miércoles, 14 de enero de 2015

AGUANTAR HASTA MAÑANA.

Subí las escaleras como todos los días, las escaleras, de tramos a izquierdas y a derechas de cinco en cinco escalones, como todos los días,  era un empinado laberinto que discurría en zigzag entre una pared blanca con granitos de gotéele y la barandilla de hierro con un  pasamanos de  oscura madera. La última parada es en el siguiente descansillo,  a dos pasos más está la puerta de mi vivienda. Suelo pararme ahí y mirar al tragaluz de cristal, que pone techo a aquel laberinto empinado, para ver unas veces las nubes y otras las estrella. Hay días en que ni las estrellas ni las nubes, sino lo que se ve enmarcada tras el cristal, es la oscura soledad.


La soledad del alma, la soledad del solo corazón o del corazón solo, la soledad de las manos, una en el bolsillo del abrigo y la otra, acariciando, sin ser consciente de ello, al pasamano oscuro que también parecía solo en su soledad oscura. Como todos los días saco del bolsillo izquierdo de la chaqueta el paquete de cigarrillos, lo abro, miro y cuento los que quedan, me digo: “bueno pues con cinco tengo que aguantar hasta mañana”. Mentalmente doy a cada cigarrillo un lugar en el espacio y en el tiempo: uno ahora, el segundo antes de cenar, el tercero antes de irme a la cama y los otros dos los dejo por si la madrugada se presenta fría o tan caliente que después de amarme necesito del humo para calmarme y reconciliarme con el sueño.  Tras encender el cigarrillo de ahora, levanto la mirada y tras el hueco acristalado descubro una luminosa oscuridad moteada de estrellas que parecen tiritar de frío. Miro las estrellas… Algo llama mi atención: un ligero e inusual resplandor seguido por una sombra de niebla que por un instante quitó brillo a la oscuridad. En el pecho el corazón latió fuerte y un leve escalofrío ahogó cualquier pensamiento y todo mi cuerpo. Pestañeé repetidamente y vi como el humo del cigarrillo era una enredadera gris y blanquecina que haciendo bucles y rizos sube y baja, es una yedra de humareda que crece y cambia de forma a cada instante, esa distracción, la del humo del cigarrillo, no pudo evitar que tras el sobresalto, volviese a fijar la mirada y la intención en aquel cuadro hueco que parecía ser la puerta al infinito y, que de momento,. solo era una ventana por la que cada noche dejaba escapar parte del cansancio acumulado, la mitad de las ilusiones que no se realizaron, cien de los buenos propósitos que se quedaron en simples propósitos, y, todos los sueños que no me había atrevido a soñar por miedo a que ocuparan el tiempo que debía dedicar a otros menesteres, a esos menesteres que suelen ser  menesterosos. 



Tenía sujeto el cigarrillo entre los dedos corazón y pulgar, con el índice le día unos golpecitos y la ceniza calló al suelo, una última calada antes de apagar la colilla en la tierra de la maceta triste y  mortecina del rincón menos iluminado del descansillo.  Dos pasos y estaba frente a la puerta. Entré, y como todas las noches, no había cerrado la puerta tras de mi cuando ya me había quitado los zapatos. De nuevo me encuentro subiendo las escaleras, al llegar al descansillo de costumbre me detengo, esta vez no pienso en el agradable momento del cigarro,  y si en las ansias de poder  alzar la mirada y tras el cristal  contemplar las estrellas, me engaño, realmente voy esperanzado en la remota posibilidad de volver a sentir la sensación de la noche anterior, ver la fugaz luz, la sombra de niebla que la seguía y el escalofrío interior que me hizo sentir vivo. Tengo casi consumido el cigarro, he mirado repetidamente a través de la ventana del techo y continuo sin ver ni sentir nada fuera de lo común. Tan solo la oscura soledad, de la soledad oscura, ocupa el espacio cuadrado que tras de sí deja ver la claraboya, parece envuelta con un tul de velo de novia, de una novia de las antiguas, una novia sola que espera a ser desvestida por el novio que la suerte o el amor cruzó en su sola soledad.  Esta soledad es distinta, tiene límites, aristas de aire, tiene alma de muerte, o quizás sea agua, agua de mar o de nube preñada, agua miel o agua de oasis escondido. Esta soledad es distinta, diferente, tan oscura como la niebla cuando amaneces, tan negra como  el hueco de los sepulcros… La soledad es una tumba donde yacen las buenas y malas intenciones, los deseos insatisfechos y las coronas de laurel que raramente la vida te cuelga del cuello.
Esta noche el cigarrillo parece durar más de la cuenta, su alma de humo no alza el vuelo ni toma altura, más bien se deja caer, se desliza por el oscuro pasamano como si fuese una culebra trasparente, arrastrándose por el borde del escalón hasta esconderse detrás del tiesto de la triste maceta, mausoleo de las colillas de mis cigarros. Me quedo inmóvil, la ceniza no cae al suelo, vuelvo a golpear la colilla y la yedra de humo, como una enredadera seca, va desde el suelo ascendiendo hacia la nada de aquella sola soledad que se trasparenta como el humo del calor, la flama que asciende y cuando llega al horizonte se convierte en espejismo. Estoy solo y esta noche en mi cajetilla de tabaco solo hay un cigarrillo. Difícil amanecer.