Sexto ratito.
Ya
hace más de veinte años que su madre lo abandonó. Lo dejó al cuidado de la
abuela y ella se marcho de madrugada en un coche grande y negro con un
forastero del que nadie, excepto el cabo de la Guardia Civil, sabía su
procedencia. A los pocos años la abuela también se marchó, ella que había
permanecido en silencio, sin una explicación que justificara la huida de su
hija, sin un reproche ni una sola lágrima, sin nadie, sola, nunca regresó del
silencio y vestida de luto riguroso se la llevó Dios a su gloria. Entonces las mujeres del pueblo, asaltadas
por la compasión y la pena, obedientes al impulso de hacer caridad, comenzaron
a cuidarlo. Se pusieron de acuerdo, y por turnos se repartieron entre ellas las
responsabilidad irresponsable de atender al medio huérfano.
Parece que fue
ayer, porque nadie recuerda cuanto tiempo ha pasado, cuando empezó a valerse
por sí mismo y dejó de ser preocupación o grito en conciencia ajena. Andrés deja pasar el tiempo, nadie le ha enseñado
a amarrarlo a la cuerdecilla con la que
pesca. Los demás son espectadores de su
fracaso, -¿o tal vez de su victoria?- pendientes de miles de circunstancias,
del acierto de algún sanador forastero, del milagro de la virgencita que
raramente sacan en procesión porque pesa un quintal, de la fortaleza de la fe o
de la misericordia divina… O de la casualidad, de la misma que hace que pase
horas y horas enclaustrado en su ayer, o viendo resbalar las gotas de agua, o
las lágrimas, dibujadas en su calendario.
Nadie
hizo mucho caso de lo que dijo la Señora Consejera de Empleo, Mujer y Servicios
Sociales cuando vino al pueblo a participar, como invitada ilustre, en la
celebración del día la mujer trabajadora. Pasó la mañana reunida con el Sr. Alcalde y un
grupo de mujeres de una asociación que suelen reunirse para hacer dulces
caseros y venderlos en el mercado medieval que se organiza en el pueblo algún fin de semana del més de agosto. Sin duda un evento que es el fiel reflejo de la desorganizada organización de las entidades culturales, religiosas, sociales y deportivas y comerciales del pueblo. La Sra Consejera visitó el Ayuntamiento, paseó por la plaza, le enseñaron el monumento
más emblemático del lugar –el puente romano-
estrechó manos, repartió besos, escuchó halagos y algún reproche que se
escapó volando de la boca de alguien más inconformista: !Las mujeres siempre hemos trabajado y no necesitamos celebrarlo!. Le llamó la atención
ver a Andrés correteando por la plaza,
jugaba con los niños que le habían atado a los
pies varias latas y botes de plástico. Inmediatamente solicitó del Alcalde, y a la
comitiva que la agasajaba, que la
pusieran al corriente de la historia de aquel joven. Una vez supo los datos más
básicos, y no por ello menos anecdóticos
de la historia de Andrés. Cuando la más "bien hablada" de las mujeres presentes terminó de narrar parte de la vida cotidiana de Andres, y teatralmente sacó de las entretelas de su antebrazo un pañuelito para detener el lagrimeo que se presentía al borde de sus ojos, la Ilustre dama sentenció:
"Considero un deber hacer todo lo que esté a mi alcance para resolver el problema de este pobre muchacho".
Todo esto pronunciado en un tono que encerraba un tanto de autoridad y otro tanto de lástima... O quizás era un tono que escondía un cruel reproche hacia todo un pueblo, hacia el grupo de mujeres que la acompañaban y sobre todo la autoridad municipal, como preguntándoles -sin poner interrogaciones- ¿Por qué no habeis hecho nada para resolver este problema?
"Considero un deber hacer todo lo que esté a mi alcance para resolver el problema de este pobre muchacho".
Todo esto pronunciado en un tono que encerraba un tanto de autoridad y otro tanto de lástima... O quizás era un tono que escondía un cruel reproche hacia todo un pueblo, hacia el grupo de mujeres que la acompañaban y sobre todo la autoridad municipal, como preguntándoles -sin poner interrogaciones- ¿Por qué no habeis hecho nada para resolver este problema?
Ni el alcalde, ni el grupo de mujeres, acertaban a que problema se estaba refiriendo la Sra. Consejera.
"Entre todos hemos de hacer un esfuerzo por dignificar la vida de Andrés y conseguir para él una integración más efectiva, es evidente que el muchacho no ha contado con los medios ni las oportunidades necesarios, estoy segura que con un tratamiento especializado podrá hacer grandes progresos, probablemente podrá aprender a hablar e incluso a leer y escribir. Andrés, querido amigo -dirigiéndose al alcalde- tiene un problema de minusvalía psíquica o de subnormalidad, como tu quieras llamarlo, y este problema es mejorable con un buen tratamiento especializado".
Y continuó explicándole: "Tal vez deberíamos comenzar por ahí, por llamar a las cosas por su nombre, aunque la palabra “tonto” es un poco degradante... Me ocuparé del caso, conseguiremos hacer de Andrés una persona útil. Realizaré gestiones y seguiremos hablando del tema".
En el semblante de ambos -Alcalde y Consejera- se dibujó un rictus de reproche, y se desbarató, sin ellos saberlo, una bonita historia de solidaridad vecinal y de cariño desinteresado de todo un pueblo hacia su tonto oficial.
Andrés no fue ajeno a la conversación, su presencia fue requerida y era imprescindible para la Señora Consejera, que lo convirtió en protagonista, siendo en realidad invitado de piedra. Sobre él -una vez más- iban a decidir los demás. A Andrés las palabras de aquella señora le entraron por una oreja y le salieron por la otra. Pensó -sin duda para conformarse- que no era su vida la que le había interesado, que se refería al paisaje, porque estaba embobada mirando los chopos y los almendros.
"Entre todos hemos de hacer un esfuerzo por dignificar la vida de Andrés y conseguir para él una integración más efectiva, es evidente que el muchacho no ha contado con los medios ni las oportunidades necesarios, estoy segura que con un tratamiento especializado podrá hacer grandes progresos, probablemente podrá aprender a hablar e incluso a leer y escribir. Andrés, querido amigo -dirigiéndose al alcalde- tiene un problema de minusvalía psíquica o de subnormalidad, como tu quieras llamarlo, y este problema es mejorable con un buen tratamiento especializado".
Y continuó explicándole: "Tal vez deberíamos comenzar por ahí, por llamar a las cosas por su nombre, aunque la palabra “tonto” es un poco degradante... Me ocuparé del caso, conseguiremos hacer de Andrés una persona útil. Realizaré gestiones y seguiremos hablando del tema".
En el semblante de ambos -Alcalde y Consejera- se dibujó un rictus de reproche, y se desbarató, sin ellos saberlo, una bonita historia de solidaridad vecinal y de cariño desinteresado de todo un pueblo hacia su tonto oficial.
Andrés no fue ajeno a la conversación, su presencia fue requerida y era imprescindible para la Señora Consejera, que lo convirtió en protagonista, siendo en realidad invitado de piedra. Sobre él -una vez más- iban a decidir los demás. A Andrés las palabras de aquella señora le entraron por una oreja y le salieron por la otra. Pensó -sin duda para conformarse- que no era su vida la que le había interesado, que se refería al paisaje, porque estaba embobada mirando los chopos y los almendros.
(Fin del sexto ratito)