De este relato ha surgido el que se publicara en la revista de la Asociación de Pacientes Cardíacos de Córdoba, "Aspacacor", con la que colaboro un año más cediendo uno de mis relatos. Agradecidos a ellos por estar ahí -como ángeles de la guarda- cuidando de muchos enfermos y sus familias, facilitando siempre que la dolencia cardíaca sea más llevadera y velando por el bienestar e intereses de los enfermos. Gracias
Amanecía, y amanecía tan despacio que las últimas estrellas se olvidaron de recoger sus brillos en la cajita mágica de los destellos. La pereza del nuevo día se dejaba notar por las calles del pueblo; el vecindario estaba cansado, como si en la noche anterior los cohetes y la música se hubiesen aliado para rendir a paisanos y forasteros… ¡Que fiesta la de la noche anterior!... Los fuegos artificiales, después de la última rifa, como ya es costumbre empezaron casi de madrugada, las pujas por las bandejas de dulces, por la macetas, por lo pimientos de asar, y cien ofrendas más ocupaban mucho mucho tiempo, y encima “El Boni” pregonado y dirigiendo las pujas ponía en valor el viejo arte de saber vender… ""Una bandeja de Perrunillas caseras, donadas por Granada Candalija, sale por 6€. A la una… 10€. Pero vale más. A las dos… 15€. Pero vale mucho más. A las tres… Por 20€ las perrunillas son para Valentina Sánchez"".
Las farolas
de la carretera de la estación aún están encendidas, respiraban con dificultad,
la claridad de la mañana las asfixia y el horizonte se tizna de una luz dorada
recién nacida que despacio se ensancha haciéndose grande y clara.
Las puertas
de las casas permanecen cerradas, tras las persianas de ventanas y azoteas aún
no se adivinan las miradas curiosas que todos los días paren desperezarse con
el primer atisbo de luz, son miradas guardianas de las vidas ajenas que, luego
en la tienda o en el mercado cumplen su papel de fieles informadores, narran
con detalles quien o quienes van y vienen, que llevan y que traen, quien va al
consultorio y quien a la farmacia… O quien sale de alguna casa que no es la
suya.
De vez en
cuando una brisa fresca mueve los papeles, envoltorios y bolsitas de plástico
brillantes que por el suelo parecen
jugar a amontonarse al filo de las aceras, una nueva brisa, otro soplo de aire
y nuevamente se esparcen calle abajo, así una vez y otra hasta que encuentran
un rincón y quedan atrapas en un sueño confortable hasta que llegaba la escoba
del barrendero o barrendera, según tocara en el empleo comunitario gestionado
por el ayuntamiento.
A tiro de
piedra se estaba a las afueras del pueblo, allí el día madrugaba más, de los olivos de
Los Matorrales comenzaba a manar la sombra fresca, las jaras se habían lavado
con el invisible rocío del final del verano y lanzaban destellos plateados y
verdes, más allá, por la carretera del cementerio, se mezclaba el silencio del
rastrojo con el canturreo de un bando de jilgueros y el bronco ladrido de algún
perro guardián.
Viniendo por
el camino de las huertas el verde de los guindos y cerezos y el azul casi añil
del horizonte de la ribera, parecen transformarse en una ola dulce nacida del
sudor de un imaginario mar que rebosaba espumas blancas y caracolas de cristal…
Eran las fachadas y ventanales de las casas del pueblo, dónde las calles continúan silenciosas, tan mudas y
tan sordas que ni los quiquiriquí de los gallos consiguen alterar su letargo mañanero.
La
tranquilidad tenía los minutos contados porque Rafalín, niño soñador y
parlanchín como pocos, bajaba por la calle Olivo, pero no como todos los días
cuando llegaba hasta la plaza después de conversar con el silencio del amanecer
y mirar boquiabierto el entretenido juego de los papeles y el aire por las
esquinas. No venía de asustar al bando de jilgueros comilones de espinos
blancos, ni de hacer ladrar al viejo mastín y guardián del rebaño del Pindo.
Rafalín no venía soñando con un día más de fiesta ni con una noche de música y
pasodobles para que bailen los mayores y sienta envidia la luna que solo tiene
cara y es del color de la cera. Rafalín bajaba en la ambulancia calle abajo. El
conductor decidió, al objeto de no poner nervioso al vecindario, no activar la
sirena ni las luces, sabía que no se encontraría ni con coches ni vecino
alguno, el pueblo estaba dormido. Era el
día del Cristo, y es que la enfermedad no entiende de santos patrones ni
festivos. La mañana olía a herbolario y a rebotica, a claveles y a soledad, a
pachulí, a jornalero y hortelano con
traje de domingo sentados en un velador
en la plaza, en la puerta del bar de La campanera. Los días del Cristo, por la noche, es cuando bajan los
ángeles del cielo vestidos de muchachas y se sientan en cualquier tejado para
escuchar, desde lo alto, de la voz amarga y acartonada de los más mayores, los
acontecimientos, muertes y nacimientos, celebraciones y chascarrillos que
sucedieron en el pueblo. La luna de plata, con su abanico celeste, es testigo
mudo de cuanto acontece, y de cómo a algunos se les abre el corazón cuando
escuchan su historia contada por otros labios, y hasta el alma se les llueve de
un vino áspero y turbio que les seca la garganta y le pone tacto de lija. Los
ángeles no dejan de ser hombres de pueblo,
jóvenes de pueblo, niños de peonza y antiguo corro de la patata.
Rafalín escucha, sin entender nada, la
conversación entre el enfermero y el médico, se miran nerviosos, conscientes
que en esta ocasión no será como en otras… El corazón diminuto de Rafalín era a
cada latido más débil y más pequeño, mientras él sonríe y mira emocionado a su madre que le coge de las
manos mientras que intenta guardar el equilibrio entre curva y curva, entre
pensamiento y presentimiento, entre lágrima invisible y callados suspiros que
duelen como crueles temores, como espinas clavadas en la sien de un Cristo que
saldrá en procesión y no podrá acompañar.
Todos en el
pueblo saben que Rafalín es un niño especial, nació con apenas siete meses de
gestación y al parecer esa era la causa de tener un corazón de arco iris. A los
padres le habían dicho que era un milagro que pudiera hacer una vida “casi normal”, si por normal
entendemos tener constantes ingresos hospitalarios y, en la cartera del colegio
en vez de un plumier de lápices de colores, un plumier donde guardaba pastillas
de todos los colores y tamaños, plumier que se llenaba de pastillas cuando su
padre, jornalero agrícola, tenía trabajo o cobraba el subsidio por desempleo,
cuando no era así el plumier si se llenaba era un milagro de la providencia divina. Hasta que murió era
el abuelo, con la complicidad del médico, quien se encargaba de conseguir la
medicación. Unos decían que su corazón era demasiado grande para su endeble
cuerpo, otro todo lo contrario, que su corazón era tan diminuto como la semilla
de la pimienta. Ni unos ni otros tenían razón. La dolencia del pequeño, dijeron
los médicos especialistas que no tenía causas claras. Sin embargo, se podía
asociar a distintas variantes: a un posible consumo excesivo de alcohol durante
el embarazo, a la rubeola materna, a una nutrición deficiente durante la
gestación, al consumo de medicamentos
para controlar las convulsiones y diabetes. Su madre, toda la vida en el pueblo,
nunca tuvo claro a que cusa culpar de la enfermedad de su hijo. Se culpaba a
ella sufriendo aquella penitencia en silencio, silencio que le ata no solo las
manos sino la mirada y los sentimientos. “Tetralogía de Fallot”, ese era el difícil nombre de la enfermedad de
Rafalín, nombre que a María le costaba
recordar y que Andrés, su padre, nunca se atrevió a pronunciar. Cada jueves, día de mercadillo, muy de
temprano, Rafalín enfila sus pasos hacia la calle La Fuente, espera las furgonetas de los hombres altos y negros,
los que después de cruzar el mar en noches y días de agonía y silencios, aún
conservan el olor a sal y el chillido de las gaviotas pegado a sus cuerpos. A
veces, cuando se descuidan o están ordenando sobre sus esterillas lo collares y
pulseras que van a vender, Rafalín busca alguna ola entre las cajas de abalorios
y cinturones de falsa piel… El mar es verde y azul y grande y lleno de encajes
de sábanas de ajuar de novia guapa, le había oído decir a su madre. Sabe que el
mar viene prendido en las manos y en los
ojos de aquellos emigrantes, y cuando no lo ven aspira fuerte fuerte la brisa y el olor que sólo él parece
apreciar, es como si le robase a la mañana un soplo de aire salobre y marinero,
después se hunde calle abajo con su pequeño tesoro fondeado en el pecho y la
alegría repicando la campanilla de su corazón.
- Dile
al conductor que acelere y que ponga las luces y la sirena. Ordenó el médico al enfermero.
María, su madre, miro nerviosa al
enfermero y después al médico. Apretó las manos de Rafalín y apenas sintió respuesta. Las espinas de la
corona del Cristo se le clavaron en el pecho, como otras veces se encomendó a Él.
-¿Estos episodios le ocurren con
frecuencia? Preguntó el médico, que estaba por primera vez de guardia en el
ambulatorio del pueblo, mirando a María.
- En el último mes tres veces. Contestó
el enfermero, que como era vecino del pueblo, conocía al dedillo la historia
del pequeño. Así evitó que María se angustiara aún más.
- Este niño debía vivir más cerca
del hospital. Si lo episodios son tan frecuentes… no sé, no sé… Estos enfermos
pueden tener anemia, endocarditis infecciosa, infección de las válvulas del
corazón, embolismos, problemas de coagulación, infartos cerebrales. Dijo el médico
casi murmurando al oído del enfermero.
- No se atreven a operarlo. Creo que
además de la “Tetralogía de Fallot”
tiene alguna otra dolencia que complica el
tratamiento. Se tardó bastante tiempo en diagnosticar su enfermedad.
Vivir en un pueblo y no disponer de suficientes recursos, sin duda, es una
complicación para casos así, lo cierto es que se fue dejando dejando y el tiempo se encargó de ir
complicando su salud. Contestó el enfermero también en voz muy baja.
Ha pasado
casi un año, cada mes dos o tres viajes en ambulancia, cada vez más largos,
cada vez más interminable. Tras varios días de hospitalización volvía el
resuello, y con él la preocupación de los cardiólogos se desvanecía hasta la próxima
crisis. Los padres del chavalín, con el miedo corriendo por sus venas, y
dándolo todo por su bienestar, decidieron dar un tijeretazo a la distancia y con
la ayuda de un familiar consiguieron una vivienda en una barriada cercana a la
ciudad. Vivirían más cerca del hospital y así ese constante miedo se
desvaneciera y pudieran todos ser algo más felices. Hoy, como hace casi un año,
el amanecer es perezoso, y Rafalín se siente aprisionado contra el alquitrán de
las calles, ni la libertad de las nubes blancas rodando por el azul del cielo,
ni la alegría de los jilgueros comedores de espinos estaban junto a él al salir
el sol. A Rafalín lo que más le extrañó al descubrir la ciudad no fueron los
altos edificios, ni las anchas avenidas chispeantes de coches con prisas, ni
tan siquiera el cambiante color de los letreros luminosos, contra todo esto
estaba preparado porque alguna vez lo había visto en una excursión del colegio,
lo que realmente le sorprendió fue aquel barrio a las afueras, sus casas eran de
tablas mezcladas con trozos de hojalata. Contra aquellas calles desempedradas
en las que no había aceras, ni alcantarillas, ni rejas en las ventanas, no le
habían aleccionado.
De la
furgoneta descargaron las cuatro sillas, la mesa camilla, el colchón -con su
funda de listas blancas y rojas- y unos tiestos con geranios. A su madre se le
nubló la mirada cuando la mano del conductor saludó y dijo adiós por la
ventanilla, le temblaron los labios pero no lloró, fue cuando vio la cocina de
butano esquinada en la única sala de aquello que más que una casa parecía una
chabola, cuando las lágrimas le rebosaron por el borde de los parpados. El
padre, Andrés, seguramente para consolarla, aseguró que pronto saldrían de
allí. Con el tiempo aquella promesa se olvidó.
Rafalín nunca
quiso acostumbrarse a la ciudad ni al barrio de casas de chapa y cartón,
prefería el pasillo de la segunda planta del hospital, el rellano de los
ascensores y la escalera donde se escondían algunos padres para fumar. Ahora
sabía que cuando su corazón se volviese agua o amenazara con ser estrella
fugaz, estaría cerca de sus ángeles de la guarda, la ambulancia tardaría menos,
incluso podría ir en taxi.
Kiko estuvo
atado tres días a una estaca, Rafalín lo sujetó con aquella corbata azul con
puntitos blancos que su padre nunca usó, no quiso soltarlo antes por temor a
que se escapara. Su madre se enfadó mucho cuando le vio llegar con el perro, y enseguida dijo que no lo quería allí, que lo
soltara. El padre en cambio, sentenció que un chucho es siempre necesario en
una casa, porque asusta a los ladrones y anuncia con sus aullidos cuando ronda
cerca la mala suerte. Rafalín añadió que Kiko tenía, además, pinta de perro
policía…
El perro
parecía listo, y aquella corbata de lunarillos, con la que estaba amarrado a la
estaca, le daba un cierto toque elegante. A los tres días sabía ladrar a los
desconocidos, a los cinco era capaz de traer los palitos que Rafalín le lanzaba
tan lejos como podía.
El día
comenzaba con colores vivos, la mañana era como una fruta fresca que tenía que
madurar. En la ciudad la luz, aun siendo mortecina de por vida, luchaba por
recuperar antiguos brillos. Los árboles, esqueléticos y enfermizos, cada vez
que una leve brisa soplaba entre sus ramas, sonreían agradecidos. Los semáforos,
ojos tricolores de las esquinas, parecían perezosos, y esta mañana, sólo tenían
un color que incansablemente advertía peligro. Los edificios continuaban tan
altos como el primer día que Rafalín los contempló boquiabierto; sus ventanas
no dejaban ver el cielo, solo lo reflejaban, sus esquinas afiliadas parecían
estar al acecho, sus cabellos eran cientos de tubos de antenas de televisión y
radio, parecían desafiar a las nubes y jugaban a enredarlas y convertirlas en
nubes de tormenta. La mano de María nuevamente sujetaba las de Rafalín,
nuevamente intentaba detener sus lágrimas a la vez que guardar el equilibrio en
cada curva. Como de costumbre Rafalín le sonrió e intentó abrir más los ojos y
guardar para siempre la cara de su madre como si fuera un retrato, pero no pudo más. A María las espinas de la
corona del Cristo le atravesaban el alma, ya no era un temor ni un
presentimiento era una oración que no terminaría en Amen. El niño no pudo
sujetar su cuerpo a la dura camilla de la ambulancia. Por un instante sus
brazos se hicieron alas, Kiko le seguía fiel a corta distancia. Rafalín corría
y corría y los pies no le dolían, estaban casi fundidos a la lona de sus zapatillas,
en un tris tras habían llegado a las afuera de la ciudad. Decidió descansar al
filo del hilo azul y gris de la carretera. Se detuvo y fue a tenderse sobre los
margaritos que crecían al borde de la cuneta. El campo estaba hermoso a pesar
del ruido y el humo que dejaban tras de sí los coches y los camiones. Se quedó
dormido, Kiko a su lado jadeaba y estirazaba las patas traseras.
Al
despertar no tuvo necesidad de abrir los ojos. Miró al horizonte y no pudo ver
la torre de la iglesia, pensó que el pueblo debía estar muy lejos cuando aún no
se distinguía. Para la ciudad, de donde había escapado, ni siquiera miró. Kiko,
como el mejor de los amigos, seguía a su lado, enfadándose y ladrando a los
coches, era un buen perro con pinta de perro policía. Después de una buena
caminata, un ruido estrepitoso, que sonaba a cafetera vieja, se paró detrás de
él, extrañado y un poco asustado, volvió la vista, era la misma furgoneta que
un año atrás le había llevado a la ciudad, Rafalín respiró hondamente como
queriendo encontrar consuelo en aquel pasado que se hacía presente y futuro a
la vez.
La torre de
la iglesia estaba lejos, pero ya podía verse de cuando en cuando, aparecía y
desaparecía entre los cerros, entre los olivos, entre las encinas. El blanco de
las casas y el rojo brillante de los tejados parecían una bandera de feria que
se acercaba y se acercaba. Rafalín pensaba en el abuelo: “¿Qué dirá cuando me
vea?, ¿me conocerá?... Sí, estoy seguro que se acuerda de mí”. A través de la
ventana del camión el cielo se recortaba azul azul sobre el rastrojo amarillo y
el verde frescor de alamedas de chopos a la orilla de la rivera. Nuevamente
Rafalín respiró profundamente. Su corazón latía cada vez con más prisa y no
sentía dolor, era como un tren que corre y corre hasta llegar a su estación.
- ¡Ya
estamos! Dijo la voz aguardentosa del conductor mientras chirriaba el freno de
mano.
Nuevamente
un ladrido de Kiko le hizo caer en la cuenta que no estaba solo.
Encaminó
sus pasos calle arriba, pasó por el
atrio de la iglesia, más adelante la panadería de Eustaquio y la casa de la tía
Rosa, que cuidó del abuelo hasta que se vino al cielo. El solar del viejo
cementerio convertido en olivar y la pequeña ermita de la Virgen de la Cruz, un
poco más adelante la casa, con su parra rodeada de avispas zumbonas, el jazmín
con sus mariposas blancas como copos de nieve, los tiestos de claveles rojos, y
en una silla, a la sombra, con su gorra de campesino viejo el abuelo, esperando
impaciente, alertado sin duda, por los ladridos de Kiko.
Rafalín es
un niño alegre, que un día decidió llamarse “Azul” como las tardes de verano.