El convento de Santa Clara le
era familiar. La última vez que estuvo allí fue acompañando a Doña
Fermina, pocos días antes de su ida al
paraíso. Paraíso, sí, porque ella acostumbraba a decir: “Quien hace un paraíso de
su pan, de su hambre hace un infierno”, cambiaba intencionadamente de palabra,
y donde debía decir cielo decía paraíso. Santos nunca supo el porque del
cambio. Era una frase hecha que la decía
con frecuencia, alguna que otra vez incluso fuera de contexto. Especulaba
mentalmente sobre el convento por no pensar en lo que realmente hacía que
tuviera el alma en un hilo: María Salazar, Carmen Salazar. ¿Casualidad?
-¿Una hija?
-Eso dicen. Debe de tener sus mismos años más o menos, si
es que aún sigue viva. Pero oiga, ¿Está usted bien?, parece intranquilo y
afectado por lo que le estoy contando.
-No, no importa. No se preocupe, estoy bien, dígame, ¿Qué sabe del Conde?, ¿Cómo era?
-No lo traté, o no me acuerdo
de haberlo tratado. A mis ochenta y siete años muchas veces cuando en la
memoria es de noche no es tan fácil que
se haga de día. Si se le hace caso a la gente habría que pensar que era un tío
raro. Cuentan que se relacionaba poco con las almas a las que daba el sustento
de cada día. Iba y venía en un auto
negro y casi siempre solo. Pero oiga... ¿No será usted periodista?
-No, por Dios que ocurrencia.
Solo busco conocer la historia reciente de esos personajes que, de una manera u
otra, tuvieron en la comarca alguna
importancia por disponer de tierras y patrimonio. Pero oiga, ¿Me podría decir dónde puedo encontrar a esa
mujer... a ¿María?
-Sí, María. Claro hombre.
Usted continúe por el camino hasta llegar al pueblo, cuando entra en la calle,
es la casa que tiene en la puerta un moral grande y frondoso, según baja le
pilla a usted a mano izquierda. No sé si es la tercera o la quinta casa, más
bien la quinta. Pero, oiga, si va a verla poque a usted le interese la finca o
la historia, con esa mujer tenga cuidado, es lista como el hambre y sabe más
que cuenta, mucho, mucho más…
Nuevamente Santos levanto el
brazo, agitó la mano de derecha a izquierda varias veces como señal de amigable
de despedida. Se alejó lentamente, como quien anda y a la vez va contando los
pasos. El abuelo tocó la visera de su gorra correspondiendo de esa forma a la
despedida. Entre las baldosas de
piedra que separaban las casas del
camino, crecía un musgo verde oscuro que brillaba con el sol.
En su recuerdo el retrato del
hombre que presidía el salón, volvió a ocupar todo el espacio que la memoria
cede a la evocación. Todas las preguntas, que alguna vez no se había atrevido a formular, estaban
allí, flotando en el aire y el espacio entre el camino y la gran casa que, como
una aparición, ocupaba la loma de la colina más alta.
Aquel espasmo, tan habitual en
su estómago cuando las emociones le superaban, de repente se hizo nudo que le
ataba a aquel paisaje, como si siembre hubiese, de alguna manera, formado parte
de él.
Caminó calle abajo. En
silencio, sin mover sus labios, repetía sin cesar el nombre de la anciana. Suponía
que posiblemente fuese la abuela, la tía,
o incluso la madre de Carmen Salazar.
Estaba seguro que ella aún seguía viva; estaba presente en la atmosfera
de aquel lugar, podía presentir eso, al igual que barruntaba que la anciana a
la que iba buscando, quizás, solo quizás, lo estaba esperando.
A unos pasos, en la puerta de
la casa frente a un gran árbol, una mujer mayor, que podía tener, año arriba
año abajo, la edad de su difunta madre,
colgaba ropa recién lavada en unas
cuerdas puesta allí a propósito para ello.
Su pelo era blanco, tanto que el moño en el que se lo recogía parecía
una moña de jazmines. Vestía traje y delantal negro, tan oscuro como la noche
huérfana de lunas y estrellas. A Santos le pareció haber viajado en el tiempo,
a un tiempo remoto extrañamente perdido en el laberinto de sus
recuerdos. Fue despacio hacia ella,
el blanco de la cal de las paredes le deslumbraba. María Salazar, sobresaltada,
dejó el barreño en el suelo, se incorporó con dificultad y miró a Santos desde su pequeña estatura. Durante
unos segundos quedó inmóvil, casi petrificada, como si hubiese visto un rostros
viniendo de los confines de un tiempo
lejano.
-Me llamo Santos.
La mujer supo recomponer su
semblante. Los ojos le brillaban de una forma extraña.
Santos tomó aire. No intentó
fingir, era indudable que su notable parecido con el hombre del retrato lo
había traicionado y se sintió delatado.
-Soy el hijo de Don Ignacio,
El Conde.
La anciana volvió a mirarlo,
esta vez ya sin asombro.
-Mi madre, Doña Fermina, murió
hace apenas unas semanas. Si me atrevo a
molestarla es porque estoy buscando información. Me han contado que a mi padre lo mataron unos meses antes de que
yo naciera y me han dicho que usted lo
conoció porque trabajaba para él en la finca Torres Altas.
Un nuevo brillo, esta vez más
intenso, escapaba de los ojos de María, apenas un ligero baile de pupilas
delataba su nerviosismo. Santos podía percibir esos pequeños gestos. La anciana, con un ademán de cierta autoridad,
se llevó las manos hasta su cabeza intentando recomponer su cabello, alisándolo
hacia el moño, después, llevando las manos hacia su cintura, alisó lentamente
su delantal.
-Pues aquí solo va a perder su tiempo.
-Pero usted trabajó en Torres
Altas, en la casa de mis padres.
-Han pasado muchos años de
aquello. Ya en mi memoria no queda títere con cabeza de
aquel tiempo. Ya ve... No tengo más que contarle.
-¿Tan mal fue tratada en
Torres Altas?
-No, claro que no.
-Entonces es que debían ser
malos patrones…
-Al contrario, al contrario…
pagaban bien.
-Si era usted la sirvienta
¿Cómo, al morir mi padre, dejó de estar al servicio de mi madre?
-Ya veo que no, que usted no
tiene ni idea de lo sucedido.
-No. A mi
pobre madre no le gustaba hablar de ciertas cosas.
-Debe ser así, porque de otra
forma no se explica ese aire de usted… parece alejado del mundo real.
-Perdone Señora, es sólo que
la gente, o mejor dicho, algunas personas no me gustan hasta que me demuestran,
de alguna manera, la nobleza de su corazón.
-Pues en eso somos de la misma
opinión. A mí tampoco.
-Intuyo, entonces, que usted
lo debió pasar mal trabajando para mi familia, o que se sintió usted maltratada
y que por eso esconde ese dolor que adivino en sus palabras y, sobre todo, en
su rostro.
-Joven, por mucho que usted
haya sufrido, le aseguro que no tiene usted ni idea de lo que es el dolor.
-He de suponer que, cuando no
fueron necesarios sus servicios, la echaron.
-No. No. Nunca hubo motivos
para echarme, y sí para quedarme anclada a medio camino de la tierra y el
cielo, como una nube de tormenta sin agua.
-Entiendo. Fue su decisión
quedarse en este pueblo, pero señora… ¿En que momento se rompieron las
relaciones entre mi familia y usted?
-Ni antes ni después, el mismo
día que me enfrenté a su padre y le dije que estaba embarazada.
A Santos se le entrecortó la
respiración. Dejó de respirar, solo un instante. Trató de decir algo, su boca
solo quedó entreabierta, muda, seca,
como el que se asoma al brocal del pozo y no ve el agua, solo el barro y
las piedras del fondo. Un instante que duró una eternidad hasta que pudo tragar
su propia saliva. María Salazar no dejaba de mirarse en sus ojos… como se
miraba en los del Conde, pero ahora lo hacía con desgana.
-El Conde, a ese que usted
llama padre, era un hombre alto, bien plantado, guapo y educado, y desde que
comencé a trabajar en la casa, ambos sentimos una atracción que no tengo yo
porque justificar ante usted. Las cosas pasan porque sí, sin más.
Santos continuaba sin poder
pronunciar palabra, no podía entender qué
le sucedía, sentía una sequedad
que ponía tacto de lija en su garganta. Intento sobreponerse a aquella
sensación tan amarga y casi balbuceando consiguió preguntar a la anciana:
-¿Insinúa usted que con mi
padre tuvo relaciones de amor y quedó embarazada?
-¡Es mejor que se marche!...
Pregunta demasiado, y yo la mitad de las respuestas las tengo olvidadas.
Santos necesitaba fuerzas para
continuar la conversación. Quiso disimular aquel esfuerzo interior jadeando
varias veces, era como si estuviese
despertado de un sueño de cien noches seguidas. Lo mismo que en Zafra, cuando
salió de la casa de Carmen Salazar si saber dónde estaba. Era la misma
sensación. El cansancio le obligaba a ser directo, a utilizar cuanto menos
palabras mejor.
-¿En qué orfanato dejó a la
niña?
La Mirada de María Salazar,
que estaba clavada en la de Santos, bajó hasta el suelo como huyendo de una
bandada de murciélagos saliendo de aquellos ojos igualitos a los de Don
Ignacio.
-No sé quién ni qué le han contado. Será mejor que se marche
usted.
-No, no me marcho. Tengo
derecho a saber la verdad, esa verdad que
me afecta tanto o más que a usted.
-Lo siento, en eso no le doy
la razón.
María cambió la expresión de
su cara de dulce a severa, de amigable a solemne. Ambos se miraban fijamente,
como dos animales heridos. Al recuerdo de Santos vino una imagen, un
pensamiento fugaz, solo un segundo con la suficiente nitidez como para
prestarle toda su atención. Era la señal de nacimiento en el brazo de Carmen
Salazar.
-No se preocupe, señora, no
está en mi ánimo herirla. Será el destino quien nos vuelva a poner cara a cara.
Volveremos a vernos, seguro.
María endureció el rostro aún
más mientras que estrujaba entre sus
manos, con fuerza contenida, uno de los
picos del delantal.
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/// Fin de la sexta entrega.///
la siguiente en un par de días.
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