Sobresaltado tiró del embozo de las
sábanas hacia un lado y se incorporó, agitaba la cabeza de un lado a otro hasta que
la sujetó entre sus manos. Respiró profundamente, el calor del aire perdió el
poco de humedad que escondía al llegar a su garganta y sintió la sequedad
profunda, amarilla y muerta del desierto. Apoyó los dos pies en el suelo casi a
la vez, las baldosas destilaban un bochorno frío, tan gélido como
las mismísimas manos de la muerte. Aquella sensación le hizo nuevamente coger
aire antes de enderezar las piernas. La impresión, furtiva y cautelosa, se extendió por sus
extremidades y le subió por la espalda hasta la nuca. Con rapidez tiró de la
camisa que colgaba entre la cama y el suelo, la aproximó hasta su nariz para
olerla, cerró los ojos y un sinfín de aromas enturbiaron más aún sus
pensamientos. En un instante de lucidez recordó que aquella mujer se llamaba
Carmen… Ella me lo dijo en el bar donde
la conocí. Santos no era persona que
acostumbrara tratar con mucha gente, y menos con una mujer.
Hola –dijo- soy Carmen, mientras ojeaba
con desgano el periódico del día anterior que estaba en el rincón la barra. Sabiendo
de sobra la respuesta Santos le preguntó
que si le conocía. Si Santos la hubiese conocido seguro que la recordaría. Seguro, y vendrían a
su recuerdo detalles como la forma de la comisura de sus labios, el pequeño
lunar al lado de su ceja izquierda, el
brillo a moneda de plata de sus ojos. Aún así le preguntó:¿Nos conocemos?, Ella, dibujando una amplia sonrisa en la boca,
contestó con un rotundo: no.
En su cabeza comenzaban ordenarse las
piezas del puzle de la memoria. Cada detalle iba ocupando su lugar, cada imagen
su sitio, cada emoción el hueco del sentimiento de dónde había salido y cada
sensación su temor correspondiente. A
cada segundo que pasaba recordaba mas detalles, excepto la forma en la que
llegó a la alcoba. Nuevamente miró entre la cama y la pared y otra vez vio a Carmen.
Estaba encogida en el suelo, completamente blanca, casi trasparente, era como
la crisálida del gusano de la seda.
Santos, mientras se ponía los calcetines,
se sentó al filo del colchón y sintió la dureza de la madera del larguero de la
cama. Las baldosas del suelo simulaban un cuadro de ajedrez, se alternaban las
bancas y las negras, sobre ellas, al lado de la pata del lecho, un bolso de
lentejuelas doradas parecía que había vomitad todo su contenido: un paquete de
pañuelos de papel, unas horquillas para el pelo, la cajita de colorete y otra
de rímel, un monedero pequeño de piel, diversos caramelos con su envoltura de
papel celofán… varias monedas… Como si se tratase de un cuadro surrealista aquellos objetos parecían flotar sobre un
tablero de ajedrez. Después de los calcetines, cuando los encontró entre las
sábanas, se puso los calzoncillos, luego
los pantalones, y de repente su cuerpo se paralizó como si hubiese fingido un
paralís, al ver por encima del codo del brazo derecho de Carmen una mancha
azulada, una mácula azulona que no parecía dibujada o que se pudiese pensar que
fuese el resto o el borrón de un tatuaje. Era casi insignificante, algo más
grande que la mitad de una almendra. Un detalle sin apenas importancia si no
fuese porque era exactamente igual a la marca de nacimiento que él mismo tenía
dibujada por debajo de su axila en el
costado izquierdo.
El aire dejó de llenar sus pulmones.
Sintió una sensación de frio y dolor en su estómago que lo mantenía alerta
porque le producía una punzada, un desconsuelo desconocido que lentamente se apoderaba de su intuición.
Dejó de pensar y decidió ser como el ciego
al que sólo le queda seguir la dirección que marca la punta de su bastón.
Salió del dormitorio, nada a su alrededor le era familiar, no
reconocía ni a su propia cama. Llegó al baño después de girar varias esquinas
por un pasillo sin apenas rincones. Abrió el grifo, espero que el agua llenara
la cuenca de sus manos y se la lanzó sobre la cara a la vez que resoplaba una y
otra vez como quien le falta el aire
porque le sujetan por el cuello con la garra del mismo Luzbel. Levantó la
cabeza, el espejo que colgaba por encima del lavabo le devolvió la imagen de su
rostro repleto de líneas angulosas que, poco a poco, iban recolocándose hasta
formar una cara que le era conocida, la suya.
Era casi mediodía, la luz que tamizaba el
visillo de la ventana se reflejaba en algunos objetos metálicos del aseo, los
grifos niquelados parecían de falsa plata, la barra del toallero como la sombra
del horizonte se reflejaba en el color de mar de los azulejos. Hasta el
casquillo dorado de la bombilla parecía una pequeña estrella, que venida a
menos, se había caído del techo abovedado pintado de azul. Sintió la urgente
necesidad de salir de allí. Era una orden que una y otra vez recibía desde
algún escondrijo de su interior, era el
único deseo que su voluntad generaba repetidamente, era una rueda de piedra
pesada y fatigosa girando sobre un eje de quebradizo cristal, y en cada giro
repetía la misma orden: sal de aquí, sal de aquí, sal de aquí… Era la letanía
con la que se pone fin a un rosario de
misterios dolorosos.
/// Fin de la segunda entrega
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