Calculó, el viaje duraría menos de una hora. Se detendría en
Zafra para echar gasolina y tomar un café, y así lo hizo. Durante el trayecto
no dejaba de repasar mentalmente la escueta información que el recuerdo quería
compartir con él. Eran siempre las mismas imágenes, las sensaciones se repetían
y los mismos reproches iban y venían. Justificando
su conducta con el “no es normal en mi”. No había mucho tráfico, un par de tractores, a
los que no pudo adelantar hasta llegar a
una zona de carretera recta, retrasaron su previsión de tiempo. Era igual, no
tenía prisa y el temor de no conocer el sitio al que iba hacía que el tiempo no
fuese importante. Ya debo estar cerca del
cruce de Valverde, -Pensó- y al momento una señal en la cuneta de carretera
lo anunciaba, dicho y hecho –continuó
pensando- sonrió complacido y aminoró la velocidad.
Giró a la izquierda y durante un rato circuló por un camino con
bastantes curvas y algún que otro terraplén, llegó a pensar que se había
confundido de itinerario, es que este
terreno no lo conozco, nunca me trajeron por aquí… Al cabo de un rato
avisto una docena de casas. Estaban pegadas unas a otras y hacían dos hileras a
ambos lado de aquella travesía que se perdía,
cerro arriba, en una pronunciada
curva. Con destreza logró detener el coche entre el tronco grueso y gris de un
sombrío eucalipto y una piedra de considerable tamaño, casi tan alta como él y
tan ancha como el automóvil, en ella,
con letras azules sobre baldosines blancos, se podía intuir el nombre del lugar:
“Torre Alta”. Casi todos los azulejos, de la docena que componían el letrero, tenían algún desperfecto, incluso en
algunos las letras eran casi ilegibles
pero aún así, Santos, no tuvo dudas de que había llegado a su destino.
Aquellas casas parecían
tener miedo, estaban apelotonadas, como protegiéndose unas a otras al borde del camino. Santos observó que tras
la primera hilera de viviendas había otra de corrales y establos a los que
ponía sombra media docena de encinas y chaparros. El suelo, entre las casas y la linde del camino, estaba
empedrado con grandes lanchas de pizarra y el umbral de las casas era de
ladrillos rojos. Toda las casas parecían cerradas a cal y canto.
Dio varias vueltas sobre sí mismo para observar el lugar, llamó
su atención la gran casa que, sobre la colina por la que se perdía el camino y
orientada a la salida del sol, debió ser el corazón de aquel paraje y de sus
gentes. Era una casa con una fachada considerable, dos plantas de altura y más
de diez ventanas dispuestas simétricamente alrededor de una puerta por que podía entrar un carro. Delante
de podían imaginar poyetes y arriates, dos palmeras parecían hacer guardia, día
y noche, al edificio. Más abajo, antes de llegar a un prado con un ejército de
encinas, dos enormes nogales y una pérgola con arcos de forja.
Anduvo unos metros y giró
en la esquina de la última casa. Un
hombre mayor sentado en un banco de piedra bajo encina, era el único alma no difunta del lugar, no apartaba su mirada de Santos, como desconfiando de sus intenciones aún sin
conocerlas. Santos levanto el brazo y agitó la mano de derecha a izquierda
varias veces como señal de amigable saludo. Se acercó lentamente, como quien
anda y a la vez va contando los pasos. El
hombre tocó la visera de su gorra correspondiendo de esa forma al saludo.
Parece usted perdido, -dijo- Santos,
a tres pasos de distancia, contestó:
-No, no… Quería
preguntarle por aquella casa, de la colina.
El anciano antes de hablar volvió a tocar la visera de su gorra.
- Mal ojo tiene usted. No
se la recomiendo.
- ¿Cómo?... No le
entiendo… ¿Qué quiere usted decir?
- Es la gran casa de la
finca Torre Alta. Está abandonada, allí mataron al propietario, le dieron
varias puñaladas. Don Ignacio, El Conde, como por aquí le llamaban.
Los espasmos de ayer
volvieron a adueñarse del estómago de Santos, le temblaron las piernas y un
pitido en los oído le pusieron en alerta. Era como si, por un momento, su cuerpo
se vaciara de su carne, y su sangre hubiesen huido a otro lugar.
El viejo se rascó la nuca por debajo de la gorra
-Me llamo Feliciano.
Santos no era muy dado a entablar relaciones de ningún tipo, y
menos con alguien desconocido, pero
necesitaba información y haría cualquier cosa para conseguirla, de manera que
estrechó la mano del viejo que ya de pié le extendía la suya. No tenía un tacto suave, pero aguantó el
apretón hasta que Feliciano aflojó y se deshizo el saludo.
-¿Está usted bien? ¿Quiere
sentarse un rato? Dijo el anciano al observar de cerca la palidez
del semblante de Santos. Tomó asiento sin saber muy bien a qué voluntad
obedecía. En su cabeza bailaba el nombre que el vejo había pronunciado con la
figura del retrato su padre.
-La finca está abandonada- continuó diciendo el
hombre- desde hace más de cincuenta años…
más o menos… casi los años que tendrá usted . Un robo, una venganza, la
envidia… vaya usted a saber. Eran tiempos de guerra, la gente moría y nadie
preguntaba la causa, por si acaso. Dijeron que fueron varios hombres de fuera. No puedo decirle mucho más. Pero si
lo que pretende es comprar la finca puede preguntar a María Salazar.
Santos tragó saliva al oír aquel apellido. En su mente apareció
la imagen de aquel buzón verde “Carmen Salazar Rivera”. El anciano interrumpió
de nuevo sus pensamientos.
-María Salazar, de
joven era sirvienta en la casa del
Conde. Aunque no estoy muy seguro que ella sepa nada sobre la venta, es tan
añosa como yo. Su padre era muy respetado por todo el contorno, el abuelo Salazar le llamábamos por aquí.
De repente Feliciano dejó de hablar. Su mirada se había
congelado mirando a alguna parte de aquel entorno donde estaba más que él y
Santos.
-Parece que le esté viendo
ahora mismo. -dijo- ¿Conoce usted
Zafra? El
abuelo pareció por la calle que baja
desde la Iglesia hasta el Ayuntamiento, allí ejercía su oficio, de juez
de paz. El ayuntamiento estaba cerrado,
porque era la fiesta de San Miguel. No llevaba su sombrero de paño y ala ancha,
ni la chaqueta de pana negra, ni
pantalones ni zapatos, ni nada. Apareció
como Dios le trajo al mundo, completamente desnudo, con el fusil de su
hijo Andrés colgado de la espalda.
-¿Y todo esto qué tiene
que ver?, dijo Santos, o quizás solo lo pensó. En
ocasiones no estaba completamente seguro de esas cosas. No sabía por qué, a
veces las palabras se quedaban encerradas dentro de su cabeza o ancladas en su
garganta. El anciano volvió a tocar la visera
de la gorra. Su mirada parecía perdida, como si de repente soñara
despierto.
-Como le iba diciendo, al
hijo del Abuelo Salazar lo encarcelaron
por revelarse. De un puñetazo le rompió
la nariz a un sargento de los civiles, en aquellos tiempos… imagínese. Por
estos confines después de la guerra se dieron algunos casos de insurrección, ¿sabe
usted?, eran simples faltas de respeto a la autoridad, casos sin mayores repercusiones,
como el de Camilo, el porquero, al que declararon débil mental y lo dejaron
marchar sin más reprimenda que un arresto domiciliario. Pero con Andrés
Salazar no se tuvo ninguna clemencia, le
cayeron diez años de cárcel. ¿Se lo puede usted creer?
Santos trató de decir algo, pero el hombre siguió con la
historia.
-Total, a lo que vamos,
que por eso o no por eso, el Abuelo Salazar se presento en la plaza como Dios le trajo al mundo. Al
verlo aparecer la gente se fue apartando para que él pasara. Cuando subió al
escenario los músicos dejaron de tocar, las
parejas de bailar. Todavía recuerdo aquel silencio. El viejo parecía un
fantasma. Todos pensamos que se había vuelto loco. Agarró la escopeta y la gente, empujándose, corría calle arriba. ¿Usted fuma?
Santos negó con la cabeza. Mintió. No quería compartir con
Feliciano más que lo preciso. Aquella situación y la historia que contaba el
abuelo le estaba incomodando.
-Hace bien. Pues como le
iba diciendo, allí estaba el viejo, subido en el escenario, con la orquesta a sus espaldas. Los músicos se
miraban los unos a los otros, como si se pidiesen permiso para hacer algo.
Cuando por fin dieron un paso hacia delante, el abuelo se giró y los encañonó todos dieron un paso atrás al mismo tiempo, como
si estuviesen bailando. Pasó un rato hasta que los guardias subieron
con la intención de detenerlo, pero el abuelo, que sabía mas sabía por
viejo que por diablo, se imaginó la
jugada y de un brinco, como si se tratase de un jovenzuelo, bajó del escenario.
Todos volvieron a apartarse y dejándole
vía libre. Los guardias hicieron lo mismo que él y corrieron hasta que lo
alcanzaron. Ya en el suelo, el pobre, vi
cómo uno de los guardias lo tapaba con
su capa, hasta que llegó una ambulancia y se lo llevaron. Esa fue la última vez
que se vio al Abuelo Salazar en Zafra.
Santos carraspeó
-¿Y dice usted que la
hija, María, trabajó en esa finca?
-Había miedo, sabe usted,
por aquí le mataban a uno por escuchar la emisora de radio equivocada. Mi
familia se salvó a base de callar. Oír, ver y callar, ese era el lema para
seguir vivo. Los Salazar eran una buena familia a pesar de la estirpe de la que
vienen. Ayudaban a la gente.
Santos se puso en pié.
-Oiga, me gustaría saber
dónde vive María Salazar.
-Claro,
perdone usted. Tal vez ella sepa algo de los herederos. Si quiere comprar la
finca ahora puede sacar un buen precio. Vaya usted con tiempo, es una mujer muy
desconfiada… No cuente ni refiera que se
lo he dicho yo, pero seguro que tantos recelos y desconfianza son porque, cuando trabajaba de sirvienta, se quedó
embarazada y no estaba casada. Dicen que
parió una niña y que la dejó en el torno del convento de Santa Clara en Zafra.
/// Fin de la quinta entrega./// la siguiente el próximo Jueves dia 1 de 2016
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