Estoy sentado al borde de no sé
qué sitio. Hay agua y corre aire. El
agua va y viene y el aire es viento
parado, detenido en la punta del junco como la libélula cuando descansa guardando el
equilibrio entre la nada y el todo. Debajo de mis pies crecen los
crisantemos que esconden, tristes, entre su olor a margarita soltera y marchita,
la rabia de ser flor de muerto desamparado en tumba ajena… Oración inconclusa sin el amén final, letanía inacabable enredada
entre el verde del ciprés y el negro del luto efímero.
Aquí las palabras no tienen
valor alguno, sólo valen su peso en aire cuando forman parte del rezo
incansable de vírgenes sin alas. Se esconde la esperanza entre los vuelos asustadizos
de las promesas con las que se alimentan las noches largas, las largas noches
de auroras enteras y hermosas como el interior de la rosa blanca.
Estoy aquí.
El cortejo triste, triste
cortejo de tristezas tristes, pasa a mi lado, al borde de no sé qué sitio ni de
qué momento… Soy valiente, tanto que me resguardo tras las apagadas ascuas de
sueños casi imposibles, delante de las ilusiones que no florecieron y sólo llegaron a
ser sombras tan claras como el perfil
del nardo, o de la triste margarita o del corazón de la rosa blanca.
Estoy aquí y me siento
cortafuego entre la soledad y el miedo.
Espero que llegue, por el sur
del norte, o por el este del oeste, me
da igual, el mago que con su poder junte las orillas del agua y el aire.
Son canicas de cristal, espinas de lluvia clavadas en el papel de seda que
envolvió el mejor de los regalos, lo que el fascinador de la vida tatuó en las
palmas de mis manos con una tinta que es solo visible a mis ojos.
Tendrá que venir el mago y
sujetar mis pies hasta que el borde de
este sitio sea un lugar seguro y conocido, donde el agua y el aire borden en el
horizonte los vaivenes de la vida.
Mientras, aquí estoy.