miércoles, 7 de diciembre de 2016

"EL BAILE DE LA LIBELULA" (VIII)

A Santos le sobraban razones -y le hacían falta pretextos- que justificaran su encuentro con Carmen. Era un recuerdo convertido en una obsesión omnipresente en todos los segundos de su tiempo y en todos los acontecimientos, incluidos los solo imaginables. La había conocido tres días antes, en Zafra, el bar de la esquina de la avenida Conde de la Corte y la calle Tetuán, frente a la Iglesia de La Candelaria.

Ese dato no lo había olvidado. Solía frecuentar esas calles porque el pisito de la Plaza Chica estaba al lado. En aquella zona había siempre menos bullicio y menos gentes que en la placita donde estaba la vivienda. Cuando pasaba por la puerta del bar solía mirar hacia el interior. La clientela eran jóvenes empresarios acompañados por sus secretarias y algunos viajantes -a los que ahora se llama comerciales- buscando clientela, unas veces entre los jefecillos y otras entre sus distinguidas oficinistas. Miraba aquella escena a través del cristal del enorme escaparate que hacía que el bar se prolongara hasta la misma acera. Sin extrañeza observó las faldas ajustadas de las jóvenes acompañantes, insinuaban piernas de gemelos fuertes, y las manos graciosas como libélulas aleteando en un baile de eterno cortejo, jugando a apartar a algún mechón de cabello de la cara, luego salían del bar, giraban en la esquina y se perdían tras la puerta del primer portal.

Aquella tarde Santos no siguió el camino de costumbre, sin saber porqué empujó la puerta y se encaminó hacia la barra del bar. Desde un taburete giratorio, cruzando sus manos sobre las rodillas se dispuso a observar más de cerca. Las jóvenes secretarias iban y venían entre risas contenidas y sonrisas disimuladas tras el cristal de un vaso de Martini. Pasaban rozando sus rodillas, tanto que podía respirar los aromas que destilaban por su piel blanca y sedosa. Podía oler el perfume de sus cabellos y contemplar sus gestos delicados mientras daban mordiscos a una patata frita tratando de hacer el menos ruido posible.

Santos era consciente de que no le habían enseñado, que no había aprendido, a cómo comportarse en aquella situación, pero no le importó demasiado, era como si en el fondo, por primera vez, se sintiese cómodo sintiéndose incómodo. Pensó que sólo tenía que dejarse llevar, como un bailarín cojo. A Carmen Salazar parecía resultarle divertida la situación. Así debía ser por la manera en que su sonrisa asomaba con frecuencia en el rostro mientras lanzaba una y otra mirada a Santos.

Comenzaba a recordar aquel encuentro. No era como él intuía, sino de una manera diferente a como habitualmente recordaba las cosas. Había guardado en su memoria cada detalle, cada milímetro de tiempo, y a la vez todas las sensaciones y emociones que iban unidas a cada gesto, a cada comportamiento. Podía escuchar su risa con nitidez, como se escucha el grito de las estrellas cuando se van quedando sin luz que regalar a la oscuridad. Siempre quise escribir esto: Las estrellas son esclavas de la oscuridad. “Me gustan los hombres cuidadosos” escuchó, como un eco dentro en su cabeza, y la recordaba sonriendo mientras él doblaba su chaqueta de entretiempo sobre una silla de aquella casa tan desordenada. Luego la siguió hasta la cocina. Ella abrió un armario, cogió una sartén, bajó un poco la cabeza, “no paras de mirarme” –dijo- y sacó de la nevera dos hamburguesas envueltas en plástico trasparente, “me vas a desgastar” –añadió- y giró un poco la muñeca, como si espantase a una libélula disfrazada de mariposa.

Cenaron sentados en el sofá.. Apoyaban los platos en una mesita baja con cuerpo metálico y alma de cristal. A ella, cuando se inclinó para morder la hamburguesa, de entre los panecillos resbaló una gota de mahonesa que fue a parar a su vestido. Con naturalidad bajó la cabeza hacia la mancha, y se quedó sorprendida, como si aquella fuera la primera vez que se manchaba en toda su vida. “No me lo puedo creer” –dijo- con la mano derecha en alto sujetando la hamburguesa.
Aquella imagen volvía, una y otra vez al recuerdo de Santos. Los dedos grasientos llenos de mahonesa volvían como una pelota que choca contra una pared, y regresa. Pero ahora ella no estaba. Se vio a sí mismo quieto, como si de alguna forma el pasado no hubiese sido aún. Por un instante, le atravesó la idea de que ya nunca más volvería a ver con vida a Carmen Salazar. Tenía que tranquilizarse. Saltó del taburete y pidiendo disculpas fue haciéndose hueco hasta salir del bar.

El pisito estaba cerca, giró en la esquina y casi sin darse cuenta se encontró en su habitación. Dejó con cuidado su chaqueta de entretiempo colgada en el respaldo de una silla, mientras, otra extraña idea comenzaba a tomar forma en su cabeza, no era sólo un pensamiento o una sensación, Santos recordó aquel pequeño aseo de azulejos blancos donde se lavó las manos llenas de sangre. El silencio era completo, era tan grande y mudo como el suspiro de la rosa cuando deja de ser flor. Santos descolgó la chaqueta y la puso sobre la cama, dobló una manga y pasó su mano sobre ella. Luego la otra, usando los mismos movimientos, exactamente los mismos, tratando de quitar toda arruga. Volvió a doblarla dos veces más y la llevó con ambas manos hasta el armario. Cuidar la ropa es importante -escuchó dentro de su cabeza- De repente se detuvo, miró el espacio que queda entre la cama y la pared y recordó el cuerpo de Carmen, encogido, blanco, muy blanco, como abrazándose así mismo. El no podía haberla matado. Cerró la puerta del armario con tanto cuidado como el que cierra la puerta de una jaula para impedir que se le escape el jilguero. Trató de respirar. Luego se quitó el pantalón. En la pernera derecha tenía una arruga y trató de corregirla soplando la tela y estirándola con fuerza, pero entonces ya era tarde. El rostro de un anciano se estaba dibujando en la pared. Santos sintió que las piernas ya no le sostenían. Llevaba demasiadas horas sin dormir. Trató de bajar las persianas, pero el viejo salió de la pared empuñando un fusil. Dentro de su estómago una sensación de calor comenzó a crecer como un globo en la boca de un niño. Un temblor se apoderó de su cuello, no podía sacar la voz de su garganta. El abuelo Salazar le apuntaba con su fusil. Por fin, un desgarrador grito pudo huir, como alma que se lleva el diablo, desde su pecho a la nada de aquel aire que le abrasaba por entero. Los brazos de Santos se abrieron en cruz y sus ojos se clavaron en el techo. Volvió a gritar repetidamente, cada vez con más ahínco, cada vez con un alarido más largo. Los gritos se extendían por el pasillo y cruzaron hasta el portal de la calle, mientras a su cabeza acudían la gente de la Plaza Grande bailando y festejando a San Miguel, todas gritando al ver al abuelo Salazar corriendo desnudo empuñando una escopeta con la que apuntaba a diestro y siniestro, a la vez ese recuerdo se mezclaba con el de Carmen manchándose un vestido y otro y otro más… Había perdido el sentido dl tiempo.

Pasado un rato, el sonido del timbre y los golpes en la puerta devolvieron a Santos al presente. El reloj de la mesilla marcaba las cinco de la madrugada. Cuando se pudo poner en pié el abuelo Durán ya había desaparecido y Carmen tampoco estaba. Al otro lado de la puerta dos agentes de la policía local le miraban fijamente.

-Buenas noches. Tenemos un aviso por gritos, ¿está usted solo?
Santos, por fin, pudo respirar.
-He cometido un crimen.
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 /// Fin de la octava  entrega.///  la siguiente en un par de días.
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