni tampoco el porqué sabe lo que es preciso hacer para que el
parto salga bien. Cuando le preguntan por esta habilidad, invariablemente
responde entre afirmando y dudando: ¡Uh, uh… Vaaaca!.
Andrés
continúa Anaón arriba, no hace ningún gesto de despedida, ya lo ha dicho todo. Feliciano
y Juan se quedan sentados a la orilla del cau y cuchichean entre ellos, bajan
la voz queriendo evitar que pueda escuchar las frases de compasión que van intercambiando.
De pronto, Andrés se detiene, hinca la rodilla derecha en el suelo y mira a las hormigas, las observa sin quitarle ojo a la carga que traen y llevan en su continuo trasiego desde el montón de cebada a la entrada del hormiguero. Nadie se lo ha explicado, pero él sabe que esa parva de granos y semillas es el alimento del largo y frío invierno que se avecina. Busca el principio y el final de la interminable procesión con la intención de proteger a las azarosas obreras en su largo camino, así pasa minutos y horas y el peso del día se le hace más ligero. Al rato, cuando pierde el interés en las hormigas, decide echarse a volar para llegar hasta el cogollo más alto de cualquier árbol, y desde esa altura mira los chinatos que resecos por la helada de la noche, se van mojando a medidas que el frío del hielo, en el que se envuelven como si fuesen polvorones de canela, se hace calor. Otras veces se entretiene lanzando piedras en la charca del Molino Blanco de manera que planeen rozando la superficie lisa del agua de la ribera y dan rebotes sobre el líquido espejo, él cuenta: uno, dos…Y la piedrecita se ahoga…Así una y otra vez, raramente consigue que la piedra dé tres saltitos seguidos sobre el agua; está seguro que alguna vez conseguirá tres saltos tres veces seguidas, para ello se toma su tiempo en elegir las chinas más redondas, las más planas, las más suaves para que rocen el cristal del agua sin apenas arañarlo.
De pronto, Andrés se detiene, hinca la rodilla derecha en el suelo y mira a las hormigas, las observa sin quitarle ojo a la carga que traen y llevan en su continuo trasiego desde el montón de cebada a la entrada del hormiguero. Nadie se lo ha explicado, pero él sabe que esa parva de granos y semillas es el alimento del largo y frío invierno que se avecina. Busca el principio y el final de la interminable procesión con la intención de proteger a las azarosas obreras en su largo camino, así pasa minutos y horas y el peso del día se le hace más ligero. Al rato, cuando pierde el interés en las hormigas, decide echarse a volar para llegar hasta el cogollo más alto de cualquier árbol, y desde esa altura mira los chinatos que resecos por la helada de la noche, se van mojando a medidas que el frío del hielo, en el que se envuelven como si fuesen polvorones de canela, se hace calor. Otras veces se entretiene lanzando piedras en la charca del Molino Blanco de manera que planeen rozando la superficie lisa del agua de la ribera y dan rebotes sobre el líquido espejo, él cuenta: uno, dos…Y la piedrecita se ahoga…Así una y otra vez, raramente consigue que la piedra dé tres saltitos seguidos sobre el agua; está seguro que alguna vez conseguirá tres saltos tres veces seguidas, para ello se toma su tiempo en elegir las chinas más redondas, las más planas, las más suaves para que rocen el cristal del agua sin apenas arañarlo.
(fin del segundo ratito)