Primer ratito
Al
deshacerse la luz de la tarde comienzan a templar las libélulas azules que dan
la bienvenida a la noche. Es cuando, desde lo más recóndito de su interior,
afloran recuerdos, sensaciones, e incluso alguna caricia que se hizo real de
tanto y tanto desearla. Andrés, con la ternura de un niño grande pegada a la
piel de su alma, juega en silencio y ata a su dedo índice el humo del que se
alimentan las flores más altas, las que rezuman los colores nuevos a los que aún no les ha
puesto nombres. Hay días en los que su
mirada se pierde por laberintos de cristal que tienen paredes lisas y planas,
frías, tan frías como el filo de la navaja que cada mañana raja la oscuridad de
la noche para que el sol entre y se coma los malos sueños de las madrugadas. Con hilos de agua hilvana a su
mirada los trocito de vida que gasta a cada instante sin saber bien ni dónde ni
en qué. Sabe alzar el vuelo montado en el aire de una risa sin fin, o
sumergirse en la más profunda de las lamentaciones. Es soldado en una guerra incruenta, lucha contra el azul del cielo y, cuando gana
la batalla, lo tiñe de grises y ocres que huelen a incienso de Semana Santa o
al hinojo que crece entre los olivos y las piedras de “Los Matorrales”. Lo que más le entretiene es callejear
y va dibujando en las fachadas soles,
lunas y estrellas trasparentes que solo él puede ver… Tiene la calle Convento,
la calle La Fuente y la calle Nueva repleta de grafitis y rayajos invisibles que son su firma y la viva imagen de su alma.
Andrés, que también podría llamarse
Joselito o Miguel, o Antonio o Julito... El nombre es lo de menos porque él
casi siempre se olvida de cómo se llama, se acuerda cuando alguien lo llama o
lo saluda, como iba diciendo, Andrés es
el hombre más niño y el niño más hombre de un pueblo, que como todos los
pueblo, tiene en él a su “tonto” oficial.
Los pocos espectadores de su vida
desconocen el porqué tiene marcados, con un círculo rojo, algunos días en un
almanaque colgado en el zaguán de su casa. Otros días aparecen marcados con
círculos más estrechos, más ajustados a los números, que terminan en punta en
su vértice inferior, son como una
lágrima pintada al revés. Posiblemente los primeros señalan las jornadas
mágicas en las que, él y solo él, tuvo el control sobre su vida. Los segundos, las lágrimas, señalan los días
en los que, sin ser dueño de sus actos, fue
libre para soñar y correr entre los chopos de la ribera adueñándose del
olor amargo de sus hojas.
La
vida de Andrés es como un cuadro Dalí: formas sinuosas que reclaman la atención
constante de quien mira, colores mezclados en una marmita de alguna hechicera
sin nombre, insinuaciones que van más allá de los límites del arrepentimiento,
del acto de contrición o del pecado. Su vida es la posibilidad de lo imposible, tiene sabor de azúcar y a la vez el de la
sal.
(fin del primer ratito...)