Quinto ratito.
Andrés
con los jóvenes de su edad no se lleva mal. Algunas noche cuando va camino de
su casa y pasa por La Plaza, si algún mozo lo ve, sale a la puerta del bar, da un silbido, él mira y
adivina que le invitan en el Bar de Narci o en La Cantamora o en la Campanera... Entre ellos apuestan si Andrés es
capaz, o no lo es, de apurar el vaso sin levantarlo del mostrador y sin tocarlo
con las manos. Igual que sucediera con los niños, los mozos también ríen… ¡Con
esos morros...Ya podrás!... Le dicen entre
sonoras carcajadas, y si le ven dispuesto, y ellos tienen más ganas de risas, le pagan varias rondas.
Con las muchachas es distinto, ante ellas se muestra más tímido, entre temeroso y cobarde. Cuando baja por la calle Conejo camino del
mercado y se cruza con alguna muchacha, se pone rojo y azorado, baja la mirada y
se aparta, después de que se hayan cruzado la mira a hurtadillas y siente un desasosiego
que le inquieta, pero le gusta sentirlo. Una noche en el baile de la verbena que
organiza la Hermandad de la Virgen de los Dolores a mediados de Agosto, cuando
le llegó la edad, sintió la necesidad de palparle los pechos a Carmencita, sin
pensarlo dos veces se lanzó sobre ella. Ella respondió dándole un sopapo que todavía le escuece en la cara. ¡A todos los tontos les da por lo mismo! Dijeron
algunos con cierta benevolencia. !De
casta le viene al galgo! Comentaros otros.
Andrés sintió algo parecido a la vergüenza
y al bochorno cuando escuchó los comentarios
y las risas de la gente que expectantes esperaban
la reacción del muchacho… Como de costumbre agachó la cabeza y apretó a correr calleja del Tupio abajo. Aquella noche, ya acostado, daba vuelta
en su cabeza y en su minúscula memoria a lo ocurrido. Evocaba como los ojos de
Carmencita echaban lumbre, nunca nadie
le había mirado así, como de mujer a hombre. Para conservar aquella imagen
entornó los párpados y rozo delicadamente con la palma de su mano la mejilla
abofeteada... Pensó que con aquel gesto el recuerdo no podría escapársele. Al rato se sintió más tranquilo y, arropado por el sueño, se quedó dormido, pero
antes dibujó una lágrima en su calendario.
Cada
día, nada más abrir los ojos, le viene a la cabeza algún detalle de su historia
y no le parece digna de haber sido
vivida. Esta mañana a su memoria llegó el
recuerdo de cuando era más niño, de edad
y de cuerpo, y se subió a un guindo de la huerta de los Cabeza atraído por el pío-pío de un gorrión que
creyó desamparado, al acercarse y estirar su mano el pájaro emprendió un largo
vuelo alejándose, él, desde entonces, hace lo mismo al darse cuenta que también
es un pájaro desvalido. Aquella experiencia le dejó con el anhelo inconfesable de tener el
plumaje del arco iris, la fuerza de las alas de las mariposas blancas de la col
y el corazón del humo blanco con el que las nubes se disfrazan antes
de llorar. Casi siempre, son sus estrafalarios pensamientos los encargados de
acallar su conciencia, de devolver sus pensamientos a la simple simpleza de la
que él es el ejemplo más simple.
(Fin
del quinto ratito)