Hoy es uno de
esos días de los que siento latir el corazón en la yema de los
dedos, uno de esos días en los que en el amanecer de mis horas son los minutos ajenos los que mandan, como siempre con la
intención de hacer del tiempo el esclavo eterno enterrado en arena.
Por la calle va pasando un payaso disfrazado de hombre burlón y
pendenciero, busca una plaza de aparcamiento entre las nubes, o
quizás al lado del primer rayo de un sol cansado y aburrido de
amanecer siempre por las mañanas. Ese hombre se parece a mí, lleva
atada a sus labios una sonrisa inventada delante del espejo, y con su
dedo índice apunta inquisitivamente con la intención de señalar el
olvido que lentamente le viene encima. No recuerdo que cené
anoche... dulce de membrillo con queso... ¿quizás?.
Este otoño ha
sido una primavera sin olor a césped cortado, una primavera de lunas
diversas que juegan a tapar la calle... que no pase nadie. Sin flores
porque los crisantemos explotaron antes de ser olor y color a la
sombra de alguna lápida fría y muerta. Giran los pensamientos sin
orden ni concierto... Los ojos miran y no ven al alma escaparse entre
la seda de la nada y el cristal del cielo.
Con la yema de los dedos,
cuando dejo de sentir los latidos, repaso el contorno de mi rostro y
dibujo de mi el perfil más exacto... Me encuentro y retornan las
esperanzas verdes, las mariposas convertidas en libélulas revividas
de la madrugada y la magia que hace que cada cosa esté en su
sitio... Me conformo. He conseguido aparcar justo al lado del
laberinto de papel y papeles que espera sobre la mesa. Nunca fue la
obligación tan obligada como en este momento.
Pierdo la memoria y
el hombre burlón y pendenciero se entretiene ordenando palabras,
una tras otra, para que cuando la primavera de este otoño se
convierta en invierno tener con que hacer una candela donde se
calienten los sueños.
Sed felices y
compartir la felicidad.