jueves, 1 de diciembre de 2016

""EL BAILE DE LA LIBELULA"" (VI)




El convento de Santa Clara le era familiar. La última vez que estuvo allí fue acompañando a Doña Fermina,  pocos días antes de su ida al paraíso. Paraíso, sí, porque ella acostumbraba a decir: “Quien hace un paraíso de su pan, de su hambre hace un infierno”, cambiaba intencionadamente de palabra, y donde debía decir cielo decía paraíso. Santos nunca supo el porque del cambio. Era una frase hecha que la  decía con frecuencia, alguna que otra vez incluso fuera de contexto. Especulaba mentalmente sobre el convento por no pensar en lo que realmente hacía que tuviera el alma en un hilo: María Salazar, Carmen Salazar. ¿Casualidad?

-¿Una hija?

-Eso dicen.  Debe de tener sus mismos años más o menos, si es que aún sigue viva. Pero oiga, ¿Está usted bien?, parece intranquilo y afectado por lo que le estoy contando.
-No, no importa.  No se preocupe, estoy bien,  dígame, ¿Qué sabe del Conde?, ¿Cómo era?
-No lo traté, o no me acuerdo de haberlo tratado. A mis ochenta y siete años muchas veces cuando en la memoria  es de noche no es tan fácil que se haga de día. Si se le hace caso a la gente habría que pensar que era un tío raro. Cuentan que se relacionaba poco con las almas a las que daba el sustento de cada día. Iba y  venía en un auto negro y casi siempre solo. Pero oiga... ¿No será usted periodista?
-No, por Dios que ocurrencia. Solo busco conocer la historia reciente de esos personajes que, de una manera u otra, tuvieron  en la comarca alguna importancia por disponer de tierras y patrimonio. Pero oiga,  ¿Me podría decir dónde puedo encontrar a esa mujer... a ¿María?
-Sí, María. Claro hombre. Usted continúe por el camino hasta llegar al pueblo, cuando entra en la calle, es la casa que tiene en la puerta un moral grande y frondoso, según baja le pilla a usted a mano izquierda. No sé si es la tercera o la quinta casa, más bien la quinta. Pero, oiga, si va a verla poque a usted le interese la finca o la historia, con esa mujer tenga cuidado, es lista como el hambre y sabe más que cuenta, mucho, mucho más…

Nuevamente Santos levanto el brazo, agitó la mano de derecha a izquierda varias veces como señal de amigable de despedida. Se alejó lentamente, como quien anda y a la vez va contando los pasos. El abuelo tocó la visera de su gorra correspondiendo de esa forma a la despedida.  Entre las baldosas de piedra  que separaban las casas del camino, crecía un musgo verde oscuro que brillaba con el sol.

En su recuerdo el retrato del hombre que presidía el salón, volvió a ocupar todo el espacio que la memoria cede a la evocación. Todas las preguntas, que alguna vez  no se había atrevido a formular, estaban allí, flotando en el aire y el espacio entre el camino y la gran casa que, como una aparición, ocupaba la loma de la colina más alta. 

Aquel espasmo, tan habitual en su estómago cuando las emociones le superaban, de repente se hizo nudo que le ataba a aquel paisaje, como si siembre hubiese, de alguna manera, formado parte de él.

Caminó calle abajo. En silencio, sin mover sus labios, repetía sin cesar el nombre de la anciana. Suponía que posiblemente fuese la abuela, la tía,  o incluso la madre de Carmen Salazar.  Estaba seguro que ella aún seguía viva; estaba presente en la atmosfera de aquel lugar, podía presentir eso, al igual que barruntaba que la anciana a la que iba buscando, quizás, solo quizás, lo estaba esperando.

A unos pasos, en la puerta de la casa frente a un gran árbol, una mujer mayor, que podía tener, año arriba año  abajo, la edad de su difunta madre, colgaba ropa recién lavada  en unas cuerdas puesta allí a propósito para ello.  Su pelo era blanco, tanto que el moño en el que se lo recogía parecía una moña de jazmines. Vestía traje y delantal negro, tan oscuro como la noche huérfana de lunas y estrellas. A Santos le pareció haber viajado en el tiempo, a un tiempo   remoto  extrañamente perdido en el laberinto de sus recuerdos. Fue despacio hacia ella, el blanco de la cal de las paredes le deslumbraba. María Salazar, sobresaltada, dejó el barreño en el suelo, se incorporó con dificultad y miró  a Santos desde su pequeña estatura. Durante unos segundos quedó inmóvil, casi petrificada, como si hubiese visto un rostros viniendo de los confines de un tiempo  lejano. 

-Me llamo Santos.

La mujer supo recomponer su semblante. Los ojos le brillaban de una forma extraña.
Santos tomó aire. No intentó fingir, era indudable que su notable parecido con el hombre del retrato lo había traicionado y se sintió delatado.

-Soy el hijo de Don Ignacio, El Conde.

La anciana volvió a mirarlo, esta vez ya sin asombro.

-Mi madre, Doña Fermina, murió hace apenas unas semanas.  Si me atrevo a molestarla es porque estoy buscando información. Me han contado que a  mi padre lo mataron unos meses antes de que yo naciera y me han dicho  que usted lo conoció porque trabajaba para él en la finca Torres Altas.

Un nuevo brillo, esta vez más intenso, escapaba de los ojos de María, apenas un ligero baile de pupilas delataba su nerviosismo. Santos podía percibir esos pequeños gestos.  La anciana, con un ademán de cierta autoridad, se llevó las manos hasta su cabeza intentando recomponer su cabello, alisándolo hacia el moño, después, llevando las manos hacia su cintura, alisó lentamente su delantal.

-Pues aquí  solo va a perder su tiempo.
-Pero usted trabajó en Torres Altas, en la casa de mis padres.
-Han pasado muchos años de aquello.  Ya  en mi memoria no queda títere con cabeza de aquel tiempo. Ya ve... No tengo más que contarle.
-¿Tan mal fue tratada en Torres Altas?
-No, claro que no.
-Entonces es que debían ser malos patrones…
-Al contrario, al contrario… pagaban bien.
-Si era usted la sirvienta ¿Cómo, al morir mi padre, dejó de estar al servicio de mi madre?
-Ya veo que no, que usted no tiene  ni idea de lo sucedido.
-No.  A  mi pobre madre no le gustaba hablar de ciertas cosas.
-Debe ser así, porque de otra forma no se explica ese aire de usted… parece alejado del mundo real.
-Perdone Señora, es sólo que la gente, o mejor dicho, algunas personas no me gustan hasta que me demuestran, de alguna manera, la nobleza de su corazón.
-Pues en eso somos de la misma opinión. A mí tampoco.
-Intuyo, entonces, que usted lo debió pasar mal trabajando para mi familia, o que se sintió usted maltratada y que por eso esconde ese dolor que adivino en sus palabras y, sobre todo, en su rostro.
-Joven, por mucho que usted haya sufrido, le aseguro que no tiene usted ni idea de lo que es el dolor.
-He de suponer que, cuando no fueron necesarios sus servicios, la echaron.
-No. No. Nunca hubo motivos para echarme, y sí para quedarme anclada a medio camino de la tierra y el cielo, como una nube de tormenta sin agua.
-Entiendo. Fue su decisión quedarse en este pueblo, pero señora… ¿En que momento se rompieron las relaciones entre mi familia y usted?
-Ni antes ni después, el mismo día que me enfrenté a su padre y le dije que estaba embarazada.

A Santos se le entrecortó la respiración. Dejó de respirar, solo un instante. Trató de decir algo, su boca solo quedó entreabierta, muda, seca,  como el que se asoma al brocal del pozo y no ve el agua, solo el barro y las piedras del fondo. Un instante que duró una eternidad hasta que pudo tragar su propia saliva. María Salazar no dejaba de mirarse en sus ojos… como se miraba en los del Conde, pero ahora lo hacía con desgana.

-El Conde, a ese que usted llama padre, era un hombre alto, bien plantado, guapo y educado, y desde que comencé a trabajar en la casa, ambos sentimos una atracción que no tengo yo porque justificar ante usted. Las cosas pasan porque sí,  sin más.
Santos continuaba sin poder pronunciar palabra, no podía entender qué  le sucedía, sentía  una sequedad que ponía tacto de lija en su garganta. Intento sobreponerse a aquella sensación tan amarga y casi balbuceando consiguió preguntar a la anciana:
-¿Insinúa usted que con mi padre tuvo relaciones de amor y quedó embarazada?
-¡Es mejor que se marche!... Pregunta demasiado, y yo la mitad de las respuestas las tengo olvidadas.

Santos necesitaba fuerzas para continuar la conversación. Quiso disimular aquel esfuerzo interior jadeando varias veces, era como si  estuviese despertado de un sueño de cien noches seguidas. Lo mismo que en Zafra, cuando salió de la casa de Carmen Salazar si saber dónde estaba. Era la misma sensación. El cansancio le obligaba a ser directo, a utilizar cuanto menos palabras mejor.

-¿En qué orfanato dejó a la niña?

La Mirada de María Salazar, que estaba clavada en la de Santos, bajó hasta el suelo como huyendo de una bandada de murciélagos saliendo de aquellos ojos igualitos a los de Don Ignacio. 

-No sé quién ni qué  le han contado. Será mejor que se marche usted.
-No, no me marcho. Tengo derecho a saber la verdad, esa verdad que  me afecta tanto o más que a usted.
-Lo siento, en eso no le doy la razón.

María cambió la expresión de su cara de dulce a severa, de amigable a solemne. Ambos se miraban fijamente, como dos animales heridos. Al recuerdo de Santos vino una imagen, un pensamiento fugaz, solo un segundo con la suficiente nitidez como para prestarle toda su atención. Era la señal de nacimiento en el brazo de Carmen Salazar.

-No se preocupe, señora, no está en mi ánimo herirla. Será el destino quien nos vuelva a poner cara a cara. Volveremos a vernos, seguro.
María endureció el rostro aún más mientras que estrujaba  entre sus manos, con fuerza contenida,  uno de los picos del delantal.

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 /// Fin de la sexta  entrega.///  la siguiente en un par de días.
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