Concha
tiene setenta años y Margarita setenta y cuatro.
Ninguna
de las dos, lo que se dice noviazgo, jamás conocieron. Cuando
mozas eran de tener vergüenza, al menos eso es lo que se estilaba,
pensando que así ninguna vecina levantara la liebre del chisme y el
bulo, asunto éste que en los pueblos está a la orden del día.
Todos saben que cuando menos lo espera salta alguna mal
intencionada habladuría que te hace cargar el resto de tu vida con
un pesado San Benito, que como si se tratase de tu sombra irá contigo donde
vayas.
Concha
a los quince años tenía la misma estatura que la longitud de su
cama , presumía de una dentadura perfecta y de que jamás se dejó
besar por ningún hombre. Su madre le había asegurado que después
del beso llegaba el apocalipsis, una sensación agridulce que te
hace sentir, no solo en la boca, sino por todo el cuerpo el calor del
infierno escapando a bocanadas por todos los poros de la piel. Que
era como presentir la muerte de los cuerpos celestes en la bóveda
azulada, su madres es que presumía de poeta. Son cosas que se
estilaban contar a las niñas para trasmitirle templanza, pudor ,
prudencia y lo que se conseguía, en la mayoría de los casos, era
el efecto contrario y se las empujaba hacia la curiosidad y el deseo.
O cuando se las asustaba diciéndoles que no debían mojarse la
cabeza cuando estuvieran malas, refiriéndose a estar en los días de
la regla, porque se quedarían estéril.
A
Margarita, al cumplir los 21, a la mayoría de edad, un hombre le
respiró en la cara y se desplomó confusa entre la sombra masculina
y el olor del aguardiente que fluía del aliento de la cercana boca.
Él era marinero y le explicaba profecías, adivinanzas y conjeturas
que leía de un libro que decía que era de la Cábala Judia. Le
gustaba escucharlo a pesar de que sabía que le estaba mintiendo
cuando hablaba de otros mundos, de otras razas de hombres que
pensaban que toda la vida esta dentro de un orden milimétrico y que
ese orden responde a un plan divino que jamas llegaremos a
comprender. Se dejaba mentir porque por ella nadie había faltado a
la verdad bajo juramento en el nombre de Dios. El marinero le habló
de sus días en el mar, de sus noches eternas, oscuras, sumergidas en
salmuera, y le murmuró sus deseos pecaminosos cuando en triste
soledad pasaba las horas tumbado sobre la cubierta del barco sin ver
a una estrella caer. Le juró que ella era como una estrella cayendo
del cielo, de su cielo.
Margarita,
después de aquel breve romance, pasó muchos años solitarios, ta
vez imaginando y amarrado con hilos de seda a su bastidor de bordar
la estrella desprendida del cielo oscuro y con olor a aguardiente del
marinero triste que llegó cuando la fiesta de San Pedro y se marchó
terminada la del Cristo.
Ahora,
Concha y Margarita, tejen, junto a la ventana con paisajes de
nadie, cuadros de punto de cruz, bufandas de croché, fundas para
los cojines… Se han acomodado a la rutina de los demás
deshilvanando sus vidas para enhebrar un pasado que se les escurrió
de entre las manos como un pez.
Cuando
pasa alguien por la calle y cruza delante de la ventana, es como si
escucharan el fragor desafinado de las trompetas de Jericó. Se
levantan de las sillas y fijan los ojos llenos de curiosidad y de
atrevimiento en el personaje callejero.
-
¡Pero si es Luisito!
-
No deberían dejarlo salir todavía.
-
!Quien sabe!... Eso que cuentan que un rayo cayó sobre su cabeza y
le salió del cuerpo por los piés Tal vez fue sólo un invento de
alguna vecina con mala intención.
-
Quizá lo que pretenden es tenerle encerrado, durante toda la vida,
como si se tratase de un vicho raro, o mientras que alguna eminencia
o investigador que, previo pago, quiera hablar o investigar su caso.
-
!Ay!... Nosotras también vivimos en una prisión, casi veinte años
ya, tras los cristales de esta ventana viendo pasar al pueblo.
- A
paso de gente anciana.
-
De gente vieja y enferma.
-
!Es que no saben dónde ponernos!
Mientras
hablan, un gato de angora juega con un ovillo de lana azul dentro de una cesta que está hecha
con varillas de sauce . Como al descuido,
de soslayo, deja caer sobre las dos mujeres sus ojos
relampagueantes. Se llama Dumas y está muy malcriado por Concha, lo
tienen por inteligente; en una ocasión se tumbó sobre la alfombra
haciéndose el muerto durante tres días y tres noches, después de
aquella muerte de teatro, a Concha se le ocurrió que debía de
cambiarle el nombre y llamarlo Lázaro. Repitió ese comportamiento
en varias ocasiones más, encogía las patas y adoptaba la patética
parálisis de una cucaracha muerta, era para despertar desconsuelo;
las hermanas le hacían el juego diciendo en voz alta, y como si de
un coro de opera se tratara: ¡Pobre Dumas. Tan bueno que era,
pobrecito… Se ha muerto!
Concha
suele comentar que aunque el minino juega con la pelota de lana, no
hace otra cosa sino prestar atención a la conversación, guardando
las historias que ellas se cuentan en la séptima vida de su
conciencia.
... continuará.
... continuará.