jueves, 20 de noviembre de 2014

LAS MARIPOSAS DEL ACEITE (Relato por entregas, escrito en un periquete y publicado en un santiamén) SEGUNDA ENTREGA

La escarcha, en su tacto, se asemeja a la piel limpia de todas ellas.   En el pilón una fina capa de carámbano se rompe al meter la mano en el agua, y a la vez un tiritón se hace chillido en la boca de alguna de las muchachas más jóvenes. Las risas de las otras resuenan por todo el patio, se escuchan, incluso, desde el corral donde los gallos continúan en su sinfonía de acordes desafinados.
Para Matilde era su primera temporada. El padre la dejó ir  pero no de buena gana. En el temblor de la autorización parecía adivinarse un temor a algo inesperado.

“Padre, ya tengo catorce años y mi madre iba desde los trece. También va mi prima y la chacha Milagros. ¡Déjeme ir padre, no sea usted así!... Lo que gane lo guardaré para mi ajuar”.

Matilde reía como el resto de las muchachas que, como con miedo, chapotean con las manos en el agua helada mientras dan pequeños saltitos, menean  los dedos queriendo sacudir el escalofrío que les pone las carnes de piel de gallina. Mati, la Mati, tiene polvo de oro en los labios, los ojos como las aceitunas moradas y su  pelo, de color azabache, es oscuro como las noches frías de la sierra. En su cara lleva el reflejo leve de una mariposa ardiendo en un tazón de aceite.
Los hombres preparan las mulas, cargan los aperos necesarios: las varas, las lonas, sin olvidar el agua, el vino y la comida. El día será largo, muy largo y estarán alejados del cortijo y no regresarían hasta el anochecer. El capataz revisa las cargas y a voces mete prisa a las mujeres que entre risas y cuchicheo, se agrupan de dos en dos o de tres en tres en los poyetes de la cocina, terminan los tazones de leche humeante y las hogazas de pan con aceite y azúcar. Ya esta  todo listo para la marcha.

La fila de hombres, mujeres, mulos y asnos, en un orden de escalafón casi militar, sale por la puerta de hierro del cortijo. Es una procesión de silencio, sin imagen, todos cumpliendo  idéntica penitencia: recorrer el camino embarrado de los olivares que serpentea por los cerros  hasta el tajo señalado por el capataz.
Una Virgen del Rosario, chiquita y risueña, pintada en azulejos blancos y azules, les ve marchar desde su blanca hornacina, que parece escavada en la pared, por encima de la puerta de entrada al cortijo. Son casi las siete y media de la mañana, la luz comienza a cernirse, sobre el ejército de olivos, como harina que lentamente resbala del cielo, cielo en el que las estrellas más perezosas vigilan al mundo desde su lejanía y su indiferencia.
La semana transcurre lenta y monótona como el goteo de un grifo estropeado, tan despacio como la ronda de los sueños, esos que en la madrugada te hacen cavilar en que gastar los jornales. La recogida de la aceituna es agotadora pero tiene sus compensaciones. 
Vicente, soltero, maduro, y en opinión de las mozas: maduro, soltero, y entero, entona romanzas y coplillas, unas que todos conocen, otras, picantonas, sacan el rubor en las mozas más jóvenes y las risas, que crecen hasta convertirse en estridentes carcajadas, en las bocas de las mujeres más curtidas. Hasta el corazón parece trabajar más ligero cuando la cuadrilla canta,  incluso  los dedos se  hacen más ágiles para recoger aquellas lágrimas, verdes y amoratadas, que se esparcen alrededor del olivo. Vicente, a ratos, les hace olvidar el frío que entumece sus manos y sus vidas.
                              
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