martes, 29 de noviembre de 2016

"EL BAILE DE LA LIBELULA" ( V )

Calculó, el viaje duraría menos de una hora. Se detendría en Zafra para echar gasolina y tomar un café, y así lo hizo. Durante el trayecto no dejaba de repasar mentalmente la escueta información que el recuerdo quería compartir con él. Eran siempre las mismas imágenes, las sensaciones se repetían y los mismos reproches iban y venían.  Justificando su conducta con el “no es normal en mi”.  No había mucho tráfico, un par de tractores, a los que no pudo adelantar  hasta llegar a una zona de carretera recta, retrasaron su previsión de tiempo. Era igual, no tenía prisa y el temor de no conocer el sitio al que iba hacía que el tiempo no fuese importante. Ya debo estar cerca del cruce de Valverde, -Pensó- y al momento una señal en la cuneta de carretera lo anunciaba, dicho y hecho –continuó pensando- sonrió complacido y aminoró la velocidad.

Giró a la izquierda y durante un rato circuló por un camino con bastantes curvas y algún que otro terraplén, llegó a pensar que se había confundido de itinerario, es que este terreno no lo conozco, nunca me trajeron por aquí… Al cabo de un rato avisto una docena de casas. Estaban pegadas unas a otras y hacían dos hileras a ambos lado de aquella travesía que se perdía,  cerro arriba,  en una pronunciada curva. Con destreza logró detener el coche entre el tronco grueso y gris de un sombrío eucalipto y una piedra de considerable tamaño, casi tan alta como él y tan ancha como el  automóvil, en ella, con letras azules sobre baldosines  blancos, se podía intuir el nombre del lugar: “Torre Alta”. Casi todos los azulejos, de la docena que componían el  letrero, tenían algún desperfecto, incluso en algunos las letras eran  casi ilegibles pero aún así, Santos, no tuvo dudas de que había llegado a su destino. 
 Aquellas casas parecían tener miedo, estaban apelotonadas, como protegiéndose unas a otras  al borde del camino. Santos observó que tras la primera hilera de viviendas había otra de corrales y establos a los que ponía sombra media docena de encinas y chaparros. El suelo,  entre las casas y la linde del camino, estaba empedrado con grandes lanchas de pizarra y el umbral de las casas era de ladrillos rojos. Toda las casas parecían cerradas a cal y canto.
Dio varias vueltas sobre sí mismo para observar el lugar, llamó su atención la gran casa que, sobre la colina por la que se perdía el camino y orientada a la salida del sol, debió ser el corazón de aquel paraje y de sus gentes. Era una casa con una fachada considerable, dos plantas de altura y más de diez ventanas dispuestas simétricamente alrededor de una  puerta por que podía entrar un carro. Delante de podían imaginar poyetes y arriates, dos palmeras parecían hacer guardia, día y noche, al edificio. Más abajo, antes de llegar a un prado con un ejército de encinas, dos enormes nogales y una pérgola con arcos de forja.

Tenía que ser allí. 
Anduvo  unos metros y giró en la esquina de la última casa. Un  hombre mayor sentado en un banco de piedra bajo  encina, era el único alma no difunta del lugar,  no apartaba su mirada de Santos, como  desconfiando de sus intenciones aún sin conocerlas. Santos levanto el brazo y agitó la mano de derecha a izquierda varias veces como señal de amigable saludo. Se acercó lentamente, como quien anda y a la vez va contando los pasos. El  hombre tocó la visera de su gorra correspondiendo de esa forma al saludo. Parece usted perdido, -dijo- Santos, a tres pasos de distancia, contestó:
-No, no… Quería preguntarle por aquella casa, de la colina.
El anciano antes de hablar volvió a tocar la visera de su gorra.
- Mal ojo tiene usted. No se la recomiendo.
- ¿Cómo?... No le entiendo… ¿Qué quiere usted decir?
- Es la gran casa de la finca Torre Alta. Está abandonada, allí mataron al propietario, le dieron varias puñaladas. Don Ignacio, El Conde, como por aquí le llamaban.
Los  espasmos de ayer volvieron a adueñarse del estómago de Santos, le temblaron las piernas y un pitido en los oído le pusieron en alerta. Era como si, por un momento, su cuerpo se vaciara de su carne, y su sangre hubiesen huido a otro lugar.
El viejo se rascó la nuca por debajo de la gorra
-Me llamo Feliciano.
Santos no era muy dado a entablar relaciones de ningún tipo, y menos con alguien desconocido,  pero necesitaba información y haría cualquier cosa para conseguirla, de manera que estrechó la mano del viejo que ya de pié le extendía la suya.  No tenía un tacto suave, pero aguantó el apretón hasta que Feliciano aflojó y se deshizo el saludo.

-¿Está usted bien? ¿Quiere sentarse un rato?  Dijo el anciano al observar de cerca la palidez del semblante de Santos. Tomó asiento sin saber muy bien a qué voluntad obedecía. En su cabeza bailaba el nombre que el vejo había pronunciado con la figura del retrato su padre.
-La finca está abandonada-  continuó diciendo el hombre- desde hace más de cincuenta años… más o menos… casi los años que tendrá usted . Un robo, una venganza, la envidia… vaya usted a saber. Eran tiempos de guerra, la gente moría y nadie preguntaba la causa, por si acaso. Dijeron que fueron varios hombres  de fuera. No puedo decirle mucho más. Pero si lo que pretende es comprar la finca puede preguntar a María Salazar.

Santos tragó saliva al oír aquel apellido. En su mente apareció la imagen de aquel buzón verde “Carmen Salazar Rivera”. El anciano interrumpió de nuevo sus pensamientos.
-María Salazar, de joven  era sirvienta en la casa del Conde. Aunque no estoy muy seguro que ella sepa nada sobre la venta, es tan añosa como yo. Su padre era muy respetado por todo el contorno, el  abuelo Salazar le llamábamos por aquí. 
De repente Feliciano dejó de hablar. Su mirada se había congelado mirando a alguna parte de aquel entorno donde estaba más que él y Santos.
-Parece que le esté viendo ahora mismo.  -dijo- ¿Conoce usted Zafra?   El  abuelo pareció por la calle que baja  desde la Iglesia hasta el Ayuntamiento, allí ejercía su oficio, de juez de paz.  El ayuntamiento estaba cerrado, porque era la fiesta de San Miguel. No llevaba su sombrero de paño y ala ancha, ni la  chaqueta de pana negra, ni pantalones ni zapatos, ni nada. Apareció  como Dios le trajo al mundo, completamente desnudo, con el fusil de su hijo Andrés colgado de la espalda.
-¿Y todo esto qué tiene que ver?, dijo Santos, o quizás solo lo pensó. En ocasiones no estaba completamente seguro de esas cosas. No sabía por qué, a veces las palabras se quedaban encerradas dentro de su cabeza o ancladas en su garganta. El anciano volvió a tocar la visera  de la gorra. Su mirada parecía perdida, como si de repente soñara despierto.
-Como le iba diciendo, al hijo del Abuelo Salazar  lo encarcelaron por revelarse.  De un puñetazo le rompió la nariz a un sargento de los civiles, en aquellos tiempos… imagínese. Por estos confines después de la guerra se dieron algunos casos de insurrección, ¿sabe usted?, eran simples faltas de respeto a la autoridad, casos sin mayores repercusiones, como el de Camilo, el porquero, al que declararon débil mental y lo dejaron marchar sin más reprimenda que un arresto domiciliario. Pero con Andrés Salazar  no se tuvo ninguna clemencia, le cayeron diez años de cárcel. ¿Se lo puede usted creer?
Santos trató de decir algo, pero el hombre siguió con la historia.
-Total, a lo que vamos, que por eso o no por eso, el Abuelo Salazar se presento  en la plaza como Dios le trajo al mundo. Al verlo aparecer la gente se fue apartando para que él pasara. Cuando subió al escenario los músicos dejaron de tocar,  las parejas de bailar. Todavía recuerdo aquel silencio. El viejo parecía un fantasma. Todos pensamos que se había vuelto loco. Agarró la escopeta  y la gente, empujándose,  corría calle arriba. ¿Usted fuma?
Santos negó con la cabeza. Mintió. No quería compartir con Feliciano más que lo preciso. Aquella situación y la historia que contaba el abuelo le estaba incomodando.

-Hace bien. Pues como le iba diciendo, allí estaba el viejo, subido en el escenario, con  la orquesta a sus espaldas. Los músicos se miraban los unos a los otros, como si se pidiesen permiso para hacer algo. Cuando por fin dieron un paso hacia delante, el abuelo se giró y los encañonó  todos dieron un paso atrás al mismo tiempo, como si estuviesen bailando. Pasó un rato hasta que los guardias  subieron  con la intención de detenerlo, pero el abuelo, que sabía mas sabía por viejo que por diablo,  se imaginó la jugada y de un brinco, como si se tratase de un jovenzuelo, bajó del escenario. Todos  volvieron a apartarse y dejándole vía libre. Los guardias hicieron lo mismo que él y corrieron hasta que lo alcanzaron.  Ya en el suelo, el pobre, vi cómo uno  de los guardias lo tapaba con su capa, hasta que llegó una ambulancia y se lo llevaron. Esa fue la última vez que se vio al Abuelo Salazar en Zafra.
Santos carraspeó
-¿Y dice usted que la hija, María, trabajó en esa finca?
-Había miedo, sabe usted, por aquí le mataban a uno por escuchar la emisora de radio equivocada. Mi familia se salvó a base de callar. Oír, ver y callar, ese era el lema para seguir vivo. Los Salazar eran una buena familia a pesar de la estirpe de la que vienen.  Ayudaban a la gente.
Santos se puso en pié.
-Oiga, me gustaría saber dónde vive María Salazar.
-Claro, perdone usted. Tal vez ella sepa algo de los herederos. Si quiere comprar la finca ahora puede sacar un buen precio. Vaya usted con tiempo, es una mujer muy desconfiada…  No cuente ni refiera que se lo he dicho yo, pero seguro que tantos recelos y desconfianza son porque,  cuando trabajaba de sirvienta, se quedó embarazada  y no estaba casada. Dicen que parió una niña y que la dejó en el torno del convento de Santa Clara  en Zafra.


 /// Fin de la quinta entrega.///  la siguiente el próximo Jueves dia 1  de 2016
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