Amparo,
entornaba los ojos y miraba por el rabillo mientras rogaba al cielo
que no fuera a estrellarse contra la pista. Estaba segura que no
sucedería porque los ángeles guardianes están siempre observando y
vendían a su encuentro para detener la caída. Y también estaba
segura de que si sucediera, los payasos y bailarias lo llevarían
rápidamente a un lugar secreto entre las lonas, y así hacer creer
al público que formaba parte de un nuevo número de magia. No se le
ocurría otra forma de evitar un espectáculo inesperado para el
público que paga por una noche de entretenimiento, de magia y de
alegría y no de luto y desencanto. Amparo, como se suele decir,
estaba en todo... Quién sabe... Tal vez devolverían las entradas.
Comiéndose
las uñas, clavaba sus ojos en aquel hombre que se burlaba de la
muerte en las alturas, a pié de pista, los tambores redoblaban a
tragedia, a susto, a impresión repentina, al ruido que hacen los
cascos de caballos sobre el empedrado mojado de la calle en una
noche lluviosa.
Alguien
le susurró al oído que al funambulista no le importaría caerse al
suelo. Su existencia, en realidad, no era otra cosa sino una ficción,
un número más del espectáculo de un circo de tercera, una
actuación que solo aventajaba a la del enano liliputiense que
sacaba, del bolsillo de su pantalón, un centenar de salamandras y
las hacía bailar sobre un globo de cristal.
Comentaban
en el circo que el funambulista había perdido las ganas de vivir
desde que la gitana que echaba las cartas de amor le confesó, como a
un cliente más, durante una tarde de luceros parejos, que huiría
lejos del circo con Pepe, el brinquiño que se transformaba en águila
en el trapecio más alto y era, a la vez, el hombre bala que se
dejaba disparar noche si, noche no, sobre la cubierta de lona de la
pista central.
Amparo
se enamoró, y él no podía saberlo.
Su
amor era un amor de circo… Día tras día a su encuentro.
En
una ocasión, cuando las palomas echan a volar ruidosamente entre el
público, se acercó a él, temblando, desde la cabeza hasta los
pies, clavó su mirada en él y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Armando, así se llamaba, tenía la mirada apagada y las cejas
pintadas con carbón. Ella era la copia de una mujer aparecida detrás
del cristal de una ventana empañada por la niebla de la noche. En un
susurro le dijo que lo amaba, y le pidió que andara con cuidado, que
no se fuese a resbalar, que no pisara al falso aire porque era capaz
de tener agujeros invisibles por donde podía caerse.
El,
en otro susurro de dijo: Yo no moriré en la pista, sino en una
habitación con olor a cataplasmas de hojas de laurel, de flor de
anis y manzanilla silvestre. Agonizaré en un lecho por culpa de una
enfermedad que comienza por la letra “i” y termina por la letra
“o”, le confesó como si se tratase de una adivinanza que no
deseaba que Amparo acertara.
Pero...
Es que usted se arriesga tanto... Si, al menos, usara una red...
¿Quién
le mandó amarme?
La
noche del domingo fue triste para el pueblo, era la última, la
función final del gran espectáculo circense. Un gran aplauso coronó
la actuación de los payasos tristes, de la mujer “traga llamas”,
del hombre encantador de serpientes pitones y demonios de Tasmania,
del mago que guardaba debajo de su sombrero aves del paraíso y del
domador de tigres de listas azules y violáceas tatuadas en el lomo.
Al
día siguiente amaneció nublado, la gran carpa ya no estaba en
las eras del Cerro la Pina, sólo los ladrillos, faltos de cemento de
la redonda plaza de toro, fueron testigos del esfuerzo del sol por
hacerse presente, llegando poco a poco por la carretera de Llera,
cansado, como quien vine de vencer a las serpientes negras con las
que se alía la noche para evitar que soñemos con el paraíso.
.... Continuará en una nueva mirada...
.... Continuará en una nueva mirada...