martes, 18 de noviembre de 2014

LAS MARIPOSAS DEL ACEITE (Relato por entregas, escrito en un periquete y publicado en un santiamén) PRIMERA ENTREGA



        La sierra tirita con los primeros fríos de noviembre, su jadeo sube y baja por la falda de los montes. Un aliento de niebla los remontaba sin hacer ruido,  y  resbalaba entre los guijarros como una serpiente de humo. Las lluvias de antes de ayer han humedecido la tierra y el agua parece escondida debajo de la cáscara del barro -medio seco y medio helado- que se hace surco, rodada, huella de bota de goma, es un tatuaje gravado en la piel del suelo, arañazos de tierra seca que parecen culebras entrecruzadas. La madrugada en los olivares huele a soledad, a silencio y a cansancio.



Las cinco de la mañana. En el corral, los gallos, inician la liturgia de las horas  dando la bienvenida a la luz con el concierto cotidiano al que nadie presta atención tras las primeras notas. Altaneros ahuecan sus plumas y presumen de cacareo, son el despertador de la sierra. Es entonces cuando, en el cortijo, la vida se despereza y la supervivencia del día a día emprende el camino -imprevisible- de la providencia.

Es tiempo de otoño, de cosecha, el tiempo de la recogida de aceitunas, de madrugar y plantar cara al aire frío del poniente y a la humedad del soplo del levante. Las cinco de la mañana y una decena de mujeres abren los ojos al nuevo día en la sala  vieja y destartalada que les sirve de habitación común. Fuera de aquellas cuatro paredes huele a  sueño, a sudor rancio y hace frío, demasiado frío, que con el paso de los días se hace inseparable, sombra pegada al cuerpo hasta formar parte de ti y de tu alma. La lana y las hojas de panizo, dispuestas en fundas de recia loneta, hacen las veces de colchones y jergones. Algunas mujeres, las más mayores y veteranas aceituneras tienen colchones, las más jóvenes, como las novicias de los conventos, se conforman con los jergones. Al final el resultado es el mismo, los bolindres y nudos que se forman terminan incrustados  en los riñones, y ellas ni se atreven a moverse para evitar que la incomodidad les impida conciliar el sueño.



Los que no poseemos nada, mejor es que no soñemos, pues nuestras  únicas pertenencias serán pesadillas.

Debajo de las camas, unas de madera con su barniz descascarillado y otras de hierro moteado de oxido, ocultan los hatillos de ropa, las maletas de duro cartón a las que se le ceñe un cinturón para mantenerlas cerradas, allí  guardan las pocas pertenencias que se han llevado para lo que durase la temporada. No era mucho tiempo:  casi tres meses. Tres meses y todas estarán de vuelta en sus pueblos, en sus casas, con sus padres,  maridos, hijos, vecinas y  con unos pocos duros más que les otorgar tranquilidad para afrontar el año con algún dinero ahorrado, con una reserva por si acaso algún contratiempo se cruza en sus vidas. Las más jóvenes piensan en el ajuar, en unos zapatos nuevos, en un viaje a Barcelona o a Bilbao para visitar a algún familiar que emigró huyendo de la incertidumbre del jornal y de las madrugadas del aire frío de poniente y del soplo húmedo del levante.

Los gallos vuelven a cantar. Las mujeres, ya vestidas con los jerséis de lana que tejieron ellas mismas el invierno anterior, con las faldas de franela sobre los pantalones raídos, calzadas con las botas desgastadas por el uso, se dirigieron al patio. Allí sus manos y sus caras bajo el chorro de agua fría del pilón les despiertan los sentidos, les limpia las legañas y les recuerda quiénes son. 

Agua fría que aviva el fuego de la vida. El agua es el espejo de plata de las mañanas, la luna lunera  se asoma a él para prestarle su luz a la madrugada.