jueves, 19 de marzo de 2015

(Relato) TRAS LA VENTANA (segunda mirada)

El viento, disfrazado de un bochorno caliente y mustio, sopla con fuerza, baja de la calle Olivo y a veces gira hacia la calle Pepe Larrey otras en dirección a la plaza. Si alguien pasa lo hace cubriéndose con su propia sombra para guarecerse de aquella exhalación abrasadora que  casi obligaba a quedarse  en casa. Así piensa Concha, lo que ella no sabe, porque no ha abierto la ventana, es que no se trata del aire, ni del viento bochornoso lo que va y viene y sube y baja, sino de un hedor a podredumbre, a excremento, a orina y boñiga de cerdo que ha contaminado al aire y lo hace oler de esa forma tan vomitiva. Por todo el pueblo huele tan mal que nadie sale a la calle a no ser por algún chisme de urgencia.

Ni un alma por las calles, ni una sombra en la puerta de los bares de la plaza. Hasta las banderas del ayuntamiento se tapan una a otra enrollándose en un mástil que se tambalea nervioso. 
Margarita, tras ver pasar apresuradamente a una mujer con algo que le tapaba la cara, más bien la boca, pronunció el nombre de la señora Amparo, como preguntándose si era o no la que, dando saltitos, cruzó la calle. Amparo era una mujer melancólica que nunca pretendió engañar a su esposo. El, el marido, le llevaba veinte años y a pesar de ello, a menudo se le veía entrando y saliendo de su taller de sastre con jóvenes a los que tomaba medidas.
Pobre Amparo, pobrecita, murió de tan mala manera..., suspiró Concha.
¿Qué locura es esa?... Mira que decir que ha muerto. Ella vive. Es una mujer desenvuelta, atrevida, eso sí... un poco descocada. Se cuenta que está enamorada de un poeta. Y claro, el poeta le escribe cartas con sonetos y rimas que hacen que se sienta hermosa.

Quien confía en la palabra de un coplista termina creyendo que es bella. Yo siempre he tenido miedo de los poetas, meten la bruma de la intriga y la suposición en la sala, en la cocina, en el patio, en el comedor, hasta en el dormitorio, en todas las habitaciones de la casa. Los poetas tienen sentimientos endemoniados, se sienten casi dioses, son gente enferma y diestra en disimular la tos de su alma.
Concha insistió diciendo que Amparo había muerto, incluso recordó la fecha del deceso. Esa insistencia provocó la ira de Margarita quien dejó la bufanda de lana que estaba tejiendo sobre el sillón y se acercó impulsivamente a la ventana.
El viento continuaba su viaje aún con más ímpetu y mas hedor al otro lado del cristal.
¡Pues mírala! Está allí, frente a su casa.
Si tú lo dices…Ya sabes que tengo los ojos muertos y la memoria sin color.
Está preparada para no ir a parte alguna. Lleva puesto su traje enterizo, escotado, de apariencia azul-mar. Amparo siempre ha sido de salir bien vestida. Mira, hasta lleva un abanico de sándalo. En casa suele ponerse una de esas batas gruesas que usamos las mujeres cuando tenemos catarro o fiebre, o cuando saben que sus maridos están en el trabajo, y no esperan visita. Amparo apenas pone un pie en la acera sorprende a los vecinos, la luz envolvente del sol estalla en su blanca espalda y el viento levanta su enagua, como queriendo festejar la vida... jajaja. Rie Margarita como queriendo festejar aquellas ocurrencias poéticas.
A su marido Manolito, el sastre de otros hombres, le gustaba vivir rodeado de perros, eso la fastidiaba. Se sentía enojada con aquellos animales flacos y tiñosos que iban corriendo con el alma afuera tras los ladridos de los demás, y aún a sabiendas del significado del mandamiento: ¡Chis a callar! , lo ignoraban tanto como ella.
Moisés, el ovejero de los ojos atravesados por las nubes, solía tumbarse sobre el piso quedándose quieto, cual figura de porcelana venida de algún almacén de esos de los chinos que hay en Zafra, nada más entrar a la derecha, y levantaba una de sus patas como quien ofrece un saludo.

Manolito mimaba a sus canes, a ella le daba los huesos pelados, es decir, una conversación flaca, pálida, ojerosa, aunque a veces atenta y considerada en alguna que otra frase. Por ejemplo: ¿Te has dado cuenta, querida, que el clarinetista se ha calmado y deja dormir a la vecindad por las noches?

Amparo, harta de conversaciones banales y enfermizas terminó buscando el amor en la cuerda floja de un funambulista. 
En aquella ocasión, vestida con un conjunto verde de corte clásico, y un mantoncillo estampado en flores azules sobre sus hombros, había ido durante varias noches al circo para reír con los payasos que jugaban a resbalarse y chocar entre ellos en una nube de niebla de talco. Los artistas de caras blancas y rojos labios, caían y se volvían a levantar provocando carcajadas en aquel público pueril, y en aquellas mujeres, de miradas que se prenden  igual que la llama de un viejo candil. El público aguardaba año tras año, con una entrada en la mano, el inicio de la función como quien espera un tren que ha de dar la vuelta entera al mundo regresando al punto de partida en sesenta minutos.
Amparo se divertía observando a los enanos disfrazados de gnomos, ¿o eran liliputienses? Pero, al ver al funambulista arriba, allí tan arriba, como un arcángel dibujado en el aire, caminando sobre una cuerda y sin red alguna debajo, se encogió … Se le olvidó respirar, y en ese preciso instante comenzó a amarlo.