La escarcha, en su tacto, se asemeja a la piel limpia de todas ellas. En el pilón una fina capa de carámbano se rompe al meter la mano en el agua,
y a la vez un tiritón se hace chillido en la boca de alguna de las muchachas más jóvenes. Las
risas de las otras resuenan por todo el patio, se escuchan, incluso, desde el
corral donde los gallos continúan en su sinfonía de acordes desafinados.
Para Matilde era su primera temporada.
El padre la dejó ir pero no de buena
gana. En el temblor de la autorización parecía adivinarse un temor a algo
inesperado.
“Padre, ya tengo catorce años y mi madre iba desde los trece. También va mi prima y la chacha Milagros. ¡Déjeme ir padre, no sea usted así!... Lo que gane lo guardaré para mi ajuar”.
Matilde reía como el resto de las muchachas
que, como con miedo, chapotean con las manos en el agua helada mientras dan pequeños saltitos, menean los dedos queriendo sacudir el escalofrío que les pone las carnes de piel
de gallina. Mati, la Mati, tiene polvo de oro en los labios, los ojos como las
aceitunas moradas y su pelo, de color azabache, es oscuro como las noches frías de la
sierra. En su cara lleva el reflejo leve de una mariposa ardiendo en un
tazón de aceite.
Los hombres preparan las mulas, cargan los
aperos necesarios: las varas, las lonas, sin olvidar el agua, el vino y la
comida. El día será largo, muy largo y estarán alejados del cortijo y no regresarían hasta el anochecer. El capataz revisa las cargas y a voces
mete prisa a las mujeres que entre risas y cuchicheo, se agrupan de dos en
dos o de tres en tres en los poyetes de la cocina, terminan los tazones de
leche humeante y las hogazas de pan con aceite y azúcar. Ya esta todo listo para la marcha.
La fila de hombres, mujeres, mulos y asnos,
en un orden de escalafón casi militar, sale por la puerta de hierro del cortijo. Es una procesión de silencio, sin imagen, todos cumpliendo idéntica penitencia: recorrer el camino embarrado de los olivares que serpentea por los cerros hasta el tajo señalado por el capataz.
Una Virgen del Rosario, chiquita y
risueña, pintada en azulejos blancos y
azules, les ve marchar desde su blanca hornacina, que parece escavada en la pared, por encima de la puerta de entrada al cortijo. Son casi las siete y media de la mañana, la luz comienza a cernirse, sobre el
ejército de olivos, como harina que lentamente resbala del cielo, cielo en el
que las estrellas más perezosas vigilan al mundo desde su lejanía y su
indiferencia.
La semana transcurre lenta y monótona
como el goteo de un grifo estropeado, tan despacio como la ronda de los sueños,
esos que en la madrugada te hacen cavilar en que gastar los jornales. La recogida de la aceituna es agotadora pero tiene sus compensaciones.
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