lunes, 19 de febrero de 2018

Ya casi nadie reza... todo el mundo trabaja



Hace más de sesenta años que rezo. No había nacido aún y, sin temor a equivocarme, puedo asegurar que mi sangre rezaba con la de mi madre.  Ella se encargó que en la cuna estuviera protegido por un Angel de la Guarda labrado en una medalla de plata. Mi padre, antes de que yo naciera, lo compró en una joyería del pueblo al que su trabajo lo desplazaba todos los día. Sin duda fue mi madre quien le hizo aquel encargo. Fue el mismo Angel protector que, años después, también veló los sueños de mi hermana.

Ya desde muy pequeño aprendí los primeros gestos cristianos. No había noche que la oración del Angel de la Guarda dulce compañía… no fuese recitada por mis labios, también mi abuela tuvo mucho que ver en “las cuatro esquinitas tiene mi cama…” Era aquel invisible Angel de la Guarda el que me guiaba por las cuatro esquinitas y me llevaba hasta la orilla del sueño.

Más tarde, tras la Primera Comunión, me revestí –nervioso y muy preocupado por tocar a tiempo o a destiempo la campanilla en la consagración de la misa- con la túnica roja y la sobrepelliz blanca de los monaguillos. Durante años aprendí los pequeños secretos que había detrás de saber poner un cirio derecho, saber colgar la capa pluvial, el “manutigio” correcto de cálices y copones, y hasta doblar adecuadamente el “velo humeral”. Ya no dudaba en que momentos sagrado debía sonar -una o dos y hasta tres veces- la campanilla, el carrillón o la espuela. Me gustaba la emoción de las ceremonias solemnes y ver como al balancear el incensario las brasas de carbón se volvían rojas y brillantes antes de que el humo perfumado se fuese con el aire en vez de quedarse y perfumar el paño de altar o los filos del roquete blanco del monaguillo principal.


Más tarde aún, en las meditaciones del seminario, entre el madrugón matinal y un desayuno escaso y tardío, intenté –sin mucho éxito- echar mano de múltiples métodos de oración. Siempre tenía la misma impresión: me perdía en un laberinto. Me preocupaba tanto el estar “perdiendo el tiempo” que tuve que dar parte al director espiritual, denunciándome a mí mismo  a la vez que solicitaba por mi torpeza  clemencia o condena.  Con el tiempo, la imaginación, la memoria, las preocupaciones propias y ajenas y mil pequeños o grandes acontecimientos, se han puesto a tirar o a empujar en carrillo de mis oraciones. Ahora, con sesenta años, ya sé rezar… cada día procuro hacer bien mi trabajo.
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