Miraba
fijamente a la pared, dijo que buscaba nardos dibujados en el blanco
de la cal. Se acercaba y recorría la superficie lisa y blanca con
sus dedos, los movía en círculos y de cuando en cuando detenía su
mano y apuntaba con el índice a aquel lugar, era cuando exclamaba:
"aquí hay uno, está aún cerrado, pronto comenzará a salpicar
al aire con su olor dulce, con olor a las alas de las mariposas de
los gusanos de la seda". Siempre decía lo mismo.
Una
tarde, cuando la luz se duerme en el horizonte y se arropa con los
colores de la noche, la pared blanca se tiñó de un oscuro casi
negro, del color del agua cuando es profunda y fría, del color del
dolor cuando te despierta del sueño. Si, el color del dolor es casi
negro, es agrio como el vinagre y triste como una vela apagada. El
color del dolor es casi negro, casi insultante, del color de la
muerte que no llega, de la agonía de la desesperanza. Aquella pared
dejó de ser varita de nardos blancos, de ser cal para hacerse adobe
de barro y cenizas.
Miraba
fijamente a la pared, dijo que ya no buscaba nardos dibujados en el
blanco de la cal. Dijo que ya era mayor y que había dejado de ser
poeta, que ahora era marinero, que su pared era un mar azul y verde,
un tornasol trasparente donde navegaba sin herir ni sus dedos ni sus
sueño.
Continuó
mirando la pared hasta que el color blanco se difuminó en un suspiro
largo largo que le enmudeció lentamente y el sueño lo arropó con
un abrazo de caracolas de nácar y algas de caramelo.
Feliz Primavera