El relato que a continuación os presto esta escrito desde el corazón no desde la razón. Describe mi sentir cuando escucho de los labios de hijos, nietos, cuidadores -y en ocasiones de los propios abuelos- como se enfrentan a lo inefrentable: la enfermedad de la muerte en vida como se ha dado en llamar al ALZHEIMER. En ocasiones ser Trabajador Social y trabajar en el ámbito de las personas dependientes, te inspira sensaciones, sentimientos, emociones, desconsuelo y hasta ganas de convertirte en terrorista para atentar (sin remordimientos de conciencia) contra tanta injusticia social y tanta discriminación.
Va por los familiares y cuidadores de enfermos de Alzheimer, que raramente son comprendidos y valorados suficientemente, mi admiración, respeto y cariño con este "relatillo" que pretende, en tono poético, poner paz en la guerra de esa cruel enfermedad.
Estaba al fondo del salón de estar, sentado en uno de los sillones que se alinean frente a la ventana. Un sillón que quizás alguna vez quiso ser banco de parque, taburete de bar, sillín de bicicleta loca, butaca roja de cine o de teatro. D. Antonio esta esperando, siempre esperando, sin saber lo que se espera. Allí, con su Alzheimer, sus temblores, su reuma, su incontinencia, su diabetes… Parecía recitar con su mirada estrofas nuevas de una antigua vida, de cuando era el relojero del pueblo, de cuando medía el tiempo y ponía sonido a los cuartos y a las horas del reloj de la torre. Parecía hablar consigo mismo e imaginar que sus pensamientos a cerca de su viejo aliado, el tiempo, yo también podía escucharlo, aunque el lo hablara con sus ojos. Era la liturgia cotidiana con el silencio, rezaba una larga letanía y jamás escuchó el “ora pronovis” como contestación a sus largas jaculatorias:
Va por los familiares y cuidadores de enfermos de Alzheimer, que raramente son comprendidos y valorados suficientemente, mi admiración, respeto y cariño con este "relatillo" que pretende, en tono poético, poner paz en la guerra de esa cruel enfermedad.
Estaba al fondo del salón de estar, sentado en uno de los sillones que se alinean frente a la ventana. Un sillón que quizás alguna vez quiso ser banco de parque, taburete de bar, sillín de bicicleta loca, butaca roja de cine o de teatro. D. Antonio esta esperando, siempre esperando, sin saber lo que se espera. Allí, con su Alzheimer, sus temblores, su reuma, su incontinencia, su diabetes… Parecía recitar con su mirada estrofas nuevas de una antigua vida, de cuando era el relojero del pueblo, de cuando medía el tiempo y ponía sonido a los cuartos y a las horas del reloj de la torre. Parecía hablar consigo mismo e imaginar que sus pensamientos a cerca de su viejo aliado, el tiempo, yo también podía escucharlo, aunque el lo hablara con sus ojos. Era la liturgia cotidiana con el silencio, rezaba una larga letanía y jamás escuchó el “ora pronovis” como contestación a sus largas jaculatorias:
-
El tiempo se burla de las voces del pasado, invade las sombras, se
cuela en los recuerdos y se marcha convertido en olvido.
-
El tiempo convierte sentimientos en recuerdos, los rostros se pierden
los nombres se olvidan.
-
El tiempo arrastra consigo latidos, miradas y horas. Te arrastra, y
cuando despiertas ya es tarde, y olvidas que olvidaste que
olvidaste...
-
El tiempo no espera, no llora, engaña, entierra, desgarra.
-
El tiempo no piensa, solo sigue su camino sin mirar ni hacia atrás
ni a su izquierda ni a su derecha.
-
El tiempo deshace los recuerdos, borra las huellas, acaba poco a poco
con el mar de la memoria, transforma los corales en abismos, en los
precipicios en los que caigo cada vez que me sientan en este sillón
de cara a la ventana.
-
El tiempo que yo sepa, solo sirve para olvidar.
Se
quedó asentado en su sillón, cosiendo frases mudas y palabras sin
acentos a pensamientos que vienen y van y, de vez en cuando, solo de
vez en cuando, la proximidad de algún rostro amable y cercano
empañará los gruesos cristales de sus gafas.
Le
llegó el dolor al mismo tiempo que de los bolsillos se le escapaban
las golondrinas de las rima de Becquer. Al respirar su aliento se fue
tornando fuente de luces, de agua hecha luz. Sabía que de las luces
siempre nacen sombras y de las golondrinas las esperanzas. Comenzó a
guardar en el baúl de los silencios las palabras a las que les duele
la lógica y la luz. Sus ojos se ciegan y sus caricias de aire se
hacen transparentes. Sin darse cuenta ha sabido coser los
sufrimientos la esperanza y la luz a las alas de las oscuras
golondrinas.
A
veces sentía el frío y el calor del cristal de la ventana frente a
la que está sentado. Continúa hablando con él mismo y en su
conversación se dice que tiene entre los dedos atada a la lluvia y
la niebla, y en el pecho la luz repicando la campana de los
recuerdos… Prefiero hacerme el sordo, prefiero dejarme llevar… En
esos momentos el color se torna perfume limpio, cristalino olor a
flor azul de romero y la huida de su vida se detiene un instante,
luego otra vez la deja ir. En ocasiones logra imaginarse el mar, no
en vano hizo el Servicio Militar en la Fragata Santamaría, y el
vuelo de la sal, la magia de la arena esculpiendo sirenas y castillos
dorados vuelve a su recuerdo, y hasta el arte de la brisa acercándose
a la orilla y haciendo que el agua se transforme en ola le refresca
el alma. Palabras, risas, palabras del sol y risas de la luna…música
que sufre, agua que grita, aire que truena, él inundándose de él
sin darse cuenta que se ahoga en él mismo. Vuelven las golondrinas a
sus bolsillos y con ellas el dolor enredando en la cola de la cometa
de lazos de colores y cuerdas sueltas, la realidad, y el sufrimiento
vagabundo que sin él saberlo recorre los solitarios caminos y
veredas de la piel arrugada de su frente y sus manos.
Le
llegó el dolor, es el mismo que el que sienten los eremitas cuando,
con alambres de estaño y plata, zurcen al manto de cualquier Virgen
sin nombre, el agua y las perlas, trocitos de carey y cadenitas de
oro, y sienten miedo al pensar que sus manos no son dignas de tocar
el cielo. Al tiempo, el dolor se hizo cómplice del silencio, y el
silencio acercó las distancias entre miedos y lágrimas.
Él
no las ve, pero siente que las golondrinas abandonan el nido de sus
bolsillos, que vuelan libres con alas de niebla, y seguirán volando
siempre aunque no las vea. Él, hace meses que dejó de llamarse
Antonio para llamarse Alzheimer.
Otros
abuelos deambulan de ventana en ventana o de sillón en sillón. En
el rincón, al resguardo de las corrientes que trae y lleva la
caricia del viento, que juega -como un niño travieso- entre los
visillos de la ventana haciéndolos bailar al compás de la música
improvisada por D. Luis, que se entretiene tarareando, no recuerda
bien que canción o que cuplé, siempre el mismo, alguien con mejor
memoria opinaba que era un bolero que cantaba “La Piqué”, y que
tenía que ver con una historia de desamor, un marinero y un
tatuaje. Nadie se quejaba del constante tarareo, es la sinfonía,
el himno pactado que todos saben y solo D. Luis tararea. En la
primera fila de asientos, el principal entretenimiento era mirar el
cielo por la ventana y entablar conversaciones en voz muy baja, casi
cuchicheando:
-
Mira aquella nube…
-
¡Mírala!, parece una mujer preñada.
-
Siii…
-
Mira aquella otra, tiene la forma de un elefante de espuma.
-
No, no… es un hipopótamo de humo... ¿No ves que ya no
tiene
trompa?
La
conversación se interrumpe, alguien tose repetidamente carraspeando
la garganta, y como alertados por cantos de sirenas, alarma de un
corazón bañado de tantos olvidos, vuelven la cabeza y fijan la
mirada en el carrito metálico empujado por una joven con uniforme y
delantal blanco, muy blanco, tan blanco como la antigua inocencia de
quienes con su mirada parecen dirigirlo hasta el centro del salón.
Es como un barco de velas blancas que llega a puerto, o como un
frágil barquito de papel olvidado al filo de la memoria. Es el
carrito de los zumos, del vaso de leche, del paquetito individual de
cinco galletas María y su cestillo con frutas de temporada. Son las
11:30 de la mañana.
Entonces,
en la sala, los sillones van lentamente cambiando de posición sin
necesidad de brújula ni rosa de los vientos que les marque un nuevo
rumbo, y al mismo tiempo se paraliza cualquier actividad. Hasta D.
Luis deja su tarareo incontrolado y guarda silencio.Un nerviosismo
colectivo, a duras penas disimulado, se adueña de las manos y de la
voluntad de aquellos hombres y mujeres que quieren ser los primeros
en elegir naranja.
Es
el ritual diario que rompe la monotonía de la mañana y que se
repite a las 17:30 de cada tarde, aprovechando que en esas horas
es cuando, alguno de ellos, reciben la visita del familiar. Es la ceremonia cotidiana que apenas dura lo que una misa rezada. A los 15
minutos la rutina vuelve a ser la zarza que todo lo ata, y el
silencio se pasea entre sus bocas, se entornan los labios y se
vuelven a abrir los ojos del alma.
Una voz, la misma de todos los días, anuncia:
Una voz, la misma de todos los días, anuncia:
-
¡Vamos a dibujar!... ¡Venga nos ponemos todos aquí, en esta
mesa.
Vamos a colorear estas láminas tan bonitas!
Entre
ellos hay quien es capaz de convertir garabatos de lápices de
colores en pinceladas dignas de la destreza del más hábil de los
pintores, y sin querer ni saberlo juegan a ser niños cazadores de
mariposas, exploradores del país de las hadas, niñas que bordan
libélulas de cristal en pañuelos con encajes de agua… Otros dicen
que no les gusta dibujar porque nunca aprendieron a escribir, dando
por sentado que la escritura es la forma de dibujar las palabras.
En
la primera fila de los sillones, al fondo del salón, Ana y José,
reanudan su conversación, después de casi 60 años juntos continúan
hablándose, mirándose a los ojos, sintiendo escalofríos cuando,
por casualidad, se rozan las manos. Son unos desconocidos desde que
la memoria y la voluntad se alejaron de ellos. El vacío se llenó
de soledad, les desbordó el tiempo que se burla de las voces del
pasado. Las sombras envuelven los recuerdos hasta convertirlos en
olvido.
-
Mira, mira… ¿A que se parecen aquellas sombras?
-
¡No, no son sombras, son nubes!
-
Son trocitos de papel de seda que bailan en la luz apagada de
la
tarde.
-
¡Que bien hablas!... Pero no…Son nubes.
-
Son las sombras de poemas escritos en el viento, en el aire
de
la mañana, en la brisa que empuja el ala del sombrero
para
que vuele libre entre el azul y la nada.
-
Que bien hablas! Me das tanta envidia…
Sentados,
siempre esperando, esperando sin perder la esperanza. Esperando que
un aire de ensoñación les cierre los ojos, o quizás que un
milagro de virgen de estampita de cartón, logre resucitarlos de la
muerte en vida. Allí, al fondo del salón, Doña Demencia Senil y
Don Alzheimer, se esconden furtivos entre temblores, reumas,
incontinencias... Doña Diabetes, Doña Esquizofrenia y la Señorita
Depresión juegan a camuflarse en el blanco delantal de la enfermera
y en el baile del aire en los visillos para no ser descubiertos, como
si quisieran alargar la sombra del sus silencios hasta el tiempo
infinito que solo les sirve para olvidar. Están allí, sentados,
cosiendo frases mudas y palabras sin acentos a pensamientos que
vienen y van. De vez en cuando, solo de vez en cuando, la proximidad
de algún rostro amable y cercano hace que se les empañen los
cristales de sus gafas, o que un temblor de mariposa nerviosa anide
entre sus dedos, es entonces cuando alguna lágrima se detiene en
filo de sus ojos, lágrima que les hará sentir su ajena realidad:
que están vivos.
-
Dame la mano… !Dámela!
-
Ya sé, ya sé. Me quieres dibujar un corazón en la palma.
-
Sí, un corazón de amapolas rojas como la sangre, un corazón
de
hojitas de laurel y cáscara de limón…
-
¡Que bien huele tu corazón!
El
tiempo convierte sentimientos en recuerdos. Los rostros se
desdibujan, se difuminan, se hacen niebla, los nombres se olvidan. El
tiempo arrastra consigo los latidos, las miradas y las horas. Te
arrastra y cuando despiertas ya es tarde…Olvidas que olvidaste, que
me olvidé que te olvidé.
El
tiempo no espera, no llora. Engaña, entierra, desgarra. No piensa
solo sigue su camino, deshace la memoria, borra las huellas,
convierte poco a poco la luz de la vida en gris niebla.
Mil
zarzas invisibles les crecen en los pies, y de los bolsillos del
pijama asoman racimos de moras, de zarzamoras donde se cuelgan los
recuerdos, se enredan sentimientos y las imágenes de un presente
sin pasado, de un futuro al que se llega sin vivir el presente...
Zarzas, moras-zarzas que rompen la luz con espinas de
niebla... niebla de nadie... niebla de zarzas, zarzas en la niebla que imagino cuando Antonio me mira y me deja leer en sus ojos: No me llames Antonio... Llámame Alzheimer.