Felisa es joven, aún no llega a la treintena. Está soltera por decisión propia, los hombres que se cobijaron en su sombra no estaban a su altura, al menos eso opinaba su pobre madre, fallecida hacía apenas un par de meses. Desde niña prestó atención a las historias que su abuela materna y su fallecido padre contaban del pueblo del que procedían. Hora estaba sola, se sentía sola, en un desamparo similar al que puede sentir la estrella que decide brillar en una noche de tormenta. Era hija de emigrantes que habían emigrado para siempre de esta vida.
En el trabajo también esta sola. Es profesora de español y de literatura española en un Instituto de Enseñanza
Secundaria, en Perelada, pueblo cercano a Figuera, al norte de Gerona. Allí,
desde que los aires independentistas llegaron de boca e intención de cuatro
políticos de pacotilla, no se podía vivir. Siempre tenias que prever o adivinar
de que parte estaba tu interlocutor, o de que tendencia era el vecino que la
suerte te había deparado en la butaca de al lado cuando ibas al cine. lo más practico era guardar un sensato silencio... Entendía,
hablaba y escribía perfectamente y con soltura el catalán, pero eso no la eximía de
considerar que vivía en España.
Tras el
1 de Octubre del 2018, después de votar NO, decidió regresar al lugar que su
padre y su abuela siempre tenían en boca. Consideró que era un buen momento
para poner en su vida un punto y aparte. Comenzar a escribir el siguiente
capítulo de su vida en aquel lugar lejano pero próximo, desconocido pero
entrañable, ajeno pero propio, sería lo más viable mientras regresaba la
cordura al Instituto y ser profesora de español y literatura volvía a estar considerado o al menos bien visto.
Sabía que en el pueblo -al que
voluntariamente se exiliaba- vivían aun parientes, sobrinos, tíos y primos de
la abuela y de su padre. Decidió no ponerles en aviso, así podría comprobar si
los retratos que la abuela hacía de unos y de otros coincidían con la realidad
de la que ella -hacía más de treinta años- había huido. Se entretendría en investigar y se dedicaría a escribir.
Siempre deseó ser novelista. Estaba convencida de que era el momento apropiado para darse rienda
suelta y cumplir aquel íntimo deseo.
Tras apearse del autobús, pasar por el
cruce de seis calles, que en el pueblo llamaban plaza, y subir por la calle del
Olivo y seguidamente por la calle de la Cruz, llegó a su destino. No era otro
que la pequeña ermita que daba nombre a la última de las calles por la que
subió hasta llegar a las puertas del pequeño templo. Estaba situado en las
afuera, en la cota más alta del pueblo.
Sin duda el sitio más idóneo para que en tiempos remotos se hubiese construido
una alcazaba mora y mucho después un cementerio cristiano.
La recibió la santera que la esperaba
desde la mañana.Había hablado con ella para solicitarle hospedaje en
las dependencias de la ermita o en alguna vivienda cercana. Su abuela era muy
devota de la imagen de aquella Virgen y
ella, como buena creyente, aún sin conocerla, le había pedido protección
y amparo. Estar cerca de la imagen le daría, además de consuelo en su orfandad,
seguridad en sí misma y fuerza para enfrentarse a sus miedos. Con un tanto de
nerviosismo y otro tanto de ingenuidad explicó a María, la santera, los motivos
de su retraso. Culpó al tren, que desde Mérida a Zafra tarda una eternidad, y
al conductor del autobús, incapaz de adelantar a varios tractores, que con sus remolques rebosantes de
racimos de uvas, circulaban uno tras otro tan lentamente como la luna por el
cielo entre su cuarto menguante y su cuarto creciente. La santera no mostró ni
extrañeza ni compasión, sin ningún gesto comprensivo la acompañó a la mejor
habitación de la casa anexa a la ermita. Una habitación, pared con pared con la
hornacina donde se venera a la Virgen. Está limpia, con escaso mobiliario, cama,
mesilla, armario y una pequeña camilla redonda que hacía las veces de
escritorio.
A Felisa, le pareció María una de esas mujeres pequeñas y secas que
nunca llegan a un acuerdo con su dentadura postiza que se le pasea por las encías
olvidándose que debe estar quieta. Era de hacer movimientos rápidos e
imprevisibles, de mirada larga y escoltada por silencios desconfiados. Hacía
más de treinta años que llegó al pueblo acompañada de su marido recién
estrenado, y como único ajuar un juego de sábanas del pirineo, herencia de su abuela. A la entonces presidenta de
la Hermandad de la Virgen le dio pena, sintió compasión por ella y por el
marido, enfermo no se sabía bien de qué o porqué. Al poco tiempo enviudó y
acogió en su casa a uno de sus hermanos, un joven brutalmente envejecido, escuálido y
arrugado, de ojos tristes y alma en pena por algún mar de amores. Para María,
más que un hermano, era el hijo que fue incapaz de concebir, vaciaba en él todo
el desamor que sus sentimientos y furtivas emociones tenía acumulados en cualquier
recoveco de su angustiada alma.
Alrededor de un patio enlosado con
baldosas de barro rojo llagueadas con cemento blanco, y bajo un pórtico sostenido por columnas de
ladrillos se accedía a las distintas estancias y al interior de la ermita.
Esta, reducto desamparado de muestras de arte, no tenía más valor que la
blancura de sus paredes y el pulcro resplandor del enlosado suelo. Se trataba
de una sola nave abovedada con un crucero sobre el que se levantaba una cúpula
rematada con un tambor de ladrillos encalados. Una fila de seis bancos de madera, seguramente procedentes de algún antiguo convento,
dividían la sala. La imágenes de algunos santos: San Lucas, San Miguel y el Apóstol
más querido , todos ellos con rostros muy similares de escayola policromada
descansaban sobre ménsulas de ladrillos también encaladas.
La santera le mostró el edificio, sus estancias y rincones, un tanto molesta y
con ciertas prisas que Felisa no lograba entender y menos justificar. Sin
embargo, cuando entraron en la iglesia, su comportamiento cambió bruscamente y
se hizo próximo y confiado. Al llegar al
altar la santera se adelantó unos pasos y señaló a la hornacina vacía que se abría en el muro. Era el hueco de
un blanco impoluto, tan cóncavo que al mirar su fondo resultaba mareante.
-la Virgen- le dijo señalando al vacío
que estaba lleno de nada, bueno, lleno de solo blanco.
Felisa no escondió su asombro, se encogió
de hombre e hizo una mueca de extrañeza, su entrecejo se arrugó, posiblemente,
por la desilusión. Se sintió herida por aquella situación, era como si María le
hubiese presentado a la Virgen, pero no a una imagen o talla de la virgen como
ella suponía, sino a la virgen de verdad, la que está en los cielos. Por la
cabeza de Felisa comenzaron a desfilar suposiciones y disparatados juicios. La santera se le acerco
y en voz muy baja, a pesar de la soledad de la ermita y como quien teme un
castigo divino, le contó que la Virgen había desaparecido hacía unos meses. La
habían robado. Tenía un anillo de oro
que el ladrón no fue capaz de sacar de su dedo. Quien tuvo la intención de
robar el anillo terminó robando la imagen de la Virgen, concluyo la santera.
La expresión de Felisa era de incredulidad y
asombro, no llegaba entender aquel pretexto o escusa, porque hubiese bastado
mutilar la imagen y llevarse solo el dedo con el anillo.
-- Ninguna de las imágenes es de la Virgen que se nombra, "Virgen de la Cruz. Son imágenes del arte Peruano que representa a la "Virgen de la Buena Leche", observar que todas tienen en común que están amamantando a Niño Jesús.
-- Al final del ultimo capítulo -el cuarto- develaré a quien dedico esta historia y porque.
-- Al final del ultimo capítulo -el cuarto- develaré a quien dedico esta historia y porque.