Cuarto ratito.
Andrés
vive, o malvive depende de con qué o quién se compare, en una casa con una sola
habitación, su dirección postal es indefinida porque está en la linde del mal con el bien, cerca de donde comienzan las casas
del pueblo ordenadas en calles, callejas, callejones, plazuelas, plazas... Desde su puerta solo tiene que dar una carrerilla y ya está en
la orilla de La Rivera, bajo el paraguas de la sombra verde y fresca de los chopos de la
Presa Onda. Cuando tiene hambre, y en su
alacena no hay ni queso ni pan, se va de pesca a cualquier charca en las que el
agua es prisionera de los hortelanos o tal vez, quizás, a lo mejor, acaso, probablemente de La Cantamora.
Le basta un cordel fino, un anzuelo viejo y una lombriz, o un saltamontes o una
hormiga con alas y al poco rato ya tiene un pez o una lamprea de las que se
camuflan en el cieno de la orilla y entre las raíces de los berros. Andrés cuando no tiene hambre, o tiene en la alacena un cacho de queso y
media telera, no pesca.
Algunos días, los que están escrito con
números rojos en el calendario, en La Rivera se juntan tres o
cuatro forasteros, traen unas cañas que se estiran y se encogen, con hilos
tan finos que a ratos se ven y a ratos son invisibles, los enrollan y
desenrollan dándole vueltas a una manivela. Andrés no entiende como pueden pescar con
esos chismes tan complicados. Sacan las lombrices de un bote para
ponerlas en el anzuelo brillante –esas lombrices en conserva no pueden estar
buenas, a los peces, seguramente, no le gusten- y se ponen a pesca en la orilla
por donde no pasan los peces, están horas y horas mirando la punta más alta de
la caña o la bolla inquieta que dibuja círculos de agua en el agua, parecidos a los que hacen los guijarros
que él sabe lanzar para que boten y reboten. Aquellos hombres no tienen hambre,
si consiguen un pez no lo asan para comérselo, lo guardan en un canasto que
sumergen en el agua y siguen pescando más y más. De esos peces le da pena, de los que él pesca no porque enseguida
se convierten en comida, los otros, poco a poco, se mueren en las cestas,
permanecen allí horas y horas avisando a sus hermanos que se alejen de la orilla.
Andrés
es capaz de reírse de sus propias simplezas cuando observa como éstas hacen
reír a los demás. ¡Qué complicado es reírse de uno mismo! Pasa mucho tiempo
cariacontecido, observando la complicada sencillez que le rodea. En vano busca
quien le ayude a entender sus silencios.
Ha decidido no desatarse de su libertad para unirse a la esclavitud de los
demás. Llegará el día, en el que Andrés,
no encontrará la manera de seguir alimentando sus convicciones ni su
comportamiento, será entonces cuando dejará que los demás oigamos sus gritos
interiores, y cuando nos atrevamos a calificarlos de “sin razón”, puede que su
existencia resuene en medio del silencio de nuestros sueños, y al despertar
sintamos que nuestra boca seca nos pide agua para saciar la sed de nuestra “sin
razón”. Será el momento en el que los
compromisos y comportamientos que fingimos, para acallar nuestros gritos
interiores, se tornarán deudas impagables que Andrés, con toda razón, se querrá
cobrar.
Hay
tardes en las que Andrés decide jugar con los niños de la vecindad. Le atan un
bote o una lata a cada pie, para que saltando a la pata coja, los haga sonar.
Él ve que se divierten y, de buena gana,
les hace muecas con la boca, guiños con los ojos, movimientos grotescos con las manos y los
brazos, entonces estalla la risa de los chiquillos y él acelera el ritmo para
hacerles reír más y más. Cuando se cansan de tanta carcajada la emprenden a
pedradas con él mientras van diciéndole a coro:
¡Baila
tonto, baila tontito... O te doy una pedrá que t'espabilo!.
Andrés
se escapa entre el entusiasmo de los chiquillos y el ruido de las latas. Pocas
veces recibe una pedrada fuerte y, aunque así fuera, al día siguiente ya está
rondando a los chavales para jugar otra vez. Se siente importante cuando todos
están pendientes de él. Cuando juegan a algo más serio, o establecen alguna
competición entre varios grupos de niños, Andrés les estorba, le gritan cuando se acerca a donde estén
jugando, da igual que sea en El L’atrio o en El Parral: ¡Largo! ¡Vete! ¡Fuera
de aquí, que tu eres tonto y para esto no sirves! Andrés baja la cabeza, encoje
los hombros y se marcha calle abajo a paso lento que va aumentando a cada
zancada, de vez en cuando, vigilante,
vuelve la mirada porque sabe que si ahora le tiran una piedra tiran a
dar.
El
destino se le presenta absurdo, sin contrapartida, sin nada en que sustentar su
realidad que no es otra que mirar como el anochecer se conecta con el amanecer
en una interminable secuencia.
(fin del cuarto ratito)