Santos llegó a su casa nervioso, sin encender la luz del zaguán, no atinaba a introducir la llave en la
cerradura de la puerta, tembloroso no pudo impedir
que resbalaran y que el manojo de llaves,
ensalzadas en un llavero con la imagen de San Judas Tadeo, cayera al suelo. Se
inclinó y palpando logró encontrar el puñado de llaves. Instintivamente se lo acercó
a los labio y besó la imagen del santo, era como un ritual de desagravio por ser tan torpe y haber haber evitado que la imagen del apóstol llegara al suelo. Una vez en el salón subió la persiana hasta
arriba, tanto que golpeó con fuerza
la jamba de la ventana. La luz iluminó la estancia, era una claridad azulada
que hacía visible una leve capa de polvo sobre la madera de la cómoda. Por encima de aquel mueble, sobre la pared, continuaba –como hacía toda una vida- el
retrato de su padre. ¡No lo olvides
nunca, fue el hombre más bueno y más justo!. Por un instante le pareció oír
la voz aterciopelada de su madre, en esta ocasión aquella voz llegó acompañada
del aroma que deja en el aire, cuando se mueve, la flor de la madreselva. Olía
a Doña Fermina. Santos imaginaba su rostro, eternamente afligido, aquel
semblante se le aparecía cada vez con más frecuencia. Cerró los ojos mientras
pensaba que la evocación de su madre le tranquilizaba. Para reforzar aquella
sensación y prolongar “aquel estado de gracia”, comenzó a recordar sus manos,
tenía manos de pianista, ella misma lo decía cuando presumía de dedos largos y
delgados. Sus brazos también eran delgados y largos, tanto como los días de los
segadores cortando espigas ajenas. Podía verla
elevando la mirada de soslayo hasta el oleo del hombre más bueno y más justo.
Era como cuando vas a la iglesia y no te atreves a mirar al sagrario porque
piensas que no es justo pedir por ti porque sabes de otros que lo necesitan
más.
De repente un soplo de calor en la nuca le hizo reflexionar. Tal vez no debía haber emprendido aquel viaje hasta Torre Alta.
Sentía como si hubiese traicionado la voluntad de su afligida madre. Doña
Fermina le había procurado una buena educación para que fuese un hombre de
provecho, le había insistido en que se
rodeara de gente buena, honrada y trabajadora. Ahora, el contacto con la vecindad
se reduce a cuatro saludos de cortesía y para de contar. Recordaba que la barbilla de Doña Fermina
sobrevolaba las cabezas de todas esas gentes de pueblo, incluidas las de la
calle del Convento, que es la calle principal del municipio,. podía verla caminando, viniendo de la ermita del Cristo, agarrada a sus libros de misa, con las lentes un poco
caídas. Sobre la montura oscura se asomaban sus ojos azules, tan zarcos como la
línea del horizonte cuando se viste del color del traje de los ángeles
inocentes. Podía recordar aquel gesto altivo y nada improvisado que exageraba al cruzarse con alguna vecina.
El dinero que el Conde les había legado era suficiente para vivir.
Aún así, Doña Fermina tenía alquilado algún inmueble en la ciudad vecina, unos
cientos de olivos y algunas tierras de secano. Era un patrimonio suficiente para afrontar cualquier eventualidad y darse
algún que otro capricho. Doña Fermina siempre dedicó todo su tiempo a educar
a Santos y vigilar que este creciera con salud y armonía espiritual. Para ello
contaba con buenos consejos y mejores
influencias. De niño, estudió en el mejor colegio privado de la zona,
en Villafranca, luego el Bachillerato lo hizo por libre, pero siempre bajo la supervisión
y las indicaciones de Don Pedro, el párroco del pueblo, que también ejercía en
la familia como director espiritual de Doña Fermina. Este fue un cura muy
singular. Ejemplo de ello es que en el pueblo, a la salida, como en todos los pueblos, había un
cementerio en el que no había enterramientos desde hacía muchos años, se había quedado pequeño y a la mala conservación de los nichos y
tumbas no aconsejaban su uso. Don Pedro, el Sr.Cura, mandó exhumar los pocos restos que aún quedaban, aró la
tierra repetidamente hasta que fue apta
para el cultivo, y sembró garbanzos. Durante varios años, los que él permaneció
en el pueblo, las cosechas de garbanzos fueron excelentes. En la actualidad
está sembrado de olivos, como Getsemaní.
Doña Fermina en ningún momento se relajó en sus obligaciones para con su
hijo, procurando que su conducta fuese intachable y acorde con su clase y
posición. Es decir, hizo del pobre niño un ser casi antisocial, antipático y
distante para con los demás, y mezquino y estrecho de moral para con él mismo. Santos,
aún así, nada podía reprocharle… Las
madres solo quieren lo mejor para sus hijos, solo lo mejor…
Tras permanecer adormilado en uno de los dos el sillones del salón, Santos abrió los ojos. Los últimos rayos de
sol se colaban por la ventana iluminando el otro sillón, vacío, del salón. De
repente, sus labios se tensaron. Dentro de su cuerpo podía sentir un tren de
hielo recorriéndole de norte a sur y de este a oeste... No es necesario poner una mano encima de alguien para matarlo.. pensó, y pudo recordar la expresión de Doña Fermina, mientras le anunciaba su
decisión: “Madre, mañana se queda libre
el pisito de la Plaza Chica en Zafra - dijo- Me gustaría vivir allí sólo” La señora, como tal, alzó la barbilla y no dijo nada, ni siquiera levantó
la vista del libro. Santos se dio cuenta enseguida que su respiración se había
parado en seco. Pasado un rato, ella se levantó, y dirigiéndose a la cocina, en esta ocasión cabizbaja, atravesó el salón, pero entonces ya estaba
muerta. El resto de las semanas hasta su ida definitiva, Doña Fermina había dejado de dirigirle la
palabra, y sólo se movía por la casa cuando Santos no estaba presente. Podía
permanecer sentada en su sillón de lectura toda la tarde, mientras Santos repetía,
una y otra vez el mismo solitario con la baraja de naipes franceses, siempre, una y otra vez, sin éxito.
Cuando él se ausentaba un instante, ella aprovechaba para desaparecer. Entonces Santos paseaba por
la casa y la encontraba de espaldas, apoyada sobre la encimera de la cocina, o
en su habitación, con los ojos cerrados. Un día la tocó. Estaba completamente congelada.
Después de que la funeraria de la llevase, incluso después de
haberle dado sepultura y donado toda su ropa a la iglesia, Santos, de cuando en cuando, puede sentirla y encontrársela de píe, delante del retrato del Conde como si le estuviese rezando, o subiéndose las
medias en el aseo, o revolviendo en el interior de algún armario buscando, sin
buscar, cualquier cosas o cualquier
recuerdo. A veces, se le apare entre las
imperfecciones de la pared, con un ojo más abierto que el otro, o la presiente bailando a su alrededor, como libélula nerviosa incapaz de encontrar sosiego en el extremo más fino del vacilante junco.
Santos necesita ordenar sus ideas. Después del viaje a Torre Alta sabe que María Salazar había sido amante de su padre, y que tenía una hija que
estaba en algún lugar. Y que toda
aquella certeza podía ser una extraña
casualidad. Pero todo hacía presagiar que Carmen sí era hija de María y por alguna razón había aparecido en aquel bar
donde se conocieron
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/// Fin de la septima entrega./// la siguiente en un par de días.
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