sábado, 19 de noviembre de 2016

EL BAILE DE LA LIBELULA (II).

Sobresaltado tiró del embozo de las sábanas hacia un lado y se incorporó,  agitaba la cabeza de un lado a otro hasta que la sujetó entre sus manos. Respiró profundamente, el calor del aire perdió el poco de humedad que escondía al llegar a su garganta y sintió la sequedad profunda, amarilla y muerta del desierto. Apoyó los dos pies en el suelo casi a la vez,  las baldosas  destilaban un bochorno frío, tan gélido como las mismísimas manos de la muerte. Aquella sensación le hizo nuevamente coger aire antes de enderezar las piernas. La impresión,  furtiva y cautelosa, se extendió por sus extremidades y le subió por la espalda hasta la nuca. Con rapidez tiró de la camisa que colgaba entre la cama y el suelo, la aproximó hasta su nariz para olerla, cerró los ojos y un sinfín de aromas enturbiaron más aún sus pensamientos. En un instante de lucidez recordó que aquella mujer se llamaba Carmen… Ella me lo dijo en el bar donde la conocí. Santos no era persona que  acostumbrara tratar con mucha gente, y menos con una mujer.

Hola –dijo- soy Carmen, mientras ojeaba con desgano el periódico del día anterior que estaba en el rincón la barra. Sabiendo de sobra la respuesta Santos  le preguntó que si le conocía. Si Santos la hubiese conocido  seguro que la recordaría. Seguro, y vendrían a su recuerdo detalles como la forma de la comisura de sus labios, el pequeño lunar  al lado de su ceja izquierda, el brillo a moneda de plata de sus ojos.  Aún así le preguntó:¿Nos conocemos?, Ella, dibujando una amplia sonrisa en la boca, contestó con un rotundo: no.
En su cabeza comenzaban ordenarse las piezas del puzle de la memoria. Cada detalle iba ocupando su lugar, cada imagen su sitio, cada emoción el hueco del sentimiento de dónde había salido y cada sensación su temor correspondiente.  A cada segundo que pasaba recordaba mas detalles, excepto la forma en la que llegó a la alcoba. Nuevamente miró entre la cama y la pared y otra vez vio a Carmen. Estaba encogida en el suelo, completamente blanca, casi trasparente, era como la crisálida del gusano de la seda.

Santos, mientras se ponía los calcetines, se sentó al filo del colchón y sintió la dureza de la madera del larguero de la cama. Las baldosas del suelo simulaban un cuadro de ajedrez, se alternaban las bancas y las negras, sobre ellas, al lado de la pata del lecho, un bolso de lentejuelas doradas parecía que había vomitad todo su contenido: un paquete de pañuelos de papel, unas horquillas para el pelo, la cajita de colorete y otra de rímel, un monedero pequeño de piel, diversos caramelos con su envoltura de papel celofán… varias monedas… Como si se tratase de un cuadro surrealista  aquellos objetos parecían flotar sobre un tablero de ajedrez. Después de los calcetines, cuando los encontró entre las sábanas, se puso los calzoncillos,  luego los pantalones, y de repente su cuerpo se paralizó como si hubiese fingido un paralís, al ver por encima del codo del brazo derecho de Carmen una mancha azulada, una mácula azulona que no parecía dibujada o que se pudiese pensar que fuese el resto o el borrón de un tatuaje. Era casi insignificante, algo más grande que la mitad de una almendra. Un detalle sin apenas importancia si no fuese porque era exactamente igual a la marca de nacimiento que él mismo tenía dibujada por debajo de su axila  en el costado izquierdo.

El aire dejó de llenar sus pulmones. Sintió una sensación de frio y dolor en su estómago que lo mantenía alerta porque le producía una punzada, un desconsuelo desconocido  que lentamente se apoderaba de su intuición. Dejó de pensar y decidió ser como el ciego  al que sólo le queda seguir la dirección que  marca  la punta de su bastón.
Salió del dormitorio,  nada a su alrededor le era familiar, no reconocía ni a su propia cama. Llegó al baño después de girar varias esquinas por un pasillo sin apenas rincones. Abrió el grifo, espero que el agua llenara la cuenca de sus manos y se la lanzó sobre la cara a la vez que resoplaba una y otra vez como  quien le falta el aire porque le sujetan por el cuello con la garra del mismo Luzbel. Levantó la cabeza, el espejo que colgaba por encima del lavabo le devolvió la imagen de su rostro repleto de líneas angulosas que, poco a poco, iban recolocándose hasta formar una cara que le era conocida, la suya.


Era casi mediodía, la luz que tamizaba el visillo de la ventana se reflejaba en algunos objetos metálicos del aseo, los grifos niquelados parecían de falsa plata, la barra del toallero como la sombra del horizonte se reflejaba en el color de mar de los azulejos. Hasta el casquillo dorado de la bombilla parecía una pequeña estrella, que venida a menos, se había caído del techo abovedado pintado de azul. Sintió la urgente necesidad de salir de allí. Era una orden que una y otra vez recibía desde algún escondrijo de su interior,  era el único deseo que su voluntad generaba repetidamente, era una rueda de piedra pesada y fatigosa girando sobre un eje de quebradizo cristal, y en cada giro repetía la misma orden: sal de aquí, sal de aquí, sal de aquí… Era la letanía con la que se pone fin  a un rosario de misterios dolorosos. 


/// Fin de la segunda entrega
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