Un cigarrillo en la mecedora y la tapa de cartón de la caja de zapatos, sin dudas les ayudarán a pasar lo que queda de tarde. Estando de luto no le parecía prudente poner la radio o escuchar música, se entretuvo pensando que el humo de sus cigarrillos buscaban escondites nuevos entre los pliegues de la cortina o de los visillos para, como él, pasar desapercibido cuando sale a dar algún paseo nocturno por el parque de Zafra o por el aparcamiento de la plaza de toros de Almendralejo.
Cuando se cansa de estos pensamiento, que considera pecaminosos porque le sugieren emociones que pudieran terminar en "amor consigo mismo", recurre al recuerdo de viajes, de paisajes, de estaciones de tren, de aeropuertos... Siempre comienza recordando el viaje que hizo a Budapest, como en el trayecto del aeropuerto al hotel se sintió defraudado, aquel entorno, los edificios rancios, más que viejos o antiguos abandonados, como dejados allí a su suerte en las calles. Después, a medida que se adentró en la ciudad, fue descubriendo la belleza del lugar y no le quedó otra que cambiar su opinión respecto al lugar. Recuerda que cuando fue a Buda le fascinó tener que cruzar el Danubio, un Danubio que no era azul sino de aguas revueltas y quizás contaminadas por los numerosos barcos que se dedican a realizar pequeños cruceros enseñando lo monumental del sitio. Cuando llegó, curiosamente, lo que mas le impresionó fue el olor, era primavera y el aire dejaba en el ambiente un penetrante y sugerente perfume a lilas. Las orillas de la carretera que sube, o que baja, desde la Plaza de la Santísima Trinidad hasta la orilla del rio, esta poblada de lilos, altos, frondosos y en esa época salpicados de flores azules, que huelen a señora mayor, a ambientador de iglesia , es un perfume tierno que evoca al olor a valle y a sábana guardada en el cajón de madera de antiguas cómodas. Pest no olía a lilo en flor, olía a especias: a clavos de olor, a pimienta de Sichuán, a cúrcuma, a comino, a cardamomo y a la carne sin vida de mil kebabs. Sin dudas la tarde, larga como el mismísimo Danubio, daba para ensoñaciones, resucitar recuerdos y hasta para alguna cabezadita.
Tarde o temprano, tenía que ponerse al día de las cuentas familiares y saber de qué rentas y patrimonio dispone y así hacer planes de futuro realistas. Esto le preocupaba, aún así, decidió dejó pasar unos días para abrir la caja fuerte y sacar todos los documentos y sentarse en la mesa del despacho a enfrentarse a las distintas carpetas, “a los papeles importantes”, como diría su difunta madre.
Sobre las nueve de la tarde comenzó a asearse: una buena ducha fresca, un afeitado con la maquinilla eléctrica, un poco de desodorante… calzoncillos limpios, pantalón vaquero de marca y camisa bien planchada, de manga larga, perfume sin escasez y... listo. Preparado como a su madre le gustaba. Antes de irse siempre daba una vuelta por la casa asegurándose de que las luces del primer piso y las de la planta baja, estuvieran apagadas, que el calentador del agua y los mandos de la cocina de gas también estaban en off. Bajó las persianas de las ventanas que dan a la calle y se sentó a esperar a que fuesen las diez, a esa hora había quedado con Antonio. Vive en la misma calle, antes de llegar a la esquina donde comienza el atrio de la Iglesia, es de los pocos hombres de confianza de su madre. Trabajaba para la familia desde hacía muchos años. Es el capataz que ordena las labores agrícolas, buscaba y contrataba a los jornaleros, les paga, supervisa los trabajos y decide lo que en cada momento se precisa para sacar adelante el cereal sembrado o las aceitunas por coger. A Santos, como a su difunto padre, no le gusta conducir, siempre anda buscándose medio de transporte ajeno. Tiene coche pero solo conduce cuando es totalmente imprescindible o se deslaza a algún lugar con el que no quiere que se le relacione... Se irá con él a Zafra, Antonio va a visitar a su hija y a estar un rato con sus nietos.
A Santos, aunque estaba aún de luto, le apetecía darse un paseo por el parque, o ver escaparates en la Calle Sevilla y tomar una copa en algún bar, y si tenía la suerte de disfrutar en algún encuentro inesperado… mejor que mejor. Pensó en pasar la noche en el pisito que sus padres tienen, y que ahora era suyo, en La Plaza Chica y por la mañana, o al medio día, volver al pueblo en autobús.
Despertó aturdido, sentía la cabeza muy pesada, y el ánimo resacoso como si hubiese bebido, pero no recordaba si había abusado de la cerveza o había tomado alguna copa demás. Pensó que no era normal, nunca había sentido el ardor del alcohol bajando y subiendo entre su piel y su carne. Miró alrededor, después fijó su mirada en la cama. Había sangre en la colcha y en las sábanas, también estaba manchado de rojo el cable blanco de la lamparita de noche que sobre la mesilla ponía luz en la alcoba. Se giró repentinamente como quien recibe un aviso o un gesto para que mire a un lugar determinado. Vio entre la cama y la pared, tendido en el suelo el cuerpo de un hombre. Tumbado, encogido, abrazando a uno de los cojines blancos que adornan la cama cuando está estirada y recién hecha esperando a descansar al cansancio o despertar al sueño.
Se llama Luis, estaba seguro, pero no recuerda por qué conoce su nombre. Tenía la razón des colocada y, en sus recuerdos no encontraba respuestas a las preguntas que, aturullada mente se hacía mentalmente.
No lo entiende, no es posible, nada le es familiar. Aquel dormitorio, la habitación no es la suya. Fue un segundo, el tiempo suficiente para desear encontrarse lejos de aquel lugar. Estaba entumecido, medio asfixiado por la falta de aire, la ventana de la habitación era pequeña y estaba cerrada. Por su cabeza la sangre circulaba demasiado despacio, como si arrastrara el saco de “los gamusinos”. Quería salir de la habitación, lo deseaba como no recordaba haber deseado antes algo. Fue solo un instante, pero sintió aquel deseo con todo su cuerpo.
Sobresaltado tiró del embozo de las sábanas hacia un lado y se incorporó agitando la cabeza de un lado a otro. Respiró profundamente, el calor del aire perdió el poco de humedad que escondía y al llegar a su garganta sintió una sequedad profunda, amarilla y muerta, como si hubiese pasado la noche en el desierto. Apoyó los dos pies en el suelo casi a la vez, las baldosas destilaban un bochorno frío, tan gélido, o tan caliente, como el mismísimo umbral de la puerta del infierno. Aquella sensación le hizo, nuevamente, coger aire antes de enderezar las piernas. Una especie de calambre, furtivo y cauteloso, se extendió por sus extremidades y le subió por la espalda hasta la nuca. Con rapidez tiró de la camisa que colgaba entre la cama y el suelo, la aproximó hasta su nariz para olerla, cerró los ojos y un sinfín de aromas enturbian aún más sus pensamientos. Sí, estaba seguro, quien estaba en el suelo, acurrucado y lleno de sangre entre la cama y la pared se llamaba Luis..
一 Sí, si, sí… me lo dijo en el bar donde le conocí. Recordó.
Santos no es un hombre que esté acostumbrado a tratar con mucha gente, y menos con desconocidos, su prudencia incluso le hacía perder oportunidades de pasar algunos ratos de ocio y sexo con otros.
一 ¡Hola!... soy Luis.
----------------- continuará.
Cuando se cansa de estos pensamiento, que considera pecaminosos porque le sugieren emociones que pudieran terminar en "amor consigo mismo", recurre al recuerdo de viajes, de paisajes, de estaciones de tren, de aeropuertos... Siempre comienza recordando el viaje que hizo a Budapest, como en el trayecto del aeropuerto al hotel se sintió defraudado, aquel entorno, los edificios rancios, más que viejos o antiguos abandonados, como dejados allí a su suerte en las calles. Después, a medida que se adentró en la ciudad, fue descubriendo la belleza del lugar y no le quedó otra que cambiar su opinión respecto al lugar. Recuerda que cuando fue a Buda le fascinó tener que cruzar el Danubio, un Danubio que no era azul sino de aguas revueltas y quizás contaminadas por los numerosos barcos que se dedican a realizar pequeños cruceros enseñando lo monumental del sitio. Cuando llegó, curiosamente, lo que mas le impresionó fue el olor, era primavera y el aire dejaba en el ambiente un penetrante y sugerente perfume a lilas. Las orillas de la carretera que sube, o que baja, desde la Plaza de la Santísima Trinidad hasta la orilla del rio, esta poblada de lilos, altos, frondosos y en esa época salpicados de flores azules, que huelen a señora mayor, a ambientador de iglesia , es un perfume tierno que evoca al olor a valle y a sábana guardada en el cajón de madera de antiguas cómodas. Pest no olía a lilo en flor, olía a especias: a clavos de olor, a pimienta de Sichuán, a cúrcuma, a comino, a cardamomo y a la carne sin vida de mil kebabs. Sin dudas la tarde, larga como el mismísimo Danubio, daba para ensoñaciones, resucitar recuerdos y hasta para alguna cabezadita.
Tarde o temprano, tenía que ponerse al día de las cuentas familiares y saber de qué rentas y patrimonio dispone y así hacer planes de futuro realistas. Esto le preocupaba, aún así, decidió dejó pasar unos días para abrir la caja fuerte y sacar todos los documentos y sentarse en la mesa del despacho a enfrentarse a las distintas carpetas, “a los papeles importantes”, como diría su difunta madre.
Sobre las nueve de la tarde comenzó a asearse: una buena ducha fresca, un afeitado con la maquinilla eléctrica, un poco de desodorante… calzoncillos limpios, pantalón vaquero de marca y camisa bien planchada, de manga larga, perfume sin escasez y... listo. Preparado como a su madre le gustaba. Antes de irse siempre daba una vuelta por la casa asegurándose de que las luces del primer piso y las de la planta baja, estuvieran apagadas, que el calentador del agua y los mandos de la cocina de gas también estaban en off. Bajó las persianas de las ventanas que dan a la calle y se sentó a esperar a que fuesen las diez, a esa hora había quedado con Antonio. Vive en la misma calle, antes de llegar a la esquina donde comienza el atrio de la Iglesia, es de los pocos hombres de confianza de su madre. Trabajaba para la familia desde hacía muchos años. Es el capataz que ordena las labores agrícolas, buscaba y contrataba a los jornaleros, les paga, supervisa los trabajos y decide lo que en cada momento se precisa para sacar adelante el cereal sembrado o las aceitunas por coger. A Santos, como a su difunto padre, no le gusta conducir, siempre anda buscándose medio de transporte ajeno. Tiene coche pero solo conduce cuando es totalmente imprescindible o se deslaza a algún lugar con el que no quiere que se le relacione... Se irá con él a Zafra, Antonio va a visitar a su hija y a estar un rato con sus nietos.
A Santos, aunque estaba aún de luto, le apetecía darse un paseo por el parque, o ver escaparates en la Calle Sevilla y tomar una copa en algún bar, y si tenía la suerte de disfrutar en algún encuentro inesperado… mejor que mejor. Pensó en pasar la noche en el pisito que sus padres tienen, y que ahora era suyo, en La Plaza Chica y por la mañana, o al medio día, volver al pueblo en autobús.
Despertó aturdido, sentía la cabeza muy pesada, y el ánimo resacoso como si hubiese bebido, pero no recordaba si había abusado de la cerveza o había tomado alguna copa demás. Pensó que no era normal, nunca había sentido el ardor del alcohol bajando y subiendo entre su piel y su carne. Miró alrededor, después fijó su mirada en la cama. Había sangre en la colcha y en las sábanas, también estaba manchado de rojo el cable blanco de la lamparita de noche que sobre la mesilla ponía luz en la alcoba. Se giró repentinamente como quien recibe un aviso o un gesto para que mire a un lugar determinado. Vio entre la cama y la pared, tendido en el suelo el cuerpo de un hombre. Tumbado, encogido, abrazando a uno de los cojines blancos que adornan la cama cuando está estirada y recién hecha esperando a descansar al cansancio o despertar al sueño.
Se llama Luis, estaba seguro, pero no recuerda por qué conoce su nombre. Tenía la razón des colocada y, en sus recuerdos no encontraba respuestas a las preguntas que, aturullada mente se hacía mentalmente.
No lo entiende, no es posible, nada le es familiar. Aquel dormitorio, la habitación no es la suya. Fue un segundo, el tiempo suficiente para desear encontrarse lejos de aquel lugar. Estaba entumecido, medio asfixiado por la falta de aire, la ventana de la habitación era pequeña y estaba cerrada. Por su cabeza la sangre circulaba demasiado despacio, como si arrastrara el saco de “los gamusinos”. Quería salir de la habitación, lo deseaba como no recordaba haber deseado antes algo. Fue solo un instante, pero sintió aquel deseo con todo su cuerpo.
Sobresaltado tiró del embozo de las sábanas hacia un lado y se incorporó agitando la cabeza de un lado a otro. Respiró profundamente, el calor del aire perdió el poco de humedad que escondía y al llegar a su garganta sintió una sequedad profunda, amarilla y muerta, como si hubiese pasado la noche en el desierto. Apoyó los dos pies en el suelo casi a la vez, las baldosas destilaban un bochorno frío, tan gélido, o tan caliente, como el mismísimo umbral de la puerta del infierno. Aquella sensación le hizo, nuevamente, coger aire antes de enderezar las piernas. Una especie de calambre, furtivo y cauteloso, se extendió por sus extremidades y le subió por la espalda hasta la nuca. Con rapidez tiró de la camisa que colgaba entre la cama y el suelo, la aproximó hasta su nariz para olerla, cerró los ojos y un sinfín de aromas enturbian aún más sus pensamientos. Sí, estaba seguro, quien estaba en el suelo, acurrucado y lleno de sangre entre la cama y la pared se llamaba Luis..
一 Sí, si, sí… me lo dijo en el bar donde le conocí. Recordó.
Santos no es un hombre que esté acostumbrado a tratar con mucha gente, y menos con desconocidos, su prudencia incluso le hacía perder oportunidades de pasar algunos ratos de ocio y sexo con otros.
一 ¡Hola!... soy Luis.
----------------- continuará.