"No
entiendo nada de lo que escribes. Tampoco entiendo nada de lo que
dices. Parece todo muy bonito pero no tengo ni idea de lo que quieres
decir".
María acude a su habitación, entreabre la ventana, se quita la bata, se coloca el camisón, peina su cabello, abre las sábanas, se recuesta en la cama, apaga la luz. Cierra los ojos y se relaja para dormir.
María
está cansada. Se le cierran los parpados y sus piernas no soportan
su poco peso, se deja caer en la cama. Tras unos instantes comienza a
desvestirse, alarga el brazo y de debajo de la almohada saca el
camisón que por la mañana dejó allí doblado. Un esfuerzo más, se
lo pone casi sin mirar donde tiene los botones, suele acertar y casi
nunca se pone lo de atrás hacia adelante. Se mira de pasada en
el espejo del tocador mientras va hacia la ventana que está cerrada.
Lentamente, una pasada y otra, con suavidad se cepilla el cabello.
Vuelve a sentirse agotada y hasta ahogada. Entreabre la ventana
cuidando de que los contrafuertes permanezcan cerrados. Respira
aliviada mientras va hacia la cama y separa la colcha, la dobla hacia
los pies. Abre las sábanas, como de costumbre inspira como queriendo
aprisionar en su nariz el frescor que destilan. Se sienta, se quita
las zapatillas e introduce las piernas dentro de la cama. Se termina
de arropar con las sábanas y apaga la luz pulsando el interruptor de
pera que cuelga a un lado del cabecero niquelado de la cama. Se
acomoda y cierra los ojos a la vez que abre todo su cuerpo y su alma
para ser invadida por el sueño.
Es
de noche. El cielo está oscuro, y a pesar de ello, no se ven
demasiadas estrellas. La luz de las farolas de la calle se come los
reflejos del cielo, se alimentan de brillos ajenos. Es una luz
mortecina y hambrienta la que se cierne entre las rendijas de las
persianas.
María
presiente a la sombra nocturna acechándola a través de la ventana,
entrando de modo traicionero, reagrupando tinieblas en los pliegues
de las cortinas que tiemblan por la brisa o quizás de miedo. La
fatiga la lleva hacia los velos del descanso y descubre los anhelos
descuidados de sus caricias. El señor del sueño crece, aparece
entre la luz y la sombra, se hace presente en sus suspiros que
se dejan sentir en la nuca de María, rozando sus
cabellos como el vuelo de un ángel al dejarse descubrir sentado al
filo de la noche, entre el relente de la brisa que entra por la
ventana y el vaivén del visillo.
María,
barajando pestañeos en la oscuridad, por unas horas, se embarca en
ese mar de luces y afectos del sueño reparador al que, en silencio,
besa al sentirlo sobre la almohada.