domingo, 17 de enero de 2016

AZUL, COMO LAS TARDES DE VERANO.

    De este relato ha surgido el que se publicara en la revista de la Asociación de Pacientes Cardíacos de Córdoba, "Aspacacor", con la que colaboro un año más cediendo uno de mis relatos. Agradecidos a ellos por estar ahí -como ángeles de la guarda-  cuidando de muchos enfermos y sus familias, facilitando siempre que la dolencia cardíaca sea más llevadera y velando por el bienestar e intereses de los enfermos. Gracias


     Amanecía, y amanecía tan despacio que las últimas estrellas se olvidaron de recoger sus brillos en la cajita mágica de los destellos. La pereza del nuevo día se dejaba notar por las calles del pueblo; el vecindario estaba cansado, como si en la noche anterior los cohetes y la música se hubiesen aliado para rendir a paisanos y forasteros… ¡Que fiesta la de la noche anterior!... Los fuegos artificiales,  después de la última rifa,  como ya es costumbre empezaron casi de madrugada, las pujas por las bandejas de dulces, por la macetas, por lo pimientos de asar, y cien ofrendas más ocupaban mucho mucho tiempo, y encima “El Boni” pregonado y dirigiendo las pujas ponía en valor el viejo arte de saber vender… ""Una bandeja de Perrunillas caseras, donadas por Granada Candalija, sale por 6€. A la una… 10€. Pero vale más. A las dos… 15€. Pero vale mucho más. A las tres… Por 20€ las perrunillas son para Valentina Sánchez"".
     Las farolas de la carretera de la estación aún están encendidas, respiraban con dificultad, la claridad de la mañana las asfixia y el horizonte se tizna de una luz dorada recién nacida que despacio se ensancha haciéndose grande y clara.
     Las puertas de las casas permanecen cerradas, tras las persianas de ventanas y azoteas aún no se adivinan las miradas curiosas que todos los días paren desperezarse con el primer atisbo de luz, son miradas guardianas de las vidas ajenas que, luego en la tienda o en el mercado cumplen su papel de fieles informadores, narran con detalles quien o quienes van y vienen, que llevan y que traen, quien va al consultorio y quien a la farmacia… O quien sale de alguna casa que no es la suya.
     De vez en cuando una brisa fresca mueve los papeles, envoltorios y bolsitas de plástico brillantes que por el suelo  parecen jugar a amontonarse al filo de las aceras, una nueva brisa, otro soplo de aire y nuevamente se esparcen calle abajo, así una vez y otra hasta que encuentran un rincón y quedan atrapas en un sueño confortable hasta que llegaba la escoba del barrendero o barrendera, según tocara en el empleo comunitario gestionado por el ayuntamiento.
      A tiro de piedra se estaba a las afueras del pueblo,  allí el día madrugaba más, de los olivos de Los Matorrales comenzaba a manar la sombra fresca, las jaras se habían lavado con el invisible rocío del final del verano y lanzaban destellos plateados y verdes, más allá, por la carretera del cementerio, se mezclaba el silencio del rastrojo con el canturreo de un bando de jilgueros y el bronco ladrido de algún perro guardián.
     Viniendo por el camino de las huertas el verde de los guindos y cerezos y el azul casi añil del horizonte de la ribera, parecen transformarse en una ola dulce nacida del sudor de un imaginario mar que rebosaba espumas blancas y caracolas de cristal… Eran las fachadas y ventanales de las casas del pueblo, dónde  las calles continúan silenciosas, tan mudas y tan sordas que ni los quiquiriquí de los gallos  consiguen alterar su letargo mañanero.
     La tranquilidad tenía los minutos contados porque Rafalín, niño soñador y parlanchín como pocos, bajaba por la calle Olivo, pero no como todos los días cuando llegaba hasta la plaza después de conversar con el silencio del amanecer y mirar boquiabierto el entretenido juego de los papeles y el aire por las esquinas. No venía de asustar al bando de jilgueros comilones de espinos blancos, ni de hacer ladrar al viejo mastín y guardián del rebaño del Pindo. Rafalín no venía soñando con un día más de fiesta ni con una noche de música y pasodobles para que bailen los mayores y sienta envidia la luna que solo tiene cara y es del color de la cera. Rafalín bajaba en la ambulancia calle abajo. El conductor decidió, al objeto de no poner nervioso al vecindario, no activar la sirena ni las luces, sabía que no se encontraría ni con coches ni vecino alguno, el pueblo estaba dormido.  Era el día del Cristo, y es que la enfermedad no entiende de santos patrones ni festivos. La mañana olía a herbolario y a rebotica, a claveles y a soledad, a pachulí,  a jornalero y hortelano con traje de domingo  sentados en un velador en la plaza, en la puerta del bar de La campanera. Los días del  Cristo, por la noche, es cuando bajan los ángeles del cielo vestidos de muchachas y se sientan en cualquier tejado para escuchar, desde lo alto, de la voz amarga y acartonada de los más mayores, los acontecimientos, muertes y nacimientos, celebraciones y chascarrillos que sucedieron en el pueblo. La luna de plata, con su abanico celeste, es testigo mudo de cuanto acontece, y de cómo a algunos se les abre el corazón cuando escuchan su historia contada por otros labios, y hasta el alma se les llueve de un vino áspero y turbio que les seca la garganta y le pone tacto de lija. Los ángeles no dejan de ser hombres de pueblo,  jóvenes de pueblo, niños de peonza y antiguo corro de la patata.
      Rafalín escucha, sin entender nada, la conversación entre el enfermero y el médico, se miran nerviosos, conscientes que en esta ocasión no será como en otras… El corazón diminuto de Rafalín era a cada latido más débil y más pequeño,  mientras él sonríe y  mira emocionado a su madre que le coge de las manos mientras que intenta guardar el equilibrio entre curva y curva, entre pensamiento y presentimiento, entre lágrima invisible y callados suspiros que duelen como crueles temores, como espinas clavadas en la sien de un Cristo que saldrá en procesión y no podrá acompañar.
     Todos en el pueblo saben que Rafalín es un niño especial, nació con apenas siete meses de gestación y al parecer esa era la causa de tener un corazón de arco iris. A los padres le habían dicho que era un milagro que pudiera hacer  una vida “casi normal”, si por normal entendemos tener constantes ingresos hospitalarios y, en la cartera del colegio en vez de un plumier de lápices de colores, un plumier donde guardaba pastillas de todos los colores y tamaños, plumier que se llenaba de pastillas cuando su padre, jornalero agrícola, tenía trabajo o cobraba el subsidio por desempleo, cuando no era así el plumier si se llenaba era un milagro  de la providencia divina. Hasta que murió era el abuelo, con la complicidad del médico, quien se encargaba de conseguir la medicación. Unos decían que su corazón era demasiado grande para su endeble cuerpo, otro todo lo contrario, que su corazón era tan diminuto como la semilla de la pimienta. Ni unos ni otros tenían razón. La dolencia del pequeño, dijeron los médicos especialistas que no tenía causas claras. Sin embargo, se podía asociar a distintas variantes: a un posible consumo excesivo de alcohol durante el embarazo, a la rubeola materna, a una nutrición deficiente durante la gestación,  al consumo de medicamentos para controlar las convulsiones y diabetes. Su madre, toda la vida en el pueblo, nunca tuvo claro a que cusa culpar de la enfermedad de su hijo. Se culpaba a ella sufriendo aquella penitencia en silencio, silencio que le ata no solo las manos sino la mirada y los sentimientos. “Tetralogía de Fallot”,  ese era el difícil nombre de la enfermedad de Rafalín, nombre que a María le costaba  recordar y que Andrés, su padre, nunca se atrevió a pronunciar.  Cada jueves, día de mercadillo, muy de temprano, Rafalín enfila sus pasos hacia la calle La Fuente, espera  las furgonetas de los hombres altos y negros, los que después de cruzar el mar en noches y días de agonía y silencios, aún conservan el olor a sal y el chillido de las gaviotas pegado a sus cuerpos. A veces, cuando se descuidan o están ordenando sobre sus esterillas lo collares y pulseras que van a vender, Rafalín busca alguna ola entre las cajas de abalorios y cinturones de falsa piel… El mar es verde y azul y grande y lleno de encajes de sábanas de ajuar de novia guapa, le había oído decir a su madre. Sabe que el mar viene prendido en las manos  y en los ojos de aquellos emigrantes, y cuando no lo ven aspira fuerte fuerte  la brisa y el olor que sólo él parece apreciar, es como si le robase a la mañana un soplo de aire salobre y marinero, después se hunde calle abajo con su pequeño tesoro fondeado en el pecho y la alegría repicando la campanilla de su corazón.
     - Dile al conductor que acelere y que ponga las luces y la sirena.  Ordenó el médico al enfermero.
María, su madre, miro nerviosa al enfermero y después al médico. Apretó las manos de Rafalín  y apenas sintió respuesta. Las espinas de la corona del Cristo se le clavaron en el pecho, como otras veces se encomendó a Él.
     -¿Estos episodios le ocurren con frecuencia? Preguntó el médico, que estaba por primera vez de guardia en el ambulatorio del pueblo, mirando a María.
     - En el último mes tres veces. Contestó el enfermero, que como era vecino del pueblo, conocía al dedillo la historia del pequeño. Así evitó que María se angustiara aún más.
     - Este niño debía vivir más cerca del hospital. Si lo episodios son tan frecuentes… no sé, no sé… Estos enfermos pueden tener anemia, endocarditis infecciosa, infección de las válvulas del corazón, embolismos, problemas de coagulación, infartos cerebrales. Dijo el médico casi murmurando al oído del enfermero.
     - No se atreven a operarlo. Creo que además de  la “Tetralogía de Fallot” tiene alguna otra dolencia que complica el  tratamiento. Se tardó bastante tiempo en diagnosticar su enfermedad. Vivir en un pueblo y no disponer de suficientes recursos, sin duda, es una complicación para casos así, lo cierto es que se fue dejando  dejando y el tiempo se encargó de ir complicando su salud. Contestó el enfermero también en voz muy baja.
     Ha pasado casi un año, cada mes dos o tres viajes en ambulancia, cada vez más largos, cada vez más interminable. Tras varios días de hospitalización volvía el resuello, y con él la preocupación de los cardiólogos se desvanecía hasta la próxima crisis. Los padres del chavalín, con el miedo corriendo por sus venas, y dándolo todo por su bienestar, decidieron dar un tijeretazo a la distancia y con la ayuda de un familiar consiguieron una vivienda en una barriada cercana a la ciudad. Vivirían más cerca del hospital y así ese constante miedo se desvaneciera y pudieran todos ser algo más felices.           Hoy, como hace casi un año, el amanecer es perezoso, y Rafalín se siente aprisionado contra el alquitrán de las calles, ni la libertad de las nubes blancas rodando por el azul del cielo, ni la alegría de los jilgueros comedores de espinos estaban junto a él al salir el sol. A Rafalín lo que más le extrañó al descubrir la ciudad no fueron los altos edificios, ni las anchas avenidas chispeantes de coches con prisas, ni tan siquiera el cambiante color de los letreros luminosos, contra todo esto estaba preparado porque alguna vez lo había visto en una excursión del colegio, lo que realmente le sorprendió fue aquel barrio a las afueras, sus casas eran de tablas mezcladas con trozos de hojalata. Contra aquellas calles desempedradas en las que no había aceras, ni alcantarillas, ni rejas en las ventanas, no le habían aleccionado.
     De la furgoneta descargaron las cuatro sillas, la mesa camilla, el colchón -con su funda de listas blancas y rojas- y unos tiestos con geranios. A su madre se le nubló la mirada cuando la mano del conductor saludó y dijo adiós por la ventanilla, le temblaron los labios pero no lloró, fue cuando vio la cocina de butano esquinada en la única sala de aquello que más que una casa parecía una chabola, cuando las lágrimas le rebosaron por el borde de los parpados. El padre, Andrés, seguramente para consolarla, aseguró que pronto saldrían de allí. Con el tiempo aquella promesa se olvidó.
Rafalín nunca quiso acostumbrarse a la ciudad ni al barrio de casas de chapa y cartón, prefería el pasillo de la segunda planta del hospital, el rellano de los ascensores y la escalera donde se escondían algunos padres para fumar. Ahora sabía que cuando su corazón se volviese agua o amenazara con ser estrella fugaz, estaría cerca de sus ángeles de la guarda, la ambulancia tardaría menos, incluso podría ir en taxi.
     Kiko estuvo atado tres días a una estaca, Rafalín lo sujetó con aquella corbata azul con puntitos blancos que su padre nunca usó, no quiso soltarlo antes por temor a que se escapara. Su madre se enfadó mucho cuando le vio llegar con el perro,  y enseguida dijo que no lo quería allí, que lo soltara. El padre en cambio, sentenció que un chucho es siempre necesario en una casa, porque asusta a los ladrones y anuncia con sus aullidos cuando ronda cerca la mala suerte. Rafalín añadió que Kiko tenía, además, pinta de perro policía…
     El perro parecía listo, y aquella corbata de lunarillos, con la que estaba amarrado a la estaca, le daba un cierto toque elegante. A los tres días sabía ladrar a los desconocidos, a los cinco era capaz de traer los palitos que Rafalín le lanzaba tan lejos como podía. 
     El día comenzaba con colores vivos, la mañana era como una fruta fresca que tenía que madurar. En la ciudad la luz, aun siendo mortecina de por vida, luchaba por recuperar antiguos brillos. Los árboles, esqueléticos y enfermizos, cada vez que una leve brisa soplaba entre sus ramas, sonreían agradecidos. Los semáforos, ojos tricolores de las esquinas, parecían perezosos, y esta mañana, sólo tenían un color que incansablemente advertía peligro. Los edificios continuaban tan altos como el primer día que Rafalín los contempló boquiabierto; sus ventanas no dejaban ver el cielo, solo lo reflejaban, sus esquinas afiliadas parecían estar al acecho, sus cabellos eran cientos de tubos de antenas de televisión y radio, parecían desafiar a las nubes y jugaban a enredarlas y convertirlas en nubes de tormenta. La mano de María nuevamente sujetaba las de Rafalín, nuevamente intentaba detener sus lágrimas a la vez que guardar el equilibrio en cada curva. Como de costumbre Rafalín le sonrió e intentó abrir más los ojos y guardar para siempre la cara de su madre como si fuera un retrato,  pero no pudo más. A María las espinas de la corona del Cristo le atravesaban el alma, ya no era un temor ni un presentimiento era una oración que no terminaría en Amen. El niño no pudo sujetar su cuerpo a la dura camilla de la ambulancia. Por un instante sus brazos se hicieron alas, Kiko le seguía fiel a corta distancia. Rafalín corría y corría y los pies no le dolían, estaban casi fundidos a la lona de sus zapatillas, en un tris tras habían llegado a las afuera de la ciudad. Decidió descansar al filo del hilo azul y gris de la carretera. Se detuvo y fue a tenderse sobre los margaritos que crecían al borde de la cuneta. El campo estaba hermoso a pesar del ruido y el humo que dejaban tras de sí los coches y los camiones. Se quedó dormido, Kiko a su lado jadeaba y estirazaba las patas traseras.
     Al despertar no tuvo necesidad de abrir los ojos. Miró al horizonte y no pudo ver la torre de la iglesia, pensó que el pueblo debía estar muy lejos cuando aún no se distinguía. Para la ciudad, de donde había escapado, ni siquiera miró. Kiko, como el mejor de los amigos, seguía a su lado, enfadándose y ladrando a los coches, era un buen perro con pinta de perro policía. Después de una buena caminata, un ruido estrepitoso, que sonaba a cafetera vieja, se paró detrás de él, extrañado y un poco asustado, volvió la vista, era la misma furgoneta que un año atrás le había llevado a la ciudad,          Rafalín respiró hondamente como queriendo encontrar consuelo en aquel pasado que se hacía presente y futuro a la vez.
     La torre de la iglesia estaba lejos, pero ya podía verse de cuando en cuando, aparecía y desaparecía entre los cerros, entre los olivos, entre las encinas. El blanco de las casas y el rojo brillante de los tejados parecían una bandera de feria que se acercaba y se acercaba. Rafalín pensaba en el abuelo: “¿Qué dirá cuando me vea?, ¿me conocerá?... Sí, estoy seguro que se acuerda de mí”. A través de la ventana del camión el cielo se recortaba azul azul sobre el rastrojo amarillo y el verde frescor de alamedas de chopos a la orilla de la rivera. Nuevamente Rafalín respiró profundamente. Su corazón latía cada vez con más prisa y no sentía dolor, era como un tren que corre y corre  hasta llegar a su estación.
     - ¡Ya estamos! Dijo la voz aguardentosa del conductor mientras chirriaba el freno de mano.
     Nuevamente un ladrido de Kiko le hizo caer en la cuenta que no estaba solo.
     Encaminó sus pasos calle arriba,  pasó por el atrio de la iglesia, más adelante la panadería de Eustaquio y la casa de la tía Rosa, que cuidó del abuelo hasta que se vino al cielo. El solar del viejo cementerio convertido en olivar y la pequeña ermita de la Virgen de la Cruz, un poco más adelante la casa, con su parra rodeada de avispas zumbonas, el jazmín con sus mariposas blancas como copos de nieve, los tiestos de claveles rojos, y en una silla, a la sombra, con su gorra de campesino viejo el abuelo, esperando impaciente, alertado sin duda, por los ladridos de Kiko.

     Rafalín es un niño alegre, que un día decidió llamarse “Azul” como las tardes de verano.