Carmen, nerviosa, en el fondo deseando
ser protagonista de la curiosa historia que Santos se empeñaba que creyera, contemplaba
el retrato de Don Ignacio, El Conde. Se preguntaba por qué Santos se había
empeñado tanto en buscarle una familia. La familia… Él había tenido esa
experiencia, que debía ser hermosa, para
ella esa palabra era solo una idea, que apenas se podía representar en sus
emociones como ilusión y una realidad que alguien, quizás por miedo, o por amor,
o por el que dirán, le había arrebatado. -¡que
injusta es la vida!- susurró.
-Parece
un hombre misterioso. ¿Es tu padre?
Santos estaba a su espaldas, le miraba la nuca y como
los mechones del cabello se hacían tirabuzón hasta llegar a sus hombros. Dio un paso y se colocó junto a
ella.
-No
lo conocí.
-Tienes
su misma pelambreras y además te peinas como él. Ahora entiendo por qué
pareces sacado de otra época.
Los dos, yertos, inmóviles, en silencio, frente al retrato.
Santos rompió aquella camal:
-María
Salazar quedó embarazada de mi padre cuando trabajaba en la casa de la finca Torre Alta.
-Ya
lo dijiste en comisaría.
-¡Me
gustaría que la conocieras!
Carmen cerró los ojos, guardó silencio.
Santos podía escuchar cómo el aire entraba con dificultad por su pequeña nariz.
Podía percibir esos detalles aunque nadie más se percatara de ello. Carmen se
giró, se miró en los ojos de Santos, en ese momento sintió como si ella fuese
la tela y él fuese el pespunte, y carraspeando dijo:
-¿No
tienes nada de beber?
-Si.
En la cocina habrá algún refresco.
Santos permaneció de pie mirando el
retrato de su padre, Carmen caminó hasta la cocina. Santos escuchó abrir la puerta de la nevera, luego la
puerta de algún armarios, después el sonido de los hielos contra el cristal y
otro sonido diferente que no encajaba, un click, tenía que ser el bolso, pero ¿Por qué lo abría?
Carmen extrajo de él un pequeño frasco. Desenroscó el tapón. Sabía que unas
gotas de su contenido podían dejar a un hombre fuera de juego; dolores de
cabeza, náuseas, pérdida de memoria. Lo suficiente para poder controlar ella la
situación.
Desde sus primeros años en el hospicio de
las monjitas -y luego en el orfanato- sólo recordaba mentiras y abusos. ¿Acaso
alguien se había preocupado alguna vez -en serio- por ella? ¿Qué ganaba Santos
con hacerle creer aquella historia que
contaba? En realidad, cuando se acercó a Santos en bar, ella solo buscaba pasar
un buen rato, y ahora ese hombre se había empeñado en ser su hermano. Era
absurdo. ¿Pretendía reírse de ella?
Sin querer repasó mentalmente toda la
historia que Santos contaba sobre los Salazar. Era curioso que las monjas hubiesen escogido el mismo apellido
para ella. En el hospicio a casi todos los apellidaban Expósito, o con el
nombre de algún pueblo de la comarca, y de nombre les ponían el santoral del día, pero ¿Salazar?
¿Por qué Salazar?
Era extraño, pero más extraño era que se
lo estuviera planteando, por un instante su cabeza empezó a divagar; Santos y
ella tenían eran de la misma edad. Las dos madres embarazadas al mismo tiempo… Si,
Las fechas en que María dejó a su hija en ese mismo hospicio podían coincidir,
y luego estaba la marca de nacimiento…la misma marca que se dibujaba en la piel
de Santos… Estaba empezando a delirar, era
una idea absurda. Aquel hombre le estaba contagiando su locura, después de todo
la marca en el brazo era sólo parecida, a la del torso de Santos… Y el suyo
tampoco era un apellido tan raro, además, en aquellos tiempos los orfanatos
recogían niños casi a diario; hijos de violaciones, huérfanos de padre, hijos
no reconocidos o de madres en dificultades…La suya podía haber sido cualquiera,
¿Por qué iba a ser justamente María Salazar? Todo aquello solo podía ser una
simple coincidencia.
Miró el frasco de nuevo y, sin quererlo,
una pequeña sonrisa comenzó a brotar en las comisuras de sus labios. De pronto,
recordó la historia del abuelo Salazar… la idea de haber tenido un antepasado
capaz de negarse a fusilar en plena guerra le pareció fascinante, pero solo un
momento, enseguida se sintió un poco estúpida por ello. En cualquier caso el abuelo Salazar, debía de haber
sido un hombre con verdadero coraje, había que reconocerlo. En aquellos tiempos
de guerra, atreverse a soltar un puñetazo a todo un teniente de artillería, no
era nada banal… Su abuelo…no estaría nada mal… si le dieran a elegir, sin duda,
habría elegido un hombre de esas características, un hombre con principios ¿Por
qué no? Tal vez, después de todo, en ella también habitaba algo bueno y digno.
Tendría que replantearse aquella idea tan
enquistada en su corazón, y admitir que no todos los hombres son unos cerdos.
No. Santos no tenía pinta de ser uno de esos hombres. Parecía muy distinto a
todos los que ella había conocido hasta ahora…Un poco más chiflado, más
callado, más antiguo… Si, pero inofensivo, de eso estaba segura. Tal vez, en el
fondo se sentía muy solo, después de todo él también era huérfano ahora ¿Y por
qué iba Santos querer hacerle daño? ¿Por qué iba a aprovecharse? No, desde luego
que no, como tampoco podía negar que el aspecto trasnochado y descuidado de aquel
hombre la atraía.
Carmen cerró el frasco, no lo
necesitaría. Había tomado esa decisión.
Santos estaba en el mismo lugar, de pie,
frente al retrato de su padre, ella salió de la cocina y le ofreció uno de los
vasos.
-¿Aún
estás vestido?- preguntó,
y luego soltó una pequeña carcajada -no te asustes, es broma- dijo, pero
Santos pudo observar en su ojos un fondo de tristeza. Podía reconocer esa
emoción.
-Me
gustan los hombres serios. ¡Toma… no voy a comerte!
Santos tragó saliva y cogió el vaso.
Ella levantó el suyo.
-¡Por
la familia!
La luz de la tarde se colaba por la
persiana a medio bajar, iluminando los hombros de ella. Santos no iba a dejarse
engañar tan fácilmente… Podía ir a la cocina con cualquier excusa y mirar en el
bolso.
El vaso de Carmen permanecía levantado.
-¿Te
pasa algo? ¡Ya has puesto otra vez esa cara tan rara!
Santos levantó la mirada y se quedó esperando un gesto de reproche, en su lugar encontró
una sonrisa amplia y serena que le infundió seguridad.
-Ya
te has ido a tu mundo... A ese sitio donde nadie más puede entrar.
Santos trató de apartar aquellos
pensamientos de su cabeza, tenía que desterrarlos y seguir respirando,
nada más. Tenía que confiar en ella. Dio un largo sorbo de refresco. Los ojos
de Carmen brillaban con pasión y tristeza al mismo tiempo, luego alargó una
mano y enredó sus dedos en el cabello de él. Por un instante, los pensamientos
de Santos se detuvieron dentro de su cabeza. Cerró los ojos. Ella olía a chicle y sudor.
“Espero
que esta vez no te desmayes”, susurró, y con su otra mano desabrochó un botón de su camisa, como
si se dejase llevar, simplemente, como cuando alguien hace algo sin pensar,
solo porque le surge hacerlo, igual que las libélulas antes de comenzar el baile del viento, la danza del aire y del amor, y suben y bajan como los ángeles cuando están cansados de ser ángeles.
Santos abrió los ojos. Se sintió ligeramente mareado, pero no era por la bebida. Dejarse llevar es importante. Y
aquella idea se repitió de nuevo en su cabeza, mientras los labios de Carmen estaban cada vez más cerca, avanzando, como cuando la gente se deja llevar por
un impulso y hace algo sin pensar. Aquella idea volvía de nuevo. Podía
respirara el aroma de su aliento. Muy cerca. Colocó su mano sobre la boca de
ella.
-No.
No podemos continuar, entiéndelo….
Lo labios de Carmen se plisaron hacia
adentro. Santos frunció el ceño.
-Somos
hermanos.
/// Fin de la DECIMA entrega./// la siguiente en un par de días.
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