A
Santos le sobraban razones -y le hacían falta pretextos- que
justificaran su encuentro con Carmen. Era un recuerdo convertido en
una obsesión omnipresente en todos los segundos de su tiempo y en
todos los acontecimientos, incluidos los solo imaginables. La había
conocido tres días antes, en Zafra, el bar de la esquina de la
avenida Conde de la Corte y la calle Tetuán, frente a la Iglesia de
La Candelaria.
Ese dato no lo había olvidado. Solía frecuentar esas calles porque el pisito de la Plaza Chica estaba al lado. En aquella zona había siempre menos bullicio y menos gentes que en la placita donde estaba la vivienda. Cuando pasaba por la puerta del bar solía mirar hacia el interior. La clientela eran jóvenes empresarios acompañados por sus secretarias y algunos viajantes -a los que ahora se llama comerciales- buscando clientela, unas veces entre los jefecillos y otras entre sus distinguidas oficinistas. Miraba aquella escena a través del cristal del enorme escaparate que hacía que el bar se prolongara hasta la misma acera. Sin extrañeza observó las faldas ajustadas de las jóvenes acompañantes, insinuaban piernas de gemelos fuertes, y las manos graciosas como libélulas aleteando en un baile de eterno cortejo, jugando a apartar a algún mechón de cabello de la cara, luego salían del bar, giraban en la esquina y se perdían tras la puerta del primer portal.
Aquella tarde Santos no siguió el camino de costumbre, sin saber porqué empujó la puerta y se encaminó hacia la barra del bar. Desde un taburete giratorio, cruzando sus manos sobre las rodillas se dispuso a observar más de cerca. Las jóvenes secretarias iban y venían entre risas contenidas y sonrisas disimuladas tras el cristal de un vaso de Martini. Pasaban rozando sus rodillas, tanto que podía respirar los aromas que destilaban por su piel blanca y sedosa. Podía oler el perfume de sus cabellos y contemplar sus gestos delicados mientras daban mordiscos a una patata frita tratando de hacer el menos ruido posible.
Ese dato no lo había olvidado. Solía frecuentar esas calles porque el pisito de la Plaza Chica estaba al lado. En aquella zona había siempre menos bullicio y menos gentes que en la placita donde estaba la vivienda. Cuando pasaba por la puerta del bar solía mirar hacia el interior. La clientela eran jóvenes empresarios acompañados por sus secretarias y algunos viajantes -a los que ahora se llama comerciales- buscando clientela, unas veces entre los jefecillos y otras entre sus distinguidas oficinistas. Miraba aquella escena a través del cristal del enorme escaparate que hacía que el bar se prolongara hasta la misma acera. Sin extrañeza observó las faldas ajustadas de las jóvenes acompañantes, insinuaban piernas de gemelos fuertes, y las manos graciosas como libélulas aleteando en un baile de eterno cortejo, jugando a apartar a algún mechón de cabello de la cara, luego salían del bar, giraban en la esquina y se perdían tras la puerta del primer portal.
Aquella tarde Santos no siguió el camino de costumbre, sin saber porqué empujó la puerta y se encaminó hacia la barra del bar. Desde un taburete giratorio, cruzando sus manos sobre las rodillas se dispuso a observar más de cerca. Las jóvenes secretarias iban y venían entre risas contenidas y sonrisas disimuladas tras el cristal de un vaso de Martini. Pasaban rozando sus rodillas, tanto que podía respirar los aromas que destilaban por su piel blanca y sedosa. Podía oler el perfume de sus cabellos y contemplar sus gestos delicados mientras daban mordiscos a una patata frita tratando de hacer el menos ruido posible.
Santos
era consciente de que no le habían enseñado, que no había
aprendido, a cómo comportarse en aquella situación, pero no le
importó demasiado, era como si en el fondo, por primera vez, se
sintiese cómodo sintiéndose incómodo. Pensó que sólo tenía
que dejarse llevar, como un bailarín cojo. A Carmen Salazar parecía
resultarle divertida la situación. Así debía ser por la manera en
que su sonrisa asomaba con frecuencia en el rostro mientras lanzaba
una y otra mirada a Santos.
Comenzaba
a recordar aquel encuentro. No era como él intuía, sino de una
manera diferente a como habitualmente recordaba las cosas. Había
guardado en su memoria cada detalle, cada milímetro de tiempo, y a
la vez todas las sensaciones y emociones que iban unidas a cada
gesto, a cada comportamiento. Podía
escuchar su risa con nitidez, como se escucha el grito de las
estrellas cuando se van quedando sin luz que regalar a la oscuridad.
Siempre quise escribir esto: Las estrellas son esclavas de la
oscuridad. “Me
gustan los hombres cuidadosos” escuchó,
como un eco dentro en su cabeza, y la recordaba sonriendo mientras
él doblaba su chaqueta de entretiempo sobre una silla de aquella
casa tan desordenada. Luego la siguió hasta la cocina. Ella abrió
un armario, cogió una sartén, bajó un poco la cabeza,
“no paras de mirarme”
–dijo- y sacó de la nevera dos hamburguesas envueltas en plástico
trasparente, “me
vas a desgastar”
–añadió- y giró un poco la muñeca, como si espantase a una
libélula disfrazada de mariposa.
Cenaron
sentados en el sofá.. Apoyaban los platos en una mesita baja con
cuerpo metálico y alma de cristal. A ella, cuando se inclinó para
morder la hamburguesa, de entre los panecillos resbaló una gota de
mahonesa que fue a parar a su vestido. Con naturalidad bajó la
cabeza hacia la mancha, y se quedó sorprendida, como si aquella
fuera la primera vez que se manchaba en toda su vida. “No
me lo puedo creer” –dijo-
con la mano derecha en alto sujetando la hamburguesa.
Aquella
imagen volvía, una y otra vez al recuerdo de Santos. Los dedos
grasientos llenos de mahonesa volvían como una pelota que choca
contra una pared, y regresa. Pero ahora ella no estaba. Se vio a sí
mismo quieto, como si de alguna forma el pasado no hubiese sido aún.
Por un instante, le atravesó la idea de que ya nunca más volvería
a ver con vida a Carmen Salazar. Tenía que tranquilizarse. Saltó
del taburete y pidiendo disculpas fue haciéndose hueco hasta salir
del bar.
El pisito estaba cerca,
giró en la esquina y casi sin darse cuenta se encontró en su
habitación. Dejó con cuidado su chaqueta de entretiempo colgada en
el respaldo de una silla, mientras, otra extraña idea comenzaba a
tomar forma en su cabeza, no era sólo un pensamiento o una
sensación, Santos recordó aquel pequeño aseo de azulejos blancos
donde se lavó las manos llenas de sangre. El silencio era completo,
era tan grande y mudo como el suspiro de la rosa cuando deja de ser
flor. Santos descolgó la chaqueta y la puso sobre la cama, dobló
una manga y pasó su mano sobre ella. Luego la otra, usando los
mismos movimientos, exactamente los mismos, tratando de quitar toda
arruga. Volvió a doblarla dos veces más y la llevó con ambas manos
hasta el armario. Cuidar
la ropa es importante -escuchó
dentro de su cabeza- De repente se detuvo, miró el espacio que queda
entre la cama y la pared y recordó el cuerpo de Carmen, encogido,
blanco, muy blanco, como abrazándose así mismo. El no podía
haberla matado. Cerró la puerta del armario con tanto cuidado como
el que cierra la puerta de una jaula para impedir que se le escape el
jilguero. Trató de respirar. Luego se quitó el pantalón. En la
pernera derecha tenía una arruga y trató de corregirla soplando la
tela y estirándola con fuerza, pero entonces ya era tarde. El rostro
de un anciano se estaba dibujando en la pared.
Santos
sintió que las piernas ya no le sostenían. Llevaba demasiadas horas
sin dormir. Trató de bajar las persianas, pero el viejo salió de
la pared empuñando un fusil. Dentro de su estómago una sensación
de calor comenzó a crecer como un globo en la boca de un niño. Un
temblor se apoderó de su cuello, no podía sacar la voz de su
garganta. El abuelo Salazar le apuntaba con su fusil. Por fin, un
desgarrador grito pudo huir, como alma que se lleva el diablo, desde
su pecho a la nada de aquel aire que le abrasaba por entero. Los
brazos de Santos se abrieron en cruz y sus ojos se clavaron en el
techo. Volvió a gritar repetidamente, cada vez con más ahínco,
cada vez con un alarido más largo. Los gritos se extendían por el
pasillo y cruzaron hasta el portal de la calle, mientras a su cabeza
acudían la gente de la Plaza Grande bailando y festejando a San
Miguel, todas gritando al ver al abuelo Salazar corriendo desnudo
empuñando una escopeta con la que apuntaba a diestro y siniestro, a
la vez ese recuerdo se mezclaba con el de Carmen manchándose un
vestido y otro y otro más… Había perdido el sentido dl tiempo.
Pasado
un rato, el sonido del timbre y los golpes en la puerta devolvieron a
Santos al presente. El reloj de la mesilla marcaba las cinco de la
madrugada. Cuando se pudo poner en pié el abuelo Durán ya había
desaparecido y Carmen tampoco estaba. Al otro lado de la puerta dos
agentes de la policía local le miraban fijamente.
-Buenas
noches. Tenemos un aviso por gritos, ¿está usted solo?
Santos,
por fin, pudo respirar.
-He
cometido un crimen.
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/// Fin de la octava entrega./// la siguiente en un par de días.
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