..."En unos días, según ha dicho el Sr. Cura, tendremos una imagen nueva. Espero que sea algo mas ligera que la Virgen robada que era de pura piedra y pesaba más de un quintal..."
La santera decía con la pesadumbre del
que habla a menudo consigo mismo. Al terminar cada frase y sin tener
consciencia de ello, dejaba escapar un dudoso “¿Comprende usted?”. En ocasiones
su voz parecía hecha de papel secante. ¿Suelen venir muchos vecinos, paisanos o
peregrinos a visitar la ermita? -Preguntó Felisa intencionadamente a María para deducir la afluencia al santuario o el grado de devoción que se tiene a la imagen-
- Eso depende de la Virgen. Nunca se
sabe… - Contestó María-.
Después de la visita a la capilla,
la santera acompañó a Felisa a la habitación, le dio una llave y como
quien recita un poema le comunicó las
normas que debía acatar:
-Como está usted sola puede comer
con mi hermano y conmigo, donde comen dos…; la llave de la habitación se la
queda usted, pero las del patio sólo las tengo yo y a las diez de la noche
estoy en la cama, ¿comprende usted?; la limpieza de la habitación corre de su cuenta,
yo le facilitaré ropa de cama, toallas limpias y lo que necesite para su aseo…
Nada de invitados, ¿comprende usted?
Los primeros días transcurrieron tal
y como Felisa había imaginado: más que tranquilos. Fueron días soleados, con un
calor apetecible por las tardes tras mañanas frescas, casi con frío. Mañanas de
manga larga y tardes de manga corta. A primera hora bajaba la calle de la Cruz,
pasaba por delante de la puerta de la iglesia parroquial y todos los días
pensaba lo mismo: mañana, si está abierta, entraré. Continuaba bajando por la calle
Olivo y llegaba a la plaza, a ese lugar de encuentro de seis calles donde se ubica el
ayuntamiento y cuatro bares. En uno de ellos desayunaba, siempre había algún paisano
que se preguntaba que quien era aquella señora de mediana edad, ni guapa ni
fea, ni alta ni baja. Otros que ya sabían donde se hospedaba se preguntaban qué
hacía o para que había venido al pueblo. Felisa no es mujer de muchas palabras, ni de pocas, depende de la ocasión y de quien se le acerque a escucharla. Se
había hecho el propósito de pasar desapercibida y de no entablar con ningún
lugareño ni amistad ni ninguna otra relación donde los sentimientos o las
emociones estuvieran presentes. Cada día tomaba un par de cafés, ambos muy
reposados, antes de volver a su habitación de la casa de la santera y se
encerraba a escribir un par de horas, a ordenar sus notas, a poner al día o
repasar algún apunte que consideraba útil para su proyecto de novela, proyecto
que estaba decidida a concluir tras cinco años de espera. Siempre se justificó
pensando que la enfermedad y la muerte de los que quieres y están a tu lado se
lo habían puesto difícil.
A la semana de estar en el pueblo,
la despertó un inusual y fuerte alboroto. Desde el patio pudo ver una camioneta
de transportes aparcada en la puerta. “La Virgen” pensó. María la santera anda
nerviosa de un lado para otro, limpiaba con un paño y un chorreón de cerveza
las hojas de las macetas de pilistras, y
tenía ordenado jarrones de cristal con agua fresca y le faltaba limpiar "el
imposible" polvo de la hornacina de la Virgen. Su estado de nerviosismo e
inquietud era similar a cuando tenemos que atender a una visita inesperada:
desesperante. Felisa decidió salir sin hacerse notar y dejar a la santera y a
su mustio hermano instalar a la pura y
cándida huésped.
Al regresar de sus cafeses y de
visitar -por fin- la iglesia parroquial, que le pareció merecedora de otra
visitarla cuando no se estuviera celebrando misa y admirar de cerca y con
detenimiento su retablo y sus imágenes, entró en la capilla de la ermita, se
dirigió directamente a la hornacina que debía ocupar la nueva y digna
inquilina, pero el hueco de la hornacina continuaba vacío. Escuchó el lamento que se coló por la puerta lateral, intuitivamente lo relacionó con el deshabitado hueco. Más que un lamento era un rosario de misterios dolorosos de oraciones
y jaculatorias hechas desde un estado de
catástrofe. Ya antes de salir abriéndose paso entre los bancos desordenados
observó que María, apenas sentada en el filo de una de las sillas del patio,
con las piernas desconsoladamente abiertas, y un pañuelo que iba y venía de su
rostro a su regazo, sin dejar de sollozar con una amargura sentida, amarga
amargura con sabor a almendra amarga que se queda anclado en la garganta y
produce tos y ahogo. Era un llanto amargo, muy amargo que casi le impedía
respirar. María le dijo que no intentara consolarla que su dolor y su llanto se
irían de ella para llenar el vacío hueco de la hornacina y eso llevaba su
tiempo.
-Hoy ha sucedido una desgracia muy
grande –tituló el discurso y continuó-. Esta mañana han traído la imagen de la
nueva Virgen. ¡Ay Dios mío!, qué desgracia tan grande... -Sacó el pañuelo del
bolsillo del delantal y empezó de nuevo
a llorar y lamentarse, el tono sosegado y afectivo con el que se había
aproximado a Felisa quedó hecho añicos-.
-Creía que estaba usted deseando que por fin llegara- dijo Felisa dudando de su fingida ingenuidad.
-Y lo estaba, y lo estaba…
¿comprende usted? Pero no sabe que desgracia tan grande, no tiene nombre… mi
desconsuelo es tal que ya no sé si continuar llorando o reír como las locas mas
locas del manicomio… Nos hemos quedado sin Virgen.
-Vera usted, mi hermano la bajo a
hombros del camión, ya le advertí que tuviera cuidado, no fuese que pesara mucho
y él con su flaqueza no soportara tanto peso. Es más le dije que no estamos
para procesiones que la bajase cogida como quien coge un paquete, pero nada, se
ve que tenía ganas de Semana Santa y la bajó a hombros, pero él que no es muy
despierto ¿comprende usted? Se empeñó, tropezó con un tiesto de pilistras y, en
fin, la pobrecita Virgen cayó de sus hombros y rodó por el suelo hasta hacerse
pedazos al chocar con la puerta del cancel... ¡Que Dios nos proteja!
Felisa no sabía si soltar una
carcajada o unirse al desconsuelo de la santera a la que le preguntó, queriendo
disimular su estado de dudas:
-¿Lo sabe el señor cura?
-Que va a saber. Cuando se entere de
esta desgracia me echa de la casa y me prohíbe, seguro, la entrada a la ermita -contestó compungida María mientras se sonaba la nariz-. ¡Que
vergüenza! Con osaos que llevo aquí velando a mi difunto y que me tenga que
pasar esta fatalidad. ¿Se da usted cuenta?, ¿Comprende usted?
-Ya más sosegada continuó explicándole- Desde que mi
difunto y yo llegamos a vivir en esta ermita han sido tres las vírgenes que han
pasado por el altar ocupando, como debe ser, el hueco de la hornacina. La
primera tuvo la desdicha de quemarse. La cera de un velón cayó sobre el paño de
altar y prendió como una tea, la virgencita, que era de madera, quedó tan
chamuscada que parecía una virgen venida del mismísimo infierno. El pueblo
entero la lloró durante meses y acudían a diario a la puerta de la ermita a
rezar un rosario en su honor. Era una virgen muy bonita, la que más de las tres
que he conocido, parecía una novia. Después trajeron otra un poco más pequeña,
pero no cuajó, usted sabe, la gente de
pueblo cuando se encaprichan de una cosa no hay Dios que les haga abrir los
ojos, y no porque fuese fea, que no lo era, Dios me valga, pero la comparaban
con la primera y desde luego no había color. Ni un alma se acercaba a rezarle y
menos a encenderle una vela, ni una estampita con su imagen se vendía. Era
también de madera y se la comió por dentro
la carcoma, un día se desmoronó entera y se trasformó en un montón de
aserrín de colores. Yo aun conservo,
porque me dio “un no sé que” tirarla, una de sus manos.
-¿Y la tercera? -Le preguntó Felisa con más morbo que curiosidad-.
-La tercera es la del robo.
¿comprende usted? Ya le conté que quisieron robarle el anillo de uno de sus dedos
y como no fueron capaces de sacarlo terminaron llevándose la imagen. ¡Ay
Virgencita¡ ¿Como le cuento a señor cura esta nueva desgracia?
..... CONTINUARA...en el tercer capítulo.
- Las fotografías son de Virgenes que tienen en común que están vestidas de luto.