miércoles, 14 de diciembre de 2016

""EL BAILE DE LA LIBELULA"" (IX)


 El más alto de los agentes dio varios pasos atrás, y apretando el micrófono de la emisora a la boca cuchicheó con quien estaba atendiendo la llamada. En menos de dos minutos se escucharon los pasos acelerados de varios agentes más,  los vecinos s asomaron por las ventanas y otros hasta salieron a la puerta de sus casas. Santos gemía tapándose la cara con las manos, no sabía si era mejor respirar o dejar de hacerlo, su cabeza era un tío vivo de feria, no solo por las vuelta que daba, sino también por el ruido de aquella música que no entendía. A Santos se lo llevaron en volandas, como si fuese la imagen de un santo milagrero que es sorprendido por la lluvia mientras lo llevan en procesión, hasta el corche de la policía.  Cinco minutos más tarde estaba sentado en una silla en un calabozo, con las manos sobre las rodillas, y la mirada fija en el blanco del techo de la comisaría. Solo le molestaba y acrecentaba su nerviosismo el olor a desinfectante que provenía del suelo recién fregado. Un hombre, ancho de espaldas, vestido con traje claro, de gesto cansado y manos grandes se sentó frente a él.
-Soy  Jiménez, el inspector José María Jiménez. ¿Sabe usted porqué está aquí?
Santos, sin bajar la mirada del techo, contestó:
-Porque he matado a la señorita Carmen Salazar.
El policía, se levantó de la silla, cogió aire y apoyó las manos sobre la mesa
-Y dígame ¿cuándo mató usted a esa señorita?
- Fue el Martes, sí el Martes pasado en la calle Tetuán, esquina con la avenida Conde de la Corte, frente a la Iglesia d la Candelaria
- El policía tras un brevísimo silencio, dijo: Bueno, bueno… Está bien… de acuerdo, déjeme anotar, y cómo la mató usted?
La mirada de Santos continuaba haciendo equilibrios en un alambra imaginario que atravesaba el techo de aquella habitación de la comisaría, como si estuviese  contemplando algo que sólo él podía ver.
-No lo recuerdo.
-Ya, ya… no importa. Podría decirme  dónde está el cuerpo.
Santos, como si bajase en paracaídas, muy lentamente fue bajando la mirada del techo hasta los ojos grises del policía.
-Ya se lo he dicho antes.
-Claro, claro… Tranquilicese.
-Se lo acabo de decir.
-Si, si… Tranquilícese.
-Es que ya se lo he dicho antes. El número de la casa no lo recuerdo.
-Bien, bien, hora quiero que se centre.
Santos, impetuosamente se puso en pie. Por su cabeza comenzaban a pasar otra vez todo tipo de imágenes
-¡Siéntese ahora mismo! Y dirigiéndose a uno de los guardias dijo amenazante: ¡Espose a este hombre!
En cada imperfección de la pared fría y blanquecina del calabozo,  en cada sombra, encada sombra de la sombra de su sombra, Santos veía el paisaje de aquel camino con curvas que le llevó a “Torre Alta”. Podía adivinar el gesto de  Feliciano tocándose la gorra. En definitiva, hasta ver las zarzas -sin moras- creciendo en las paredes de la casa de María Salazar mientras que ella planchaba delantales negros. Tan negros, que de puro negro, eran de un luto breve en el tiempo y largo, muy largo, en el sentimiento, como el del cualquier madre que pierde a un hijo. Manchas en la pared y sombras, descascarillado que se tornan siluetas y presencia imaginaria de lo que Santos no se atreve ni tan siquiera a recordar. Sintió un profundo cansancio. Pensó en desconectar su alma del cuerpo y su razón de la sinrazón de aquella locura. Tenía la cabeza trastocada, tan revuelta como el cuarto Carmen Salazar, a la que, una y cien veces más su recuerdo mostraba desnuda, blanca, encogida sobre si en el espacio insignificante entre la cama y la pared. Estaba muy cansado, en aquellas semanas le habían pasado más cosas que en toda su vida. Se acostó en el camastro del calabozo, necesitaba detener  aquella huida hacia adelante, que sin pensar en las consecuencias, había emprendido.
Jiménez, el inspector Jiménez, no apareció por el calabozo hasta casi el mediodía. Santos, que permanecía tumbado, abrió los ojos y pudo verle apoyado en la puerta pared, se encorvaba hacia adelante mientras encendía un cigarrillo. En su rostro se dibujó una expresión de contrariedad, como cuando compruebas el resultado de un sorteo y ves que no eres el afortunado. Tras la primera vaharada de humo comenzó a hablar con voz de tormenta.
-Hemos estado en la dirección que usted nos facilitó; en la calle Tetuán, frente a la Iglesia de la Candelaria. Después de hablar con varios vecinos, estos nos han asegurado que el único fallecimiento ha sido el de un hombre mayor,   al parecer vivía solo, y su deceso fue hace más de una semana,  aunque su cuerpo no ha sido encontrado hasta ayer, cuando la auxiliar de ayuda a domicilio, que lo atendía, dio parte porque el pobre viejo no le abría la puerta. A la que sí hemos encontrad en su domicilio, una casa más arriba de la del anciano fallecido, es a la señorita Carmen Salazar. Después de pedirle disculpas por molestarla y de explicarle todo este embrollo que usted se trae y se lleva… !A saber por qué! Dice que sí… Que sí lo conoce a usted.  Amablemente nos ha acompañado hasta aquí y está en mí despacho porque quiero aclarar todo este asunto de una vez.
Un silencio de ataúd llenó el calabozo, se podría decir que aquel silencio rebosaba por la puerta y por la pequeña ventana que daba a un patio interior. Por dónde únicamente no se derramaba era por la cabeza de Santos, ahora, después de la parrafada de Jiménez, estaba aún más confundida. Santos, más descansado, hizo un esfuerzo y simuló creer aquellas palabras.
¿Se encuentra usted bien?  Le Preguntó Carmen.
Después de escuchar toda la historia que Santos había contado, Carmen Salazar permaneció muda durante un buen rato. Su mirada estaba anclada en las arrugas del mantel azul como un barco prisionero por el réquiem de sirenas. Parecía hipnotizada por el reflejo de las copas de cristal.  Santos  antes de ojear  la carta le llenó copa de vino.
-No debí aceptar verte de nuevo.
Santos bajó la cabeza. Un intento en vano de encontrar en el azul del mantel la magia de aquellas sirenas imaginarias.
-Te he contado toda la verdad, sin poner ni quitar. Tal y como yo la he sentido.
Ella, incómoda, se revolvió en la silla, sin quitar la vista del brillo rojo del cristal de la copa.
-Es la segunda vez que nos vemos. Ni me conoces ni te conozco de nada, y vienes  contando que  has conocido a mi madre, que estuvo trabajando en una finca que ahora es de tu propiedad… ¿Crees que eso es normal? Eres un tío raro, peculiar, extravagante... Raro. Primero sales corriendo y me abandonas, me dejas tirada en mitad de uno de mis  episodios epiléptico,  encima sin darte cuenta que estaba medio desangrada por la regla, ¿Tu sabes que es la regla y que a mi edad lo mismo viene que se va sin previo aviso? ¿Tu que te las da de listo aprendiste que a las mujeres se nos bajan las defensas y que, quizás por esos mis convulsiones son cada vez más recuentes y mi sangrado más abundante?... Tu… tu que vas a saber… Seguro que la única mujer que ha rozado tu piel haya sido la pobrecita de tu mamá. Y ahora,  me vienes con esta historia. En serio, ¿Nunca te vio un médico?
-Disculpen, ¿Van a pedir ya los señores?
Aquel restaurante, antes de serlo, fue molino de aceite. Conservaba los odres y tinajas de barro cocido en perfecto estado, en ellos se almacenó, seguramente durante muchos lustros,  el óleo profano de cientos de olivos de la comarca. Las distintas estancias: hall, bar y varios comedores, de diferentes capacidad y decoración,  estaban distribuidos en la planta baja. En el sótano, con una iluminación muy adecuada,  donde estaban apilados en orden los conos aceiteros, entre primera planta y sótano,  suelo  y techo era de cristal, un grueso y fuerte cristal que permitía caminar por encima, logrando así un efecto muy atractivo y peculiar que llamaba mucho la atención a los clientes que transitaban de una estancia a otra. Parecía como si fuesen a tropezar y caer en la barriga oscura y pringosa de aquellas enormes orzas, eran pocos los que andaban con seguridad y tranquilidad por encima de aquel inmarcesible carámbano. Era el bar-restaurante  que estaba de moda en aquellos momentos y en el que Carmen se citó con Santos después de abandonar la comisaría.
Se sentaron en un rincón bien iluminado, al fondo de uno de los comedores pequeños. Las paredes eran blancas, blanquísimas, sobre la mesa un mantel azul y bordados blancos quería soñar con ser ola de mar con festones de sal y arena. Santos sostuvo la mirada del camarero, tenía un rostro normal, sin ninguna cosa que llamase especialmente la atención, ni la boca, ni la nariz ni los ojos, todo el semblante era demasiado común y eso era, precisamente, lo que llamaba la atención. Pidieron sopa castellana y Bacalao Dorado a la portuguesa, para beber un vino de la tierra, un Ribera del Guadiana de una renombrada bodega de La Fuente del Maestre.
Sin gesticular y sin mediar palabra, el camarero, con un ademán medido y calculado descorchó la botella, sirvió un dedo de vino en la copa de Santos para que este lo probara y dieses su aprobación,  después echo el vino en la copa de Carmen, solo llenándola hasta la mitad, y volvió a la copa de Santos hasta completarla al mismo nivel. Ella Levantó la copa para beber. Tembló ligeramente. Los dedos de Carmen eran largos y delgados, sus uñas estaban sin pintar, sólo tenían un poco de brillo, como si estuvieran barnizadas.  Sobre el satén beige de la blusa cayeron dos gotitas del rojo vino.
-¡Vaya!... No me lo puedo creer.
Santos no se extrañó, era algo que ya había vivido anteriormente, y sin embargo ella se sorprendió como si no le hubiese manchado nunca.
Humedeció la servilleta y con ella frotó la mancha haciendo círculos.  La cabeza de Santos también daba vueltas en círculo, una ruleta  a la que en cada giro se asomaban el viejo Feliciano, el abuelo Salazar,  María, y el retrato del Conde. La única ausente en aquel carrusel frenético era Doña Fermina.
-Estoy convencido, sin duda alguna puedo asegurarte, aunque no lo creas, que tú  y yo somos hermanos, que somos hijos del mismo padre.
Un brillo húmedo se asomó por las pupilas de Carmen, a la vez su sonrisa fue creciendo de manera contenida, lentamente, hasta estallar en una casi muda y breve carcajada
-Perdona- dijo, y se tapó la boca con la mano.
Por un instante, Santos Cámara quedó desconcertado
-Tienes razón,  no es fácil de comprender, ni quiero que, sin más, creas a pie juntillas toda esta historia.
Carmen se puso seria y dijo:
-Mi familia vive toda en Fregenal.
Santos no pudo apartar su mirada de la de Carmen, observó detenidamente sus ojos, la postura de sus manos, el gesto de poner por detrás de sus orejas un mechón de su cabello
-Me tengo que ir.
Santos guardó silencio, siempre había preferido no decir nada cuando no tenía nada que decir. Y ahora no sabía qué decir, y sabía que sabía que no sabía qué decir, y solo podía repetirse eso para sí mismo, lentamente, sin oírse, como alguien que por primera vez se enfrenta a si mismo mirándose al espejo.  Carmen continuaba con la mirada cosida en los bordados del mantel
- Me duele un poco la cabeza, será mejor que me marche.
Carmen, muy despacio se levantó de la silla. Santos  podía percibir unos pasos acercándose a su espalda, mientras  Carmen  se alejaba entre las mesas.
-¿Está todo bien, caballero?
-“No está bien”, pensó, o dijo. A veces no estaba muy seguro de que si lo que pensaba lo decía, o al contrario. El camarero lo seguía mirando y preguntó que si retiraba un servicio y anulaba la comanda, le temblaba ligeramente la mano.
Carmen se alejaba sorteando las últimas mesas del comedor. A Santos  le pareció escuchar el tintineo de las lámparas con lágrimas de cristal que colgaban   del techo, las piezas trasparentes rozándose unas con otras, como cuando alguien no sabe muy bien que pensar.  Pensó que con Carmen no sabía qué pensar. No iba por ahí preguntando a la gente qué cosas les parecía importante y que cosas no. Era solo que no podía dejar de fijarse en los detalles, incluso ahora, y podía percibir la manera en que la nuez del camarero se desplazaba bruscamente para dejar pasar la saliva, mientras él se levantaba de la silla. Dejó un billete de 20 euros sobre la mesa y comenzó a caminar detrás de Carmen.
Cuando Santos salió del restaurante Carmen iba ya cruzando la calle. La alcanzó, y en silencio caminó a su lado unos pasos.
-¿Qué quieres ahora?
-Tienes que escucharme, nuestro encuentro no ha sido casual.
Carmen no se inmutó y continuó caminando acelerando el paso, quizás  porque estaba acostumbrada a encontrarse con bastantes locos en su vida, pero este era, pensó, el caso más grave que había conocido.
-Verás- dijo sonriendo- es mejor que nos olvidemos de todo esto.
-Tu familia no vive en Fregenal.
Las pupilas de Carmen Durán se dilataron de repente y volvieron a brillar, pero esta vez no sonreía.
-Está bien. Soy huérfana. Ahora ya lo sabes todo.
-Sí, lo sé. Tu madre te dejó en un convento.
El bolso de Carmen se descolgó de su hombro.

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/// Fin de la NOVENA entrega.///  la siguiente en un par de días.


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