Santos,
errante, caminó por la vivienda hasta encontrar la puerta de salida. La
punzada que sentía en el estómago era
cada vez más frecuente y parecía marcar el ritmo del desasosiego interior que
le empujaba a caminar sin rumbo buscando sentirse libre. Antes de llegar a la
calle, en una especie de zaguán sin muebles, observó en la pared más oscura el
contador de la luz, más abajo, casi a ras de suelo el del agua, en la pared de
en frete, la más iluminada y cercana a la salida, un buzón metálico de color
verde. En la ventanita central,
protegida por un plástico transparente, en una tarjeta de visita recortada,
con letras góticas de imprenta, podía leerse el nombre de quien vivía allí:
Carmen Salazar Rivera.
Santos
no se dejó impresionar ni por el nombre ni por los apellidos, a pesar que algo le decía
que le eran familiares. Una vez en la
calle pudo coger aire y, como quien termina una carrera o un largo camino
andado de prisas, se inclinó hacia adelante y con las palmas de las manos tocó
sus rodillas, en segundos la punzada en
el estómago desapareció, no así el desasosiego interior. ¿Dónde estaba? Miró
alrededor y al frente, fue al darse la vuelta cuando pudo ver algo que
inequívocamente le situó. Estaba en Zafra, a 20 kilómetros de su casa.
Nuevamente le asaltaron cien preguntas y para ninguna tenía respuesta ni lógica
ni razonable. Apresuró el paso, y como quien huye de una tormenta, se encaminó hacia la parada de autobuses.
Insistentemente,
a cada zancada, se hacía las mismas preguntas: ¿Cómo he llegado aquí?, ¿Qué
hago aquí?, ¿Quién es Carmen Salazar Rivera? ¿Estaba dormida? ¿Desmayada?
¿Quizás muerta?... Santos levantó la vista como tratando de adivinar en el azul
del cielo o en el alma de aquel viento sofocante y estuoso, las cien respuesta
que andaba buscando. Su certeza era que no sabía cómo había llegado hasta la
alcoba de aquella casa.
Tras
hacerse varios reproches, de esos que nos hacemos en silencio y que tratan de
dar respuesta a la intranquilidad y la desazón, Santos concluyo que lo mejor
era olvidarlo todo. Nadie, que el supiera, podía relacionarle con Carmen. Pensó que aquella situación surrealista era solo fruto de su imaginación. O, quizás, la consecuencia de algún tipo de envenenamiento… No la conozco, no la he matado, no sé quién es, sí sé quién soy yo. No
la conozco… A saber lo que Carmen podía haberle echado en la bebida…
Continuó
caminando calle abajo hasta la carretera. Justo al llegar a la estación de
autobuses arrancaba el que hacía el recorrido que pasaba por su pueblo. El
conductor le era conocido por ser del mismo vecindario y tener, más o menos, la misma edad que él. Solo tuvo que hacer una señal alzando el brazo y agitando la mano
para que el bus se detuviera y abriera la puerta.
Olvidar
es importante… Olvidar es importante… Olvidar es importante… era la cantinela
que se repetía dentro de la cabeza, un mantra que de tanto repetirlo podía
hacerse realidad. El
viaje hasta el pueblo fue como recorrer un laberinto con las paredes de cristales y espejos. Sus certezas, que eran
pocas, le decían una cosa, y las suposiciones le asaltaban, eran como las
palpitaciones que llevan al corazón a tragar mas sangre de la cuenta. Cuando llegó al pueblo descendió cabizbajo
del bus, estaba deseoso de llegar a casa y darse una ducha caliente y tomar una aspirina. Al pasar por la plaza
observó que las mismas caras y los mismos cuerpos de todos los días estaban
reunidos, unos sentados otros en pié, en el banco, delante del
comercio de Nieves, frente al ayuntamiento. Allí quemaban el tiempo charlando y
comentando chascarrillos de algúnos vecinos o las novedades ocurridas por el pueblo, tambien se hablaba, pero poco, de política, del ayuntamiento... en fin, de todo un poco. En el pueblo “el chisme” no es monopolio
de vecinas ociosas haciéndose las remolonas en las esquinas o en la puerta de algún comercio. Pasó
por delante de ellos y de ellas, eso sí, a suficiente distancia, eran personas a las
que parecía no importar en absoluto los detalles, iban a lo suyo, a clavar la
astilla o el alfiler en la vida del prójimo. Santos no podía dejar de advertir
con precisión esas cosas, incluso ahora con la cabeza a punto de estallarle.
El no
podía haber matado a aquella mujer, ¿Qué motivo le iba a llevar a hacer
semejante aberración? Es la pregunta que giraba, como piedra de molino, dentro
de él y hacía temblar los cimientos de la moral y la ética, que desde que
recordaba, le fue impuesta como único camino para la salvación del alma.
Solo después de entrar en su casa pudo llenar del todo los pulmones. El orden le
permitía respirar porque hacía que se sintiera protegido. Entró
en el baño, abrió el grifo de la ducha y se desnudó, entonces se percató de una
mancha oscura a la altura de la rodilla del pernil izquierdo del pantalón.
Cerró los ojos bajo el chorro de agua templada y comenzó a recordar a Carmen,
su timbre de voz, juvenil y desenfadado, como si dentro de aquel cuerpo, ya
maduro, viviese aún una niña. Movía las manos al hablar,
incluso cuando llamó al camarero para pedirle una
taza de café. Hablaba y hablaba, no importaba el tema, sobre el tiempo, el
futbol o la política, mientras lo hacía gesticulaba con la boca y los ojos,
luego, como si no fuese capaz de evitar la torpeza, derramó unas gotas de café
sobre el pantalón de Santos. Era
solo una mancha sobre un pantalón impecable, como el resto de su ropa. Es
importante llevar la ropa cuidada. Es importante. Podía escuchar dentro de su
cabeza aquella frase, cuidar la ropa es importante, dice mucho de la gente la
ropa limpia y cuidada, se repetía en su cabeza, una y otra vez
más, hasta que recordó la sonrisa de Carmen Salazar.
“Perdona”, dijo
ella después de mancharle, “ha sido sin
querer”. Lo dijo y lo miró de reojo, como una niña que ha hecho algo malo y
no quiere que la castiguen. Lo recordaba perfectamente. “Perdona, de verdad que lo siento”, y se rió. Solo una breve
carcajada, como si tampoco hubiese podido evitar reírse, “de verdad que lo siento” y movió el taburete en el que estaba
sentada, como si quisiera estar más cerca para insinuarle que no vivía muy lejos. Entonces
sacó del bolso un monedero pequeño de piel y
llamó al camarero. Lo recordaba sin duda alguna, tal cual sucedió.
El
agua de la ducha hizo que el dolor de cabeza remitiese un poco, no obstante, enfundándose el albornoz fué hasta el salón para buscar una caja de
aspirinas. Sobre la pared principal un enorme retrato de hombre enmarcado con
maderas labradas y doradas con auténtico pan de oro, parecía que, como siempre, lo estaba observando. “Míralo bien, hijo, porque eres su viva
imagen”, escuchó como si se tratase
de un susuro en el oído. Recordó las manos delgadas y largas de su madre
doblando la ropa recién lavada,
colocándola en los cajones de la cómoda que hay bajo aquel retrato. En cada
cajón una pastilla de jabón perfumado alejaba a las polillas y ponía olor a
limpio a todas las prendas. Era un jabón de color oscuro, casi negro, con la
forma de un huevo, pero más grande y con su nombre grabado: “Jabón Magno de La
Toja”. Santos, en dos ocasiones, había tratado de averiguar en qué
circunstancias había muerto aquel hombre, momentos en los que los ojos de Doña
Fermina se cerraron, como cuando alguien recibe un impacto de bala en mitad de
la frente. Solo en dos momentos había formulado la misma pregunta,
interrogante que fue silenciada por la voluntad y el olvido fingido de quien
sabía la respuesta.
Una
vez más miró el retrato a pesar de que lo conocía de memoria, podía cerrar los
ojos y comprobar luego cómo, cada grieta del lienzo, estaba perfectamente
representada en su retentiva. “Eres su vivo
retrato”, fué el run run que escuchó de nuevo. Sobre la cómoda, en el jarrón de
cristal, agonizaban varias rosas pálidas como si tuviesen el alma de cera. Eran las preferidas de Doña Fermina. Fue
en ese instante cuando percibió el olor
de su madre flotando en el ambiente. Sin pensarlo acercó, nuevamente, su camisa a la nariz,
inspiró y cerró los ojos. El olor de Carmen
era diferente.
La
caja de aspirinas no estaba donde él
supuso. La buscó en el primer cajón del mueble y la encontró en el segundo. Cogió
una de las grajeas y sin mirarla se la llevó a la boca mientras iba hacia el
despacho. Era una habitación interior con una estantería de madera oscura en la que se alineaban enciclopedias y libros
ordenados por tamaño, una mesa de la misma madera y patas de forja, un sillón, con el respaldo y el asiento
tapizados de terciopelo rojo y cojín color crema. En las paredes varios cuadros,
con motivos de caza, ponían un toque señorial a la estancia. Sobre el
escritorio una carpeta con tapas de cartón duro, de color marrón con letras rojas en las que se podía leer “Notaría de D.
Santiago Sanchez Solis, Calle Nueva núm 15. Fuente de Cantos, Badajoz. En su
interior diversos documentos, las escrituras de 3 viviendas, cartillas de 2 cuentas
bancarias, la documentación de un viejo automóvil y la escritura de una finca:
“Torre Alta”, término municipal de Zafra.
Doña
Fermina, la pobre madre de Santos, nunca mencionó aquella propiedad. Cuando
murió fue velada por cinco personas y a su funeral no asistieron más de quince,
las suficientes para certificar tan súbita defunción. Santos aún podía escuchar
el toc-toc de sus tacones por el pasillo. No podía evitar que las cosas se
grabasen en su memoria con una precisión milimétrica, y sin embargo no podía
recordar el momento en que fue a la casa de Carmen Salazar Rivera.
Aún después de tomarse la aspirina, se notaba ligeramente mareado. No era normal.
Aquellos síntomas eran a consecuencia de alguna sustancia desconocida por su
organismo. Estaba seguro. Juraría que Carmen había echado algo en su bebida.
Pero, ¿Por qué motivo? Quizás ella sólo estuviera enferma, o la inconsciente hubiese tratado de robarle... Estaba seguro que aquellos síntomas eran pasajeros, tal vez los dos habían tomado algo en mal estado.
/// Fin de la tercera entrega
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