UNO
Los días de verano se van disipando aunque hoy las chicharras no callan, son invisibles como los ángeles, pero el runrún con el que siembran el aire no es, precisamente, ni divino ni celestial. A esta hora -las cuatro de la tarde- por la calle ni un alma; quieras o no, la vigilia adormila, y un aire calentón y sofocante se adueña de los visillos de las ventanas haciendo que bailen con el más mínimo soplo, aunque les llegue desde la tapa de cartón de una caja de zapatos que, Santos, agita de izquierda a derecha y de derecha a izquierda delante de su cara. Está sentado en la mecedora en la que su madre se balanceaba durante las horas de la siesta. Ella nunca disfrutaba de esos sueños golosos en la cama, posiblemente para evitar tener que recomponerla después. El clima, la costumbre y tal vez la desocupación, hacen preceptivo ese descanso, y más, mucho más, en los meses de verano.
一 ¡Las moscas en verano que pesadas son! Van y vienen, entran y salen, importunan, incomodan, incordian. ¡Qué animales tan inútiles! ¿Para qué sirven las moscas si no es para molestar e incordiar, para sacar de mí el mal humor? Pensaba Santos mientras movía, con más ímpetu, el abanico improvisado de cartón. En varias ocasiones hizo el intento de no solo espantar a los insectos, sino en adivinar su vuelo para que chocaran con el cartón y cayeran al suelo para después rematarlas con un pisotón.
No hay nadie fuera de su casa. Un silencio de camposanto que parece inmolarse en el atrio de la iglesia y baja por la calle disfrazado de olor a ciprés o a crisantemo blanco.
El recuerdo de Doña Fermina Jara, su madre, le asalta una y otra vez avivando en él un desamparo que le parece injusto. Aquella evocación es interrumpida: una, dos, tres... Eran campanadas broncas, desafinadas, un lamento de metal destemplado que flota en lo más alto de la espadaña de la iglesia. Alguien, como una sombra escapa de su purgatorio para refugiarse en la penitencia de subir hasta lo más alto del campanario y aferrándose al badajo de las campanas, las toca, las estallas, las hace hablar., No es toque de misa, están doblando, visan de la muerte de algún vecino. Es Hipólito, el sacristán, quien hace que las campanas hagan trizas al silencio de la siesta. Se hizo “chupacirios” al jubilarse del comercio de lencería, mercería, perfumería… que regentó toda su vida, y como por aquel entonces, en la iglesia no había ni sacristán ni sacristana que ayudase al sr. cura se ofreció el. De esta forma ocuparía los tantos y tantos ratos ociosos que trae consigo la jubilación. En la Iglesia que, con la advocación de Virgen de Gracia, no puede presumir de imagen a la que el pueblo venere, adore o celebre. Es una virgen, con su niño en brazos, pintada en unos azulejos, situados en una de las esquinas del templo. Seguramente por estar a la intemperie hace que esté quieta, como metida a la fuerza debajo de un tejadillo y en una hornacina que le viene chica. Parece estar y no estar, como en un intento de pasar desapercibida, quizás para no verse en la necesidad de atender a alguna petición distraída de cualquier beata despistada. Dentro del templo una imagen de una Inmaculada Concepción de María la han reconvertido y ahora le rezan dirigiéndose a ella como Virgen de Gracia. Estas cosas solo pasan en este pueblo que ni a su santo patrón, San Lucas, sacan a procesionar, lo tienen aparcado, junto a la cabeza de toro que lo representa, en el retablo.
一 ¡Qué tonterías se piensan cuando no se tiene nada que hacer! Se dijo Santos que continuaba agitando el cartón, robándole al aire su movimiento, su soplo y la poca frescura que su aire esparcía en la salita de estar.
Por la calle ni un alma, solo Santos que ha dejado su improvisado abanico encima del asiento de la mecedora y ha salido a la puerta de la casa al encuentro de la nada, una nada con eco de campana que anuncia muerte o gloria, según se mire, según se sienta. Es un hombre desposeído de atributos especiales, al menos, su esencia, su sustancia, es casi como la de cualquier hombre del pueblo, pero mejor educado, sabe que el dinero no hace educada a las personas, sino que, es lo vivido y lo aprendido quien da esa dignidad. Su existencia, es una vida engañosa, pero es suya y solamente suya, aunque las malas lenguas de algunas vecinas, ya habían avisado de que, Santos, “cosía para la calle” y que “lo mismo es botón que ojal” o que era “más tierno que las cañas del Ventorro”. Son maneras educadas y disimuladas de llamarlo afeminado, marica, maricón, homosexual, gay. Siendo de buena familia su educación es exquisita, había aprobado con un sobresaliente el Bachillerato Superior en el Colegio de los Jesuitas en Villafranca. Siempre pensó que a nadie tenía que justificar nada de lo que hacía y deshacía, y menos algo tan íntimo como es la condición sexual o sus gustos entre las sábanas. Ni tan siquiera a su “santísima madre”, si volviera a la vida se atrevería a hablarle de ese tema. Desde siempre, recuerda haberse distraído haciendo suposiciones, o imaginando miradas y encuentros con otros hombres, ocasionalmente, con un poco de suerte, había disfrutado de algunos comportamientos que él censuraba y juzgaba que eran equivocados, iban en contra de los establecido por la moralidad de los demás. Esta conducta le causaba remordimientos de conciencia, para consolarse pensaba: “...el que esté libre de pecados que tire la primera piedra”, y se le pasaba el enfado consigo mismo.
Sin prisas, baja la calle hasta llegar a la plaza.
一 Con suerte el estanco estará abierto y no tendré que entrar al bar a comprarlo en la máquina, a esta hora estará lleno de gente tomando el café de la tarde, o cubatas… Sólo voy a comprar una cajetilla de tabaco y no a dejarme mirar y remirar por chismosas y envidiosos de vidas ajenas. Cuando enciendo un cigarrillo se aplacan mis impulsos, es como si el humo me ayudará a calmar la ansiedad y el desasosiego al que me enfrento desde que murió mi madre. Esto de fumar no está bien, tengo que ir pensando en dejarlo, nunca he fumado tanto como últimamente. Son los nervios los que me provocan esta zozobra de sentir al humo subiendo y bajando a mi alrededor, entrando y saliendo de mi boca y de mi nariz.
Estas justificaciones las murmuraba en silencio mientras miraba hacia un lado y otro, como ansiando no ser visto, ni ver, a nadie.
一 ¡La gente no es tan buena como aparenta, me decía mi pobre madre!!
Hace tiempo que se dió cuenta que, cuando llega a un sitio y hay gente, parece inevitable que alguien haga algún comentario dirigido a él, o una mirada, algún gesto, normalmente despectivo, pero simulado. Tuvo suerte, el estanco está abierto y sin clientela que le hiciera esperar, además la Señora Micaela, la dueña y dependienta, a pesar de estar ya jubilada por viudedad, no es de las que tiene hacia él, ni un mal ademán, ni mala opinión. Santos, siempre tuvo una especial consideración, incluso devoción, hacia ella y hacia su marido. Algunas veces pensaba en la tristeza que tenía que tener ella y su marido, quizás más que una tristeza, lo que sentían era desconsuelo, o un quebranto que debían sobrellevar… “Si Dios no ha querido darnos hijos, sus razones tendrá…” o un: “no hay mal que por bien no venga”, Es lo que, para conformarse, pensaba el matrimonio. Algunos, puede que los menos allegados a sus sentimientos, cuando querían herirlos les “sacaban a relucir” el tema de la descendencia y la pena de no tener hijos y, terminaban clavando en la conversación el refrán cruel de: “Duelos con pan, son buenos de llevar”. En los pueblos pequeños… Ya se sabe… todos saben todo de todos.
Santos, cuando pensaba en el marido de Micaela, Arturo, siempre lo presintió como un hombre tierno, sutil… un hombre de seda. En alguna ocasión pensó que Arturo, Don Arturito, como, con cierta burla y desprecio, lo llamaban algunos vecinos, sin duda por pura envidia, porque era un hombre con propiedades y un buen capital, era como él. De su misma condición sexual… ¿sería esa la causa por la que no tenían descendencia?. También se habló en el pueblo, principalmente entre los hombres ociosos que se reúnen cada día, cada hora, cada minuto… en el banco que hay frente a la puerta del ayuntamiento, que está ocupado todo el día por esos sastrecillos que, sin tijera propia y sin hilos, cortan y cosen trajes y mortajas, que lo de Arturito y Micaela era un matrimonio de conveniencia. Pensó que el tiempo debe ser sordo, que ni oye ni escucha a los aguaceros silenciosos, ni al aire volviéndose polvareda en las esquinas vacías, o llenando los rincones de la Plaza de papelitos y envolturas brillantes de caramelos que fueron azúcar antes de ser vendidos en el estanco de Micaela. Estos diputados o, “esos” vecinos, que el único escaño que tienen es prestado, y es el banco de hierro y madera frente al ayuntamiento, piensan que para Arturo, Don Arturito, la noche, siempre le llegaba brotada en trigos amarillos de tanto verde pasado, que viene con sus cenizas de sangre, vestida de vientos que apresan besos perdidos de enamorados y amantes tristes y soñadores del perfume de otros hombres. Santos está seguro de que a alguno de ellos le hubiese gustado sentir en la nuca el calor del aliento de otros hombres, o en su cara el olor al jazmín del patio de Micaela y Arturo… El jazmín, flor insignificante, pequeña, de corona blanca, tan blanca como las sábanas del ajuar de Micaela y que, Arturo, con toda seguridad, no llegó a estrenar.
Los jazmines… estrellas blancas en el cielo verde y fresco del patio de Micaela. Después de muerto Arturo, estuvo más de un año sin regarlo pero, aún así, brotó y su cielo verde y se sembró de estrellas blancas, como antes, como siempre.
Doña Fermina, siempre pensó, y así se lo insinuó a Santos en una ocasión en la que hablaron de ella, que la Señora Micaela, había nacido a destiempo, porque su mentalidad era más avanzada que la que le correspondía por edad y mucho más si se comparaba con la de las mujeres del pueblo. Ahora, que se acuerda de aquella conversación, se explica algunas cosas, como por ejemplo que cuando Micaela dió por terminado el luto por la muerte de Arturo, una prima lejana, “quizás muy muy lejana”, se viniera a su casa, a vivir con ella… pero, claro, como eran dos mujeres, en el pueblo ni se vió mal ni bien… A la semana todo estaba normalizado y Carmen, ” la prima lejana” era una vecina más, que aprendió a despachar tabaco y chucherías en el estanco de Micaela. Ni los “señores diputados” del banco de la plaza se atrevieron a decir, ni a comentar “ni pío”, temerosos de la posible represalia de Micaela, porque decían que “los tenía bien puestos”
Después de la muerte de Arturo, imaginó a la Señora Micaela llorado agua en un tazón de loza blanco, sacando un puñado de estrellitas blancas del fondo del bolsillo fresco del su oscuro delantal de viuda que convierte en barcas de velas blancas, ancladas al agua del pequeño mar dulce del tazón. Por un momento, Santos, duda si lo que ha imaginado, ha sido porque antes lo ha leído en algún sitio, o lo ha visto a los pies de la Virgen de la Cruz… o porque se está haciendo, sin saberlo, poeta. Sabe que la Señora Micaela repite cada mañana de primavera, y cada tarde de verano, el mismo ritual: recoge las estrellas blancas del cielo verde del patio, que la luz de plata de la luna visita cada noche y preñar de nieve el palio verdoso mientras que el aire mece los momento felices y los recuerdos, con vaivenes suaves, como quien sopla para apagar el triste pabilo de la vela. Nuevamente piensa lo mismo, que si lo que acaba de pensar, lo ha leído en algún libro o ha bajado un ángel y se lo ha dicho al oído.
一 Mi pobre Arturito, recordaba Micaela, siempre descansaba apoyando su barbilla sobre los nudillos de los dedos de sus manos y, éstas, descansaban abrazando el puño redondo del bastón. Siempre con la mirada perdida y siempre, mirando sin mirar, a vecinos de género masculino que pasaban por la puerta del estanco, nunca entraban. Recordaba, también, otros momentos menos amables… el de las balas silenciosas y cargadas de sangre que le amenazaron cuando de Arturo pasó a ser Don Arturito, fue engañado como al niño que se le da un caramelo a cambio de un beso, lo nombraron alcalde del pueblo, alcalde comunista en tiempos de guerra civil. Autoridad que huyó saltando tapias y muros, corriendo y gateando por los tejados, llegando con el corazón en un puño a las alamedas de chopos en la rivera y taparse con las hojas caídas, se escondía entre ellas y el frío suelo para que no lo mataran los del otro bando. Pobre Arturo, pobre Micaela.
En una ocasión, mientras esperaba la vez en el estanco “la prima lejana”, Carmen sorprendió a Santos mirando con preocupación a Micaela, se le acercó y susurrando le dijo:
一 Los jazmines siempre huelen a pasado.
En esta ocasión, Santos, supo qué contestar, y también susurrando, dijo a Carmen:
一 El jazmín es un lamento blanco y furtivo del olor a puestas del sol.
Micaela a veces se refugia en el recuerdo de una sobrina que se le murió joven, o en el de su cuñado Julio, que huyó a Francia porque en el pueblo decían que era como su hermano Arturito, también maricón. Se imagina ilusiones, como la de creer que en los patios de su vecindad los jazmines son más grandes y huelen más y mejor que los suyos. Los pocos familiares que les queda, viven en Cataluña y están siempre prisioneros en sus labios, son los nombres que todos los días, se hacen mariposillas que aletean en su recuerdo y en su imaginación, se encoje de hombros, mira al cielo o al techo y sonríe a Carmen.
----------------- continuará.