domingo, 23 de noviembre de 2014

LAS MARIPOSAS DEL ACEITE (Relato por entregas, escrito en un periquete y publicado en un santiamén) TERCERA ENTREGA


             

Cuando el sol marca en el suelo la sombra de las varas cuando apuntan al poniente, el capataz anuncia el rato para el almuerzo. Es un ¡Eeeeeaaaaaaa...! Un silbido  prolongado, unas palmadas, o un ¡A comer!. Es el momento que siempre  se recibe con gran alegría. Entonces la viveza de hombres y mujeres sale a flote, la bota de vino pasa de mano en mano regando con el rojo líquido las bocas secas, quitando el tacto de lija que la sed pone en la garganta. Los zorzales y los pardales fritos, cazados por Gabriel, forman parte de las esperanzas que acompañan al merecido descanso. A Matilde le cae bien Gabriel, y eso que el muchacho no se relaciona mucho con ella ni con ninguna otra mujer de la cuadrilla. Gabriel no es de su pueblo, sino de Usagre, que esta a un día de viaje a caballo. Tiene veintitrés años y muy pocos amigos. Matilde siente a Gabriel cercano, se lo dice ese hormigueo en el estomago que le llega con cada mirada y en cada sonrisa. Como un ritual, cada mañana pone las trampas, las ballestas de alambre duro, o  caza con la escopeta,  regalo de su hermano mayor emigrante en Barcelona, de la que casi nunca se separa. Al atardecer, un sagrado ceremonial,  presagia el amoroso escarceo de la juventud, le ofrece a Matilde parte de lo cazado, perfectamente desplumado y limpio, listo para ser cocinado con las especias del deseo del primer beso. Gentileza que más de una envidia por considerarla más que gentileza galantería.


Cuando muere la tarde en la raya del horizonte de poniente, en la lejanía de saliente despierta la noche con su envoltura oscura que va manchandos de estrellas tiritonas. Es cuando la vuelta al cortijo  convierte el cansancio, en los semblantes de hombres y mujeres, en desaliento. El camino se transforma en un viacrucis interminable, exhausto, tedioso, tan largo como las cuentas del rosario silabado por las ancianas en las Vísperas de los Misterios Dolorosos de cada Martes y Viernes.  La virgencita de la hornacina, desde su altura y soledad,  da la bienvenida a la recua de jornaleros y bestias,  regresan con la certeza de haber ganado el jornal con el sudor de su frente y con el frio de sus huesos.

Alrededor del pilón cada uno trata de asearse lo mejor que puede antes de la cena.
           Las mujeres se quitan los pesados faldones y los pantalones cubiertos de barro, los sacuden, los estiran y cuelgan en el respaldo de una silla, cerca del fuego, para que se sequen y  así poder usarlos mañana. Las botas traen tanta tierra  que ni chocándolas entre sí  logran desprenderla de las suelas.
Pasado un  rato los ánimos se van reponiendo, el hambre no, el hambre permane, es tan difícil engañar al estomago como embarazoso  descubrir las mentiras del amo. Se reunen, todos y todas, en la cocina, inmensa, destartalada, caldeada por la chimenea que arde chisporroteando llameante en uno de sus extremos. En el centro la mesa con su tapa de madera desgastada, sus estrías y hendiduras recordaban a la piel de las manos de aquellos jornaleros; antiguas manchas de aceite le dibujaban el mapa de un país que no aparece en los atlas. Sobre esa madera oscura y desgastada las hogazas de pan, algunos platos de vieja loza con queso,  aceitunas rajadas y unos cuencos hondos donde Josefa, la cocinera, va sirviendo grandes cazos de lentejas o garbanzos humeantes. ¡Cómo olvidar su nombre!... “Garbanzos a lo pobre”, viendo la escasa compañía de los mismos, esa soledad acuosa sobre la que flotaban, el nombre les venía ni que al pelo, como dirían en Usagre. 
Después de la cena Lucio, el capataz, indicaba el lugar,donde estará el tajo al día siguiente, era quien ante algún problema tenía el deber y la autoridad para resolverlo. El no era uno de ellos, lo respetaban porque durante todo el año trabajaba para los “Señoritos”, y los “Señoritos” son los que pagan el jornal.

 Lucio, no goza de simpatía entre los jornaleros, pero era él quién los elige para formar la cuadrilla… Tienen que respetarlo, de lo contrario  al año siguiente, seguro que no trabajarán en aquel cortijo.
Es un hombre cejijunto y de piel cetrina, aún así con buen empaque y agraciada melena. Resumiendo, es él, y su egoísta soledad, la que inspiran en muchos de los jornaleros temor y antipatía.