miércoles, 26 de noviembre de 2014

LAS MARIPOSAS DEL ACEITE (Relato por entregas, escrito en un periquete y publicado en un santiamén) QUINTA Y ULTIMA ENTREGA

De madrugada Matilde se siente indispuesta. Un dolor que va y viene por su vientre,  como si unas garras le  revolvieran las tripas. Se levantó de la cama sin hacer ruido. Dudó si  llamar o no a su prima Encarna que descansa en la cama de al lado, pero la ve tan profundamente dormida que le da pena despertarla.
       Se calza las zapatillas, se arropa con una toquilla de lana y sale al patio encaminándose  hacia los corrales. Abre la puerta de la cuadra y siente el vaho caliente que impregna la estancia, el olor de la paja y el resoplar de algunas de las bestias. La claridad de la luna se filtra a través de las rendijas que dejaban entre sí las cuatro tablas apuntilladas que hacen de puerta.

 De nuevo se lleva de las manos al vientre y se inclina hasta que se le pasa el retortijón. Avanza hacia un rincón lejos de la entrada, se baja las bragas y se queda paralizada mirando una gran mancha de sangre en la tela blanca. ¡También es mala suerte, empezar a sangrar justo ahora!... Piensa algo aliviada al comprobar cual es la fuente de aquel dolor que le entume todo el cuerpo. Trata de recomponer la franela del camisón  alisándolo con las palmas de las manos presionando sobre sus piernas, cuando el ruido del portalón al cerrarse la asustó provocando que corriera  hacia la salida. Un segundo después siente la mano que le tapaba la boca, tras el forcejeo la humedad del suelo se confunde con el escalofrío de su espalda, la aspereza de la paja sobre las que duermen las bestias  le pinchan en las piernas. Un olor desconocido a sudor, un aliento jadeante que se clavaba en su cuello, es el perfume del ángel caído.  La fiereza de otra mano le arranca el camisón y  se desliza sobre su piel raspándola con la aspereza cruel de la piel del campesino. Le roba la honra que tan celosamente guarda, siente en el pecho a su corazón llorando lágrimas de aceite. Siente como en sus labios amordazados, aplastados por la  pestilente y ruda mano, se marchitaba  la ternura de la espera, la ilusión de la entrega consentida, nerviosa y deseada a alguien por amor, por puro amor.  Un daño desgarrador le hizo perder el sentido, las piernas entreabiertas no pueden detener el inmenso dolor. Su rosa se marchitaba y sus pétalos rojos de sangre tiñen el frío suelo de aquella cuadra.

Gabriel ha salido al patio acuciado por las ganas de orinar. La noche esta fría y en calma,  en silencio la brisa hila la sutil tibieza del sosiego del descanso y del ligero destello de la luna. El zagal mira al cielo brillante como mantoncillo bordado con lentejuelas, una estrella viajera rasga la muda tranquilidad de la madrugada,  como si  hubiera estado esperando verle salir para caer resbalando en su mirada.  Se disponía a regresar al cuarto de los hombres cuando observó que se abría la puerta de la cuadra, la sombra del capataz salía de ella, ciñéndose el cinturón del pantalón sin atinar en su propósito, se dirigió con paso rápido al otro extremo del patio donde estaba su habitación y con un portazo, que sonó a trueno huérfano de relámpago, desapareció de la vista de Gabriel,  que, oculto por el luto de la noche, dio media vuelta y regresó a su catre.
Matilde abrie los ojos, se lleva sus manos a la frente en un intento de sacudirse  aquella realidad desgarradora que no atina a entender. Un dolor agudo punzó su vientre y le hizo volver a agacharse. Siente sus muslos húmedos y lastimados.  Se levanta lentamente, pone su espalda contra la pared para sujetarse y se fue, poco a poco, paso a paso, acercándose a la puerta. Al salir al patio aspira el aire frío de la madrugada y siente resbalar  hilos de sangre por las piernas. Al llegar a la habitación llora todo su miedo y su rabia, llora aquellas mismas lágrimas que su corazón, minutos antes, había convertido en aceite sobre su pecho desnudo y frío.  Se despiertan las mujeres, algunas no llegan a entender bien qué ha sucedido, y acuden a su lado en un intento fraternal de espantar aquel miedo hecho dolor que se esconde entre su pelo revuelto y los jirones del camisón . El daño esta hecho y ninguna puede hacer nada, excepto callar, para que aquella tortura no se convierta en negra  cuerda capaz de ahorcar el destino de la muchacha.


A las seis y media de la madrugada todos están esperando la orden para salir,  Matilde se cruza con Gabriel y mira hacia el suelo como quien busca el silencio que se pierde entre las risas, como atando el futuro, el suyo, a una soga de pozo. Los gallos hace rato que han comenzado a despertar al día con un quiquiriquí roto, desgarrado... Incluso triste. El grupo de hombres y mujeres, con el capataz al frente, no hablan, ni ríen. Nadie dice nada pero todos saben lo sucedido. En una procesión de silencios se encaminan al encuentro del primer sol de la mañana. La virgencita de la hornacina esta mañana no los despide, va con ellos, quizás con la esperanza de escuchar, a  la justicia divina, gritar el dolor de Matilde desde lo más alto de la sierra. Dejan atrás el cortijo y la cuadrilla se envuelve con  el fino tul de la niebla que se arrastra entre los olivos. El trabajo continua como cada día. El corazón de Matilde también continua dolorido, desangrándose, vaciándose de esperanzas... Roto y desconsolado.

Al medio día paran para el almuerzo. Se dispersan bajo los olivos y comen en silencio. El capataz se alejó a paso ligero por la vereda que lleva a un paraje que los del lugar conocen como el vado de los lobos. Gabriel se levanta de su grupo y se aleja con su escopeta bajo el brazo. Alguien le grita: ¿Adónde vas Gabriel? ¡A cazar… …A cazar zorzales! Respondió el mozo perdiéndose por el olivar.

            Esta vez no hablan las mariposas del estómago, ni tampoco las  que arden en el tazón de aceite y que son la luz que detienen a la silenciosa oscuridad de la noche,  esta vez los mudos silencios escupieron rabia y venganza. La justicia de los pobres caminando con la misma dignidad que la de los dioses.

Como cada día vuelven al cortijo con las últimas luces de la tarde. Van algunos en grupos  y solitarios otros, pero todos cabizbajos. Ya, a la hora de la cena, nadie se extraña al no ver al capataz ni por las cuadras ni por la cocina, nadie pregunta y todos piensan: ¡No tendrá hambre, el muy hijo de puta!

            La madrugada, con sus quiquiriquís  prestados los despierta un día más. Los campos están blancos por la escarcha. El capataz no ha salido de su habitación. Nadie lo vio en el patio ni en ningún otro lugar del cortijo.



Muy a pesar de los jornaleros, se organizan batidas para buscarle. Los hombres se dividen en parejas. Es posible que hubiera caído por alguna torrentera y nadie se hubiese dado cuenta. Rastrean las veredas, los barrancos, las cortadas...Los caminos del cielo y hasta los del infierno.

Es a media mañana cuando uno de los jornaleros, sin voluntad, sin ganas, descubre bajo un olivo el cuerpo embarrado del capataz.

Yacía boca arriba. Los puños cerrados. Los ojos abiertos. Con un tiro en la frente. Y otro en el corazón.

                                                                                      ***