Tercer ratito.
Los
días en los que su mente es capaz de distinguir entre el bien y el mal, la luz
de la sombra, lo cercano y lo lejano, los
señala con un círculo rojo en su calendario, y hasta puede sentir como Dios se muestra insensible ante
su desesperanza y tanta soledad, ausente
como la mora de la zarza en invierno, lejano como el canto de la cigarra en
pleno verano, aún así siente su presencia cerca, tan próxima como la tinta del tatuaje a la piel, tan cercana como los cipreses del cementerio a la muerte; pero los días en los que el cielo es de plomo y humo, juega a
provocar el enfado de sus vecinos gritando repetidamente, es una letanía sin sentido la que por su garganta rompe la tranquilidad del aire y de quien lo escucha dar voces. Corre y corre moviendo los brazos para imitar el aleteo de los pájaros, Plaza arriba, Plaza abajo, se detiene en la reja de la fuente mira al cielo y vuelve a correr hasta el Ayuntamiento simulando el vuelo del gorrión, o de la paloma, o de abejaruco.
Seguramente no se atreve pedir, a quienes le observan desde la indiscreta ventana del Bar Rubio, una alas prestadas para emprender el vuelo y
alejarse hasta el más escondido lugar el universo, allí donde la tolerancia es
la reina de todas las miradas, de todos los sueños, de todas las vidas.
Otros
días precisa alzarse sobre él mismo y por encima de los demás para reclamar
un atisbo de razón y así distinguir lo utópico de lo real, y comprobar
que al mundo le es indiferente que llores o que rías, que grites o abraces a tu
propia chaqueta para sentir un poco de compañía. Son ocasiones en las que
necesita dar tiempo a que su ayer se le esconda en el bolsillo, y que alguien
quiera jugar a encontrarlo.
El
sol está alto, de pequeño le enseñaron protegerse de él: anuda los cuatro picos
de un pañuelo y lo encaja en su cabeza, nunca ha usado otra cosa. Su mollera es
apepinada, con un flequillo despeinado de pelo oscuro, recio, indómito, no
ofrece buen asiento a gorros y sombreros. Su tío Rafael le regaló una boina
vieja para que la usara los domingos, Andrés, para que no se le gastara ni se
le pusiera parda por el sol, decidió colgarla en una alcayata al lado del
calendario, nunca se la puso. Su frente es larga y huidiza, las cejas negras,
muy pobladas y casi unidas entre sí, lo ojos pequeños y juntos, la boca grande
y algo floja. Al mirarle, muchos piensan que no es de extrañar que sea como es.
A
ratos andando, a ratos corriendo, o volando como el gorrión real, continúa
alejándose calle El Guijo arriba, cuando llega al Atrio de la Iglesia ya está dispuesto para la pelea, y, como buen soldado, en la
Batalla de Lepanto y navegar en el mismo barco que el escritor, a colorear la
gris historia de un loco enamorado que se hizo caballero y se batió en desigual
duelo con molinos de viento y gigantes imaginarios, o quizás decida hacerse
piloto para desviar el rumbo del avión y evitar su choque en unas torres que
decían que eran gemelas, o convertirse
en rosa de los vientos para equivocar el curso de su historia, o en cambiarse
por un salmón y así poder alejarse mar adentro o río arriba.
En
ocasiones su mente está a punto de estallar. Llena de pensamientos
estrafalarios en los que la realidad y la fantasía se mezclan… ¿O están
ausentes? ¡Que más da!... Hay veces en las que los recuerdos son la sombra de los sueños
por soñar. Se siente indefenso, a la espera de alguien que le dé la mano, que
lo abrace y recomponga su razonamiento,
que arregle su pasado roto y le ayude a adentrare en un futuro en el que no sea
indiferente que llore o que ría.
(Fin del tercer ratito)