jueves, 17 de noviembre de 2016

EL BAILE DE LAS LIBELULAS (I)


Hola amigos/as, retomo mi actividad literaria en este blog al que "he tenido castigado" un tiempo por estar ocupado con otros temas a los que he dado prioridad. Reinicio las publicaciones, espero que sean frecuentes y que tengan una continuidad, y lo hago con un nuevo relato  largo (novela corta) que iré publicando por entregas, al igual que he hecho con relatos anteriormente publicados en este Blog. Informaré de cada publicación en mi pagina de Facebook,  es ahí donde, si queréis,  podéis dejar vuestros comentarios .

Espero que disfrutéis con la lectura de este relato que transcurre, como los últimos que he escrito, en un ambiente rural que no me es ajeno.
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Por la calle ni un alma. Es esa hora en la que la vigilia se adormila y un aire calentón y sofocante, que se adueña de las cortinas visillos y persianas, vuela entre el abanico de Carmen y la tapa de cartón de una caja de zapatos que  Santos balancea  de izquierda a derecha y de la  derecha a la izquierdas delante de su cara.

Un silencio de cementerio parecía inmolarse en el atrio y bajaba calle abajo disfrazado de olor a ciprés y crisantemo blanco. Una, dos, tres…. Siete campanadas. Broncas, desafinadas, lamento de metal destemplado. Alguien, como una sombra, escapa de su purgatorio y se refugia en la penitencia de tocar las campanas, es el sacristán de la iglesia. Una Iglesia que, con la advocación de Virgen de Gracia, puede presumir de imagen a la que el pueblo ni venera ni adora. Esta quieta en una hornacina, intentado pasar desapercibida, quizás para no verse en la necesidad de atender a alguna oración distraída de cualquier  beata despistada.


Como ya he dicho, por la calle ni un alma, solo Santos, hombre desposeído voluntariamente de cualquier atributo celestial, sin esencia, sin sustancia, sin alma.

Santos siempre baja las persianas y corres las cortinas antes de meterse en la cama, siempre desde que era capaz de recordar, durante todos los días de su vida, fué como un ritual, por eso se sorprendió al encontrárselas abiertas. Sentía la cabeza muy pesada, como si hubiese bebido, y eso no era normal, porque Santos casi nunca bebía lo suficiente para sentir el ardor del alcohol bajando y subiendo entre su piel y su carne. Miró alrededor, después fijó su mirada en la cama… Había sangre en la colcha y en las sábanas, también estaba manchado de rojo el cable blanco de la lamparilla de noche que sobre la mesilla ponía luz a la alcoba. Se giró y entre la cama y la pared, tendida sobre la alfombra, vio el cuerpo de Carmen tumbado, encogido, abrazando a uno de los cojines blancos que adornaban  la cama cuando estaba estirada, hecha… esperando el cansancio o el sueño de Santos.

Sabía que se llamaba Carmen, estaba seguro, pero no recordaba por qué conocía el nombre de aquella mujer. Su razón estaba descolocada y en el recuerdo no encontraba respuestas a las preguntas que, aturulladamente y sin darse cuenta, se hacía mentalmente.

No lo entendía, no era posible.  En ese momento nada le era familiar. Aquel dormitorio, la habitación, no era la suya. Fue un instante, tiempo suficiente para desear  encontrarse lejos de aquel lugar, pero su cerebro  estaba entumecido, quizás medio asfixiado por aquel aire sin cuerpo de viento que por la calle se adueñaba hasta de los pasos del sacristán, por su cabeza  la sangre circulaba demasiado despacio, como si arrastrara el saco de los gamusinos. Quería salir de aquella habitación, lo deseaba como no recordaba haber deseado antes algo. Fue solo un instante, pero pudo sentir ese deseo con todo su cuerpo.


/// fin de la primera entrega