martes, 25 de noviembre de 2014

LAS MARIPOSAS DEL ACEITE (Relato por entregas, escrito en un periquete y publicado en un santiamén) CUARTA ENTREGA

Seis agotadoras jornadas, seis días de trabajo y llega por fin el domingo,  el día destinado por la tradición cristiana para el jubilo de la vida, esperado y ansiado, como agua de mayo, por toda la cuadrilla, incluidos los ateos, los agnósticos, los pobres de Dios, los pobres de esta tierra. Algunos hombres marchan a caballo y visitan a sus mujeres, o a sus novias, que están en cuadrillas de cortijadas vecinas, o tal vez a otras mujeres con las que compartir las pesetas y el frío a cambio de un sueño efímero que les haga olvidar su destino, y sentirse por unas horas, también dueños y señores pues, ellos son quienes pagan el jornal de caricias y besos fingidos. Quienes se quedan en el cortijo ocupan  el tiempo en el lavando de la ropa, el repaso de los desgarrones en los pantalones o en las faldas, en la limpieza de las habitaciones, en descansar de aquella cotidianidad tan fría.


Domingo, día en el que Gabriel sale temprano al campo con su escopeta. Matilde lo ve marchar por las puertas de las cuadras y le grita: ¡Gabrielillo! ¿Pero adónde vas tan temprano, alma de Dios? Él, sin volverse,  le contesta: ¡A cazar zorzales! Y se aleja por el camino y su sombra desaparece entre los olivos. Ella guarda en su recuerdo, con un desvelo y un mimo que solo la inocencia posee, todas las palabras que no se atreve a pronunciar, esas que, sin quererlo, son el alimento de las mariposas de su estómago.

             Cuando Gabriel regresa, ya bien entrada la mañana, se sienta en una alpaca de paja, coloca una cubeta de cinc a su lado y amontona cerca de él los pajarillos y los zorzales que ha cazado. Matilde se sienta a su lado, en una silla baja que tiene el asiento de anea, y mientras él despluma las aves y les quita las tripas, ella le habla de los bailes del pueblo, de los mozos, de su familia, de los sueños que esta comenzando a tejer con sus primeros jornales, de aquel día cuando se desbocaron los burros del tío Marcelino y corrieron, como locos, por todo el pueblo. Loca carrera idéntica a la que ahora siente ella,  es como batallón de hormigas corriendo por todo su cuerpo mientras pretende aferrarse al aliento tan próximo, tan cercano, tan deseado de Gabriel. Le hablaba de su ajuar y de su futura boda. ¿Pero tienes novio?, pregunta Gabriel como quien curiosea por compromiso, sin interés, pero anhelando un “No” que justifique sus esperanzas. No, aún no, contesta la muchacha, pero ya no puedo dejarlo mucho tiempo, o me quedaré para vestir santos.



Matilde habla con la sabiduría que le da conocer que en su pueblo, una moza de veinte años sin novio será  soltera los años que le quede de  vida, y su entretenimiento, al no tener hombre ni familia a la que cuidar,  será vestir  y desvestir santos y vírgenes. Para casarse a los veinte años tiene que tener novio por lo menos tres o cuatro años antes. Continua hablándole a Gabriel hasta que un olor familiar enturbia el ambiente, el olor de los torreznos, de las morcillas y los chorizos fritos, el guiso de conejo con papas, el olor a pan caliente.

Es la hora del almuerzo. Gabriel recoge los zorzales y los pajarillos desplumados y se acercaba hasta la chimenea de la cocina para asar algunos y compartir el manjar con los demás. Antes ha apartado las mejores piezas para Matilde. Después del almuerzo se charla, José Luís toca la guitarra y canta por bulerías, los demás le hacen palmas. Un tufillo a café de puchero, endulzado con un chorrito de anís, flota en el ambiente poniendo un aroma empalagoso, y junto al humo de algún cigarro hace perder el recato y la compostura, entonces, las palmas se convierten en baile, y la tarde juguetona se dejaba mecer entre cantos y nostalgias.