El
viento, disfrazado de un bochorno caliente y mustio, sopla con
fuerza, baja de la calle Olivo y a veces gira hacia la calle Pepe
Larrey otras en dirección a la plaza. Si alguien pasa lo hace cubriéndose
con su propia sombra para guarecerse de aquella exhalación
abrasadora que casi obligaba a quedarse en casa. Así piensa
Concha, lo que ella no sabe, porque no ha abierto la ventana, es que no
se trata del aire, ni del viento bochornoso lo que va y viene y sube
y baja, sino de un hedor a podredumbre, a excremento, a orina y
boñiga de cerdo que ha contaminado al aire y lo hace oler de esa
forma tan vomitiva. Por todo el pueblo huele tan mal que nadie sale a
la calle a no ser por algún chisme de urgencia.
Ni un alma por las calles, ni una sombra en la puerta de los bares de la plaza. Hasta las banderas del ayuntamiento se tapan una a otra enrollándose en un mástil que se tambalea nervioso.
Margarita, tras ver pasar apresuradamente a una mujer con algo que le tapaba la cara, más bien la boca, pronunció el nombre de la señora Amparo, como preguntándose si era o no la que, dando saltitos, cruzó la calle. Amparo era una mujer melancólica que nunca pretendió engañar a su esposo. El, el marido, le llevaba veinte años y a pesar de ello, a menudo se le veía entrando y saliendo de su taller de sastre con jóvenes a los que tomaba medidas.
Margarita, tras ver pasar apresuradamente a una mujer con algo que le tapaba la cara, más bien la boca, pronunció el nombre de la señora Amparo, como preguntándose si era o no la que, dando saltitos, cruzó la calle. Amparo era una mujer melancólica que nunca pretendió engañar a su esposo. El, el marido, le llevaba veinte años y a pesar de ello, a menudo se le veía entrando y saliendo de su taller de sastre con jóvenes a los que tomaba medidas.
Pobre
Amparo, pobrecita, murió de tan mala manera..., suspiró Concha.
¿Qué
locura es esa?... Mira que decir que ha muerto. Ella vive. Es una
mujer desenvuelta, atrevida, eso sí... un poco descocada. Se cuenta
que está enamorada de un poeta. Y claro, el poeta le escribe cartas
con sonetos y rimas que hacen que se sienta hermosa.
Quien
confía en la palabra de un coplista termina creyendo que es bella.
Yo siempre he tenido miedo de los poetas, meten la bruma de la
intriga y la suposición en la sala, en la cocina, en el patio, en
el comedor, hasta en el dormitorio, en todas las habitaciones de la
casa. Los poetas tienen sentimientos endemoniados, se sienten casi
dioses, son gente enferma y diestra en disimular la tos de su alma.
Concha
insistió diciendo que Amparo había muerto, incluso recordó la
fecha del deceso. Esa insistencia provocó la ira de Margarita quien
dejó la bufanda de lana que estaba tejiendo sobre el sillón y se
acercó impulsivamente a la ventana.
El
viento continuaba su viaje aún con más ímpetu y mas hedor al otro
lado del cristal.
¡Pues
mírala! Está allí, frente a su casa.
Si
tú lo dices…Ya sabes que tengo los ojos muertos y la memoria sin
color.
Está
preparada para no ir a parte alguna. Lleva puesto su traje enterizo,
escotado, de apariencia azul-mar. Amparo siempre ha sido de salir
bien vestida. Mira, hasta lleva un abanico de sándalo. En casa
suele ponerse una de esas batas gruesas que usamos las mujeres cuando
tenemos catarro o fiebre, o cuando saben que sus maridos están en el
trabajo, y no esperan visita. Amparo apenas pone un pie en la acera
sorprende a los vecinos, la luz envolvente del sol estalla en su
blanca espalda y el viento levanta su enagua, como queriendo festejar
la vida... jajaja. Rie Margarita como queriendo festejar aquellas
ocurrencias poéticas.
A
su marido Manolito, el sastre de otros hombres, le gustaba vivir
rodeado de perros, eso la fastidiaba. Se sentía enojada con aquellos
animales flacos y tiñosos que iban corriendo con el alma afuera
tras los ladridos de los demás, y aún a sabiendas del significado
del mandamiento: ¡Chis a callar! , lo ignoraban tanto como ella.
Moisés,
el ovejero de los ojos atravesados por las nubes, solía tumbarse
sobre el piso quedándose quieto, cual figura de porcelana venida de
algún almacén de esos de los chinos que hay en Zafra, nada más
entrar a la derecha, y levantaba una de sus patas como quien ofrece
un saludo.
Manolito
mimaba a sus canes, a ella le daba los huesos pelados, es decir, una
conversación flaca, pálida, ojerosa, aunque a veces atenta y
considerada en alguna que otra frase. Por ejemplo: ¿Te has dado
cuenta, querida, que el clarinetista se ha calmado y deja dormir a
la vecindad por las noches?
Amparo,
harta de conversaciones banales y enfermizas terminó buscando el
amor en la cuerda floja de un funambulista.
En aquella ocasión, vestida
con un conjunto verde de corte clásico, y un mantoncillo estampado en flores azules sobre sus hombros, había ido durante varias
noches al circo para reír con los payasos que jugaban a resbalarse y
chocar entre ellos en una nube de niebla de talco. Los artistas de caras blancas y rojos labios, caían
y se volvían a levantar provocando carcajadas en aquel público
pueril, y en aquellas mujeres, de miradas que se prenden igual que la
llama de un viejo candil. El público aguardaba año tras
año, con una entrada en la mano, el inicio de la función como
quien espera un tren que ha de dar la vuelta entera al mundo
regresando al punto de partida en sesenta minutos.
Amparo
se divertía observando a los enanos disfrazados de gnomos, ¿o eran
liliputienses? Pero, al ver al funambulista arriba, allí tan arriba, como un arcángel dibujado en el aire, caminando sobre una cuerda y sin red alguna debajo, se encogió …
Se le olvidó respirar, y en ese preciso instante comenzó a
amarlo.