lunes, 9 de noviembre de 2015

LA SEÑORA DE LOS JAZMINES. (En recuerdo a mi tía Micaela)



El tiempo es sordo, ni oye ni escucha a los aguaceros del silenciosos, ni al aire envolviéndose de nada en esquinas vacía o llenando rincones de papelitos y envolturas de caramelos que fueron azúcar. 
La noche, brotada en trigos amarillos de tanto verde pasado, viene con sus cenizas de sangre, vestida de vientos que apresan besos perdidos de enamorados y amantes tristes y soñadores del perfume del jazmín. El jazmín, flor insuficiente, insignificante, pequeña de corona blanca como la sábana del ajuar de la novia. Son las estrellas blancas en el cielo verde y fresco de patio de Micaela.

Micaela, llora agua en un tazón blanco, el puñado de flores sale del fondo del bolsillo fresco del oscuro delantal, se convertirán en barcos de velas blancas anclados al agua del pequeño mar dulce del tazón.

Micaela repite cada mañana de primavera -y cada tarde de verano- el mismo ritual: recoge las estrellas blancas del cielo verde del patio, que la sombra de la luna visita cada noche para preñar de nieve el palio verdoso que el aire mece a cada momento con soplos suaves, como quien sopla para apaga el triste pábilo de la vela. Antonio descansa, apoya su barbilla sobre los nudillos de los dedos de sus manos, éstas descansan abrazando el redondo puño del bastón. Recuerda, posiblemente, otros soplos menos amables, quizás el de las balas silenciosas y cargadas de sangre que le amenazaron cuando –engañado- fue nombrado alcalde del pueblo… alcalde comunista en tiempos de guerra civil. Autoridad que huía saltando tapias y tapándose con las hojas caídas entre los chopos de las alamedas. Pobre tío Antonio, pobre Micaela.

Los jazmines siempre huelen a pasado, ella, -llorosa- se refugia en el recuerdo de la sobrina que murió joven, en la memoria de algún cuñado que huyó a Francia, en la esperanza de tener en su vecindad patios con jazmines más pequeños y con menos olor que los suyos. Sus cuñadas, Estrella, Matilde, Canita, estan siempre prisioneras en sus labios, son los nombres que todos los días se hacen  mariposillas que aletean en su imaginación. 
Flores ensimismadas que no son escuchadas, lamento blanco y furtivo de olor a puesta del sol. Micaela, la señora de los jazmines, sueña con los hijos que las uvas de la vida no le dieron. Ella y Antonio, condenados a ser una familia tan silenciosa como el sol cuando nace cada mañana en la cuna fría del horizonte. El, un padre que brota trigos, ella, una madre que cuida las estrellas blancas de un cielo verde. Nada más. Una historia de encuentros de amor que se fue fundiendo en la fragua del tiempo.

Hoy en mi memoria un sentimiento, un recuerdo y el canto revivido de un lamento de seda que pasa como una sombra por la memoria, fugaz olor, perfume que se deja caer en el tazón blanco del puñado de jazmines que mañana cambian su blanco por un color roto y gastado de tanto olor.

¡Ahora, vamos Sombra, ayúdame con tus desdichas! ¡Ea!, sea lo que Dios quiera... Y una estampa de la Virgen de la Cruz se deja ver reclinada  entre dos vasos de la alacena. Antonio da un traspié al cruzar el umbral, no le da importancia aunque sabe que va perdiendo vista, y mirando entre la penumbra descubre a Micaela sentada en una silla baja, de las que tienen el respaldo de palillos de madera y el asiento de anea, le dice: 
-¿Qué pasa madrecita?
¿Por qué esa dolorosa tristeza?
-No es nada- Responde.

Gime Micaela, saca del bolsillo del delantal negro un pañuelo blanco, y con disimulo seca una lágrima a la vez que se suena la nariz. Se levanta y va hacia su cielo verde cuajado de estrellas blancas. Micaela, la señora de los jazmines, una vez más se deja acariciar por esa sensación de tristeza, de la que se siente más madre que compañera. Ella, flor de la canela, se hace ante los demás tan insignificante como el blanco jazmín. 
El niño de los vecinos se va cantando, deja atrás el aro de hierro que traía rodando calle Nueva abajo. El agua de la rivera lame la cintura de las huertas, el carro de Fulgencio “El Pajarero” da tumbos por el camino que serpentea a lo largo de los huertos. Antonio charla con su cuñado, Micaela, con su pañuelo negro anudado al cuello, se sujeta entre vaivén y vaivén  y reprime la intención de extender la mano y coger alguna breva al pasar por debajo de la higuera de la huerta de Gregoria.

Ella con las ropas acañutadas en ristre, casi no se deja ver, su presencia es como la del huidizo jilguero. Le gusta imaginar un porvenir plagado de flores y cantos, de cuadernos cuajados con palabras olorosas, con ciudades encantadas, el gustaba escuchar a su sobrinas Luisa y Emilia eran las que le habían contado lo hermoso que era el Parque de Maria Luisa de Sevilla, lo imponente de la fuente y las torres de la Plaza de España… Ella en una ocasión estuvo en la plaza de toros de Zafra…El carro vadea el agua, domando vientos y brisas calientes que van y vienen entre mimbres y zarzas. Baja del carro, con afán y prisas acomoda  la ropa y sigue la estrella que deja el reflejo del sol en el agua, cruza  la rivera que  baja sembrada de perlas de agua  y llega lenta y temerosa, como la huella de los antepasados perdidos, rodando entre las piedras gastadas del recuerdo y los sentimientos.

Nunca supo que más allá de la luz fecunda está la calma de la sombra, siempre ambicionó la primera y el destino quiso que llegara a la segunda sin experimentar la cegazón en los ojos de la fecunda luz, se dejó guiar por ese rayo del cielo brotado de entre nubes encanecidas, se dejó los pájaros dormidos y las flores llorosas en el fondo oscuro y fresco del bolsillo de su delantal.

La luz del alba comienza a pregonar:
– ¡Se levanta el día!.

En la casa no se desperezan niños peinados, que presurosos caminan hacia los pupitres y los pizarrones del colegio. La noche, como cada mañana, vuelve a dejar su olor a jazmín marchito ese que se hunden en el agua del dulce mar del tazón blanco.
Antonio ha madrugado y llega brindando caricias de cuerpo entumecido, lloroso de ojos, como todas las mañanas… 
-¿Por qué, mi Antonio?,
¡Qué castigo del cielo!
No entiende que sólo fue un suspiro de niño bueno, un lucero perdido más acá del firmamento.
Se durmió…Se durmió como el blanco del jazmín antes de nacer y ser flor en el momento en el que se rompe la noche. Se fue entre suspiros, entre los gritos callados de aves y aguas, se marchó hacia otros soles de besos suaves, a disipar las brumas que la loca luna deja caer al jazmín cada noche.

Micaela, la señora de los jazmines y de los ojos mansos, sentada en su silla baja, rezando disimuladamente, para que Antonio -ateo convencido- no se de cuenta, a la virgen de la Cruz de la estampa reclinada entre dos vasos de la alacena. Repitiendo cada día la liturgia de recoger los jazmines y convertirlos en barcos de velas blancas que, anclados en el agua dulce del tazón, dejan escapar su olor para que tizne los sueños y los recuerdos de Micaela. Buena mujer, señora de los jazmines y los ojos mansos.


ESTE RECUERDO A LA TIA MICAELA -ADEMÁS DE A SU MEMORIA- LO QUIERO DEDICAR CON ESPECIAL CARIÑO A LOLE RODRIGUEZ DIEZ EN AGRADECIMIENTO POR FACILITARME LA FOTO DE "LA SEÑORA DE LOS JAZMINES". GRACIAS.