Seis agotadoras jornadas, seis días de trabajo y llega por fin el domingo, el día destinado por la tradición cristiana para el jubilo de la vida, esperado y
ansiado, como agua de mayo, por toda la cuadrilla, incluidos los ateos, los
agnósticos, los pobres de Dios, los pobres de esta tierra. Algunos hombres
marchan a caballo y visitan a sus mujeres, o a sus novias, que están en cuadrillas
de cortijadas vecinas, o tal vez a otras mujeres con las que compartir las
pesetas y el frío a cambio de un sueño efímero que les haga olvidar su
destino, y sentirse por unas horas, también dueños y señores pues, ellos son quienes pagan el jornal de caricias y besos fingidos. Quienes se quedan en el cortijo ocupan el tiempo en el lavando de la ropa, el repaso de los desgarrones en
los pantalones o en las faldas, en la limpieza de las habitaciones, en
descansar de aquella cotidianidad tan fría.
Domingo, día en el que Gabriel sale temprano
al campo con su escopeta. Matilde lo ve marchar por las puertas de las
cuadras y le grita: ¡Gabrielillo! ¿Pero adónde vas tan temprano, alma de Dios? Él, sin volverse, le contesta: ¡A cazar zorzales! Y se aleja por el camino y su sombra desaparece entre los
olivos. Ella guarda en su recuerdo, con un desvelo y un mimo que solo la
inocencia posee, todas las palabras que no se atreve a pronunciar, esas que, sin quererlo, son el alimento de las
mariposas de su estómago.
Cuando Gabriel regresa, ya bien
entrada la mañana, se sienta en una alpaca de paja, coloca una cubeta de cinc a su lado y
amontona cerca de él los pajarillos y los zorzales que ha cazado. Matilde se
sienta a su lado, en una silla baja que tiene el asiento de anea, y mientras
él despluma las aves y les quita las tripas, ella le habla de los bailes
del pueblo, de los mozos, de su familia, de los sueños que esta comenzando
a tejer con sus primeros jornales, de aquel día cuando se desbocaron los burros
del tío Marcelino y corrieron, como locos, por todo el pueblo. Loca carrera idéntica a la que
ahora siente ella, es como batallón de hormigas corriendo por todo su cuerpo mientras
pretende aferrarse al aliento tan próximo, tan cercano, tan deseado de Gabriel.
Le hablaba de su ajuar y de su futura boda. ¿Pero tienes novio?, pregunta Gabriel como quien curiosea por compromiso, sin interés, pero anhelando un “No” que justifique sus esperanzas. No, aún no,
contesta la muchacha, pero ya no puedo dejarlo mucho tiempo, o me quedaré
para vestir santos.
Matilde habla con la sabiduría que le da conocer que en su pueblo, una moza de veinte años sin novio será soltera los años que le quede de vida, y su entretenimiento, al no tener
hombre ni familia a la que cuidar, será vestir
y desvestir santos y vírgenes. Para
casarse a los veinte años tiene que tener novio por lo menos tres o cuatro
años antes. Continua hablándole a Gabriel hasta que un olor familiar
enturbia el ambiente, el olor de los torreznos, de las morcillas y los
chorizos fritos, el guiso de conejo con papas, el olor a pan caliente.
Es la
hora del almuerzo. Gabriel recoge los zorzales y los pajarillos desplumados y
se acercaba hasta la chimenea de la cocina para asar algunos y compartir el manjar
con los demás. Antes ha apartado las mejores piezas para Matilde.
Después del almuerzo se charla, José Luís toca la guitarra y
canta por bulerías, los demás le hacen palmas. Un tufillo a café
de puchero, endulzado con un chorrito de anís, flota en el ambiente poniendo
un aroma empalagoso, y junto al humo de algún cigarro hace perder el recato y
la compostura, entonces, las palmas se convierten en baile, y la tarde
juguetona se dejaba mecer entre cantos y nostalgias.