¡Que largas las horas!
Los minutos son un ejército de segundos alineados en un pasillo
largo que se va estrechando y une lo cercano a lo lejano, lo blanco a
lo negro, lo bajo a lo alto, la vida a la no vida. Horas, minutos y
segundos que se disfrazan con batas de blancas, verdes, azules...
batas de hospital.
Muerdo mi labio inferior y cierro los ojos en un intento de escapar
de esta pesada incertidumbre, de ese el tiempo que se queda dormido
al lado de la angustia y el miedo del familiar y del enfermo. Tiempo
que se come a sí mismo, que mastica y muele en su boca el futuro
incierto y del presente que te hace sentir cobarde ante la
enfermedad y el dolor. Tiempo que es la soledad más grande y
traidora, la soledad más áspera y cruel, la soledad que te hace
desear -a veces- lo indeseable, es la desesperación, el desamparo,
la melancolía de la lagrima espontánea que, enredándose en las
raíces del árbol de la tristeza, alimenta el desaliento. Es la
soledad del pasillo de hospital, que en sus mejores momentos se
transforma en sabor a café y en humo de cigarro, la soledad de
soledades, a la que hay que ganar la batalla a base de confianza y
optimismo, a golpes de esperanza en la que zurcir los segundos a los
minutos y a las horas y hacerlos tus aliados y no tus enemigos. En
esa soledad mi caja mágica de los latidos sigue desacompasada.
Perdió el ritmo hace dos días. Fue un momento en el que la
indecisión interior se entretiene en confundir el blanco con el
negro para que no nos demos cuenta de la gris realidad. Es cuando en
las venas se hace un nudo la cuerda de la sangre, cuando en las
sienes los recuerdos y las emociones se oscurecen como el horizonte
antes de la tormenta. Cuando sientes que las manos se quieren
agarrar a la esperanza aunque a cambio tengas que darlo todo, lo
sagrado y lo pagano, tu paz y tu guerra, tu tierra y tu agua, tu,
enteramente tu, a cambio de un instante más de vida...
El delirio se hace carrusel, cuadro surrealista de siluetas que giran
y giran, para no sentir las nauseas del mareo, pienso que si la
soledad de hospital fueses flor sería la pegajosa ortiga que puebla
de escozor la pie con la que se roza, si fueses árbol sería el
algarrobo orgulloso de sus espinas y su frutos encarcelados en vainas
que, antes de caer al suelo, prefieren secarse en las ramas más
altas. Soledad de hospital, extrasístoles, latidos innecesarios,
incienso sin olor, humo que te ciega para hacerte ver que estás
enfermo.
Continuo sintiéndome cárcel del miedo... Quizás mañana....
Abrí los ojos.
La luz estaba apagada, es el vuelo tenue de la sombra de las
cortinas de la ventana sobre el techo lo que llama mi atención. Mi
mano derecha va al centro del pecho, la piel de la palma de la mano
roza con su aspereza mi otra piel para sentir, en su profundidad,
como en la caja mágica los latidos continúan con su baile sin
ritmo al son de una melodía desafinada. Nada ha cambiado desde
anoche hasta este amanecer en el que la luz parece ganarle terreno a
la oscuridad, al miedo, a la incertidumbre, a la desesperanza...
¿Estas bien?... Estuviste inquieto toda la noche...
Y unas manos conocidas se unen a las mías, y una mirada amiga a la
que nace de mis ojos, y un gesto, que quiere aprender a ser sonrisa,
te da la calma suficiente para respirar hondo y contestar... Sí,
sí... estoy bien.
Tengo menos miedo...
Estoy en buenas mano...
Estoy en el hospital y aquí nadie va a permitir que me suceda algo
malo. Quiero que el tiempo pase, que las horas sean minutos, los
minutos segundos, los segundos momentos y los momentos instantes.
Tengo menos miedo.
Pienso que mañana o pasado volveré a sentir el aire en mi cara, y
la esperanza será un traje limpio y hermoso con el que se vestirá
mi futuro.
Estoy en buenas manos.
La cama que me lleva por ese pasillo del tiempo, que anoche me
parecía largo, largo, tan largo como la sombra de la no vida, se
paró a las puertas verdes y grises del quirófano. Al momento las
luciérnagas, las que habitan en los contornos cálidos del alma, se
hicieron presentes. Eran un ejército de ángeles diminutos que
venían acercándose y transformando la oscuridad en una luz nerviosa
y pasajera a la que sucedía otra luz más azul y más intensa.
No hay dolor. No hay tiempo. No hay caja mágica de latidos
nerviosos. Por no haber no hay nada. Me quedé quieto, tan inmóvil
como “el caballito del diablo” en la punta afilada del junco, a
la espera de una nueva sensación, de una triste derrota, no, no
mejor de una alegre esperanza. Las luciérnagas se marcharon al mismo
sitio de donde vinieron, y la libélula, aquel caballito del diablo,
solo era una imaginación como otras tantas. Cerré los ojos para
verme por dentro, volví a sentir mis pulsos, los latidos nerviosos
querían escapar de mi cajita mágica. Volví a ser consciente de que
fue el dolor, y no la vida, lo que me arrancaron las luciérnagas y
se lo llevaron consigo y, como una tropa de alados soldados, salieron
en mi defensa, vigilando que las manos maestras fuesen colocando
cada latido en su lugar, cada sístole en el suyo y cada diástole en
el que le corresponde.
Se marchó el miedo. Supuse que su lugar sería ocupado -quizás no-
por otros miedos, pero a estos seguro que podría domesticarlos y
hacer que jugaran a mi favor.
Hay noches en las que es mejor permanecer dormido y no despertar por
nada del mundo. Hay madrugadas en las que las sombras de las cortinas
de la ventana se tornan laberinto de tela que no dejan de oler a
mortaja... Y vuelves a sentir miedo.
Vuelvo a casa. Tal como desee, al salir del hospital sentí el aire
fresco en la cara, y la esperanza se pegó a mi piel como traje nuevo
hecho a medida.
Después de varios días, las golondrinas que van y vienen, dejaron
de preguntar por mi salud, por mi futuro y por mis miedos. Quise
tatuarme una sonrisa en la cara y así evitar el esfuerzo de fingir,
porque ahora son otros miedos los que velan mis sueños.
Ahora los “¿Como estas?” no son tan frecuentes y la caricia en
las manos se han transformado en miradas de incertidumbre. Ellos,
los de casa, los que estuvieron al lado de mi cama en los largos
minutos disfrazados de horas, no saben que hacer, que decir, que
sentir, sentir, sentir miedo... Un miedo distinto al mio pero al fin
y al cabo miedo.
Me deprimo y no soy capaz de asomarme al borde de ningún olor y
menos de ningún hedor, todo lo que rodea a mi oscuridad juega en
contra, hasta las emociones, esas que tengo domesticadas desde niño
y que van y vienen conmigo, en mis bandazos de alma, hilvanadas al
filo de mi vida.
Te decides... Toca su piel, y tu te dejas tocar... Después del
primer beso viene el segundo, y una nueva caricia se abre paso entre
la incertidumbre y el miedo a un fracaso que te puede hundir aún más
en esa constante desesperanza. ¿Estas cansado?...¿Lo dejamos?...
Nadie te enseñó, ni te dijo, como evitar ese miedo, en los dípticos
informativos parecen escritos en clave. Piensas que tus luciérnagas
te son tan infieles como la libélula anclada en la punta del junco.
Tengo que dejar de fumar... ¿Que digo?... ¡Si lo dejé hace más de
dos años!... El tiempo, obsesión en otros tiempo que me entretuvo
en poemas imposibles, vuelve a traerme segundos de dudas y
desencantos... Hoy fui a renovar el carnet de conducir... Solo me lo
dieron válido para tres años. Me miré en los ojos de la médico
que me hacía el reconocimiento y me dije: Gracias, muchas gracias,
por ser valiente y ser sincero en las respuestas a las preguntas que
te hizo; -y a ti doctora- gracias por ser tan buena profesional y
aplicar las normas a rajatabla, tengo mucho que aprender de usted...
En ese momento reprimí una lágrima y sumiso me dí cuenta de que me
había puesto una etiqueta: la de los “medianamente capaces”.
Ahora compruebo que mi lugar no es el de la libélula, estar parado,
inmóvil, anclado, como pegado en la punta del junco observando como
corre el agua de la vida esperando la lengua pegajosa de una rana, o
de un sapo, que me lleve hasta el limo verde desde donde pone música
a su espera. El desasosiego pasó, se lo comió el ritmo del pedaleo
de la bicicleta, el paso acompasado en el recorrido ficticio de la
cinta. Ayer me cansé “14”, hoy me he cansado “10”, seguro
que mañana me cansaré “8”... ¿Eso?... Eso no es cansancio, son
ganas de vivir. Aprendí a comer por colores y puse en practica lo
que el sabio Hipócrates recomendó: “Que la comida sea tu alimento
y tu alimento tu medicina”.
Volví a sentir la caricia de sus manos, la luz de sus ojos... Nos
sentamos al filo de la cama y lo hablamos, compartimos nuestros
miedos y solo entonces se convirtieron en esperanzas, ya no tendría
que tatuarme una sonrisa ni hacerme el sordo o el desentendido, o
decir que me iba a pasear cuando en realidad mi paseo terminaba al
llegar al primer banco del parque.. Hoy, tres meses después de mi
rehabilitación cardíaca, las luciérnagas que se marcharon
revolotean entretenidas dibujando con su luz las orillas de mi vida.
Ya no siento miedo. Gracias.
Con todo mi afecto y
respeto a los enfermos cardíacos de Córdoba y a su Asociación
“ASPACACOR”, con motivo de las Jornadas Formativas e
Informativas que estan preparando con LA UNIDAD SECUNDARIA de R.H.C
del Hospital Universitario Reina Sofia, de cuya puesta en
funcionamiento se cumplen próximamente cuatro años.