sábado, 2 de noviembre de 2019

"LA CUARTA VIRGENCITA" Primer capitulo de cuatro"


      
Felisa es joven, aún no llega a la treintena. Está soltera por decisión propia, los hombres que se cobijaron en su sombra no estaban a su altura, al menos eso opinaba su pobre madre, fallecida hacía apenas un par de meses. Desde niña prestó atención a las historias que su abuela materna y su fallecido padre contaban del pueblo del que procedían. Hora estaba sola, se sentía sola, en un desamparo similar al que puede sentir la estrella que decide brillar en una noche de tormenta. Era hija de emigrantes que habían emigrado para siempre de esta vida.
       En el trabajo también esta sola. Es profesora de español y de literatura española en un Instituto de Enseñanza Secundaria, en Perelada, pueblo cercano a Figuera, al norte de Gerona. Allí, desde que los aires independentistas llegaron de boca e intención de cuatro políticos de pacotilla, no se podía vivir. Siempre tenias que prever o adivinar de que parte estaba tu interlocutor, o de que tendencia era el vecino que la suerte te había deparado en la butaca de al lado cuando ibas al cine. lo más practico era guardar un sensato silencio... Entendía, hablaba y escribía perfectamente y con soltura el catalán,  pero eso no la eximía de considerar que vivía en España.
       Tras el  1 de Octubre del 2018, después de votar NO, decidió regresar al lugar que su padre y su abuela siempre tenían en boca. Consideró que era un buen momento para poner en su vida un punto y aparte. Comenzar a escribir el siguiente capítulo de su vida en aquel lugar lejano pero próximo, desconocido pero entrañable, ajeno pero propio, sería lo más viable mientras regresaba la cordura al Instituto y ser profesora de español y literatura volvía a estar considerado o al menos  bien visto.
       Sabía que en el pueblo -al que voluntariamente se exiliaba- vivían aun parientes, sobrinos, tíos y primos de la abuela y de su padre. Decidió no ponerles en aviso, así podría comprobar si los retratos que la abuela hacía de unos y de otros coincidían con la realidad de la que ella -hacía más de treinta años- había huido.  Se entretendría  en investigar y se dedicaría a escribir. Siempre deseó ser novelista. Estaba convencida de que  era el momento apropiado para darse rienda suelta y cumplir aquel íntimo deseo.

       Tras apearse del autobús, pasar por el cruce de seis calles, que en el pueblo llamaban plaza, y subir por la calle del Olivo y seguidamente por la calle de la Cruz, llegó a su destino. No era otro que la pequeña ermita que daba nombre a la última de las calles por la que subió hasta llegar a las puertas del pequeño templo. Estaba situado en las afuera,  en la cota más alta del pueblo. Sin duda el sitio más idóneo para que en tiempos remotos se hubiese construido una alcazaba mora y mucho después un cementerio cristiano.


  La recibió la santera que la esperaba desde la mañana.Había hablado con ella para solicitarle hospedaje en las dependencias de la ermita o en alguna vivienda cercana. Su abuela era muy devota de la imagen de aquella Virgen y  ella, como buena creyente, aún sin conocerla, le había pedido protección y amparo. Estar cerca de la imagen le daría, además de consuelo en su orfandad, seguridad en sí misma y fuerza para enfrentarse a sus miedos. Con un tanto de nerviosismo y otro tanto de ingenuidad explicó a María, la santera, los motivos de su retraso. Culpó al tren, que desde Mérida a Zafra tarda una eternidad, y al conductor del autobús, incapaz de adelantar a varios  tractores, que con sus remolques rebosantes de racimos de uvas, circulaban uno tras otro tan lentamente como la luna por el cielo entre su cuarto menguante y su cuarto creciente. La santera no mostró ni extrañeza ni compasión, sin ningún gesto comprensivo la acompañó a la mejor habitación de la casa anexa a la ermita. Una habitación, pared con pared con la hornacina donde se venera a la Virgen. Está limpia, con escaso mobiliario, cama, mesilla, armario y una pequeña camilla redonda que hacía las veces de escritorio.

       A Felisa, le pareció  María una de esas mujeres pequeñas y secas que nunca llegan a un acuerdo con su dentadura postiza que se le pasea por las encías olvidándose que debe estar quieta. Era de hacer movimientos rápidos e imprevisibles, de mirada larga y escoltada por silencios desconfiados. Hacía más de treinta años que llegó al pueblo acompañada de su marido recién estrenado, y como único ajuar un juego de sábanas del pirineo, herencia de su abuela.  A la entonces presidenta de la Hermandad de la Virgen le dio pena, sintió compasión por ella y por el marido, enfermo no se sabía bien de qué o porqué. Al poco tiempo enviudó y acogió en su casa a uno de sus hermanos, un joven brutalmente envejecido, escuálido y arrugado, de ojos tristes y alma en pena por algún mar de amores. Para María, más que un hermano, era el hijo que fue incapaz de concebir, vaciaba en él todo el desamor que sus sentimientos y furtivas emociones tenía acumulados en cualquier recoveco de su angustiada alma.


       Alrededor de un patio enlosado con baldosas de barro rojo llagueadas con cemento blanco,  y bajo un pórtico sostenido por columnas de ladrillos se accedía a las distintas estancias y al interior de la ermita. Esta, reducto desamparado de muestras de arte, no tenía más valor que la blancura de sus paredes y el pulcro resplandor del enlosado suelo. Se trataba de una sola nave abovedada con un crucero sobre el que se levantaba una cúpula rematada con un tambor de ladrillos encalados. Una fila de seis bancos de madera, seguramente  procedentes de algún antiguo convento, dividían la sala. La imágenes de algunos santos: San Lucas, San Miguel y el Apóstol más querido , todos ellos con rostros muy similares de escayola policromada descansaban sobre ménsulas de ladrillos también encaladas.

       La santera le mostró el edificio,  sus estancias y rincones, un tanto molesta y con ciertas prisas que Felisa no lograba entender y menos justificar. Sin embargo, cuando entraron en la iglesia, su comportamiento cambió bruscamente y se hizo próximo y confiado.  Al llegar al altar la santera se adelantó unos pasos y señaló a la hornacina  vacía que se abría en el muro. Era el hueco de un blanco impoluto, tan cóncavo que al mirar  su fondo resultaba mareante.
    -la Virgen- le dijo señalando al vacío que estaba lleno de nada, bueno, lleno de solo blanco.
       Felisa no escondió su asombro, se encogió de hombre e hizo una mueca de extrañeza, su entrecejo se arrugó, posiblemente, por la desilusión. Se sintió herida por aquella situación, era como si María le hubiese presentado a la Virgen, pero no a una imagen o talla de la virgen como ella suponía, sino a la virgen de verdad, la que está en los cielos. Por la cabeza de Felisa comenzaron a desfilar suposiciones  y disparatados juicios. La santera se le acerco y en voz muy baja, a pesar de la soledad de la ermita y como quien teme un castigo divino, le contó que la Virgen había desaparecido hacía unos meses. La habían robado.  Tenía un anillo de oro que el ladrón no fue capaz de sacar de su dedo. Quien tuvo la intención de robar el anillo terminó robando la imagen de la Virgen, concluyo la santera.
La expresión de Felisa era de incredulidad y asombro, no llegaba entender aquel pretexto o escusa, porque hubiese bastado mutilar la imagen y llevarse solo el dedo con el anillo.

-- Ninguna de las imágenes es de la Virgen que se nombra, "Virgen de la Cruz. Son imágenes del arte Peruano que representa a la "Virgen de la Buena Leche", observar que todas tienen en común que están amamantando a Niño Jesús.
-- Al final del ultimo capítulo -el cuarto- develaré a quien dedico esta historia y porque.