miércoles, 6 de noviembre de 2019

"LA CUARTA VIRGENCITA" Segundo capitulo.


..."En unos días, según ha dicho el Sr. Cura, tendremos una imagen nueva. Espero que sea algo mas ligera que la Virgen robada que era de pura piedra y pesaba más de un quintal..."
      La santera decía con la pesadumbre del que habla a menudo consigo mismo. Al terminar cada frase y sin tener consciencia de ello, dejaba escapar un dudoso “¿Comprende usted?”. En ocasiones su voz parecía hecha de papel secante. ¿Suelen venir muchos vecinos, paisanos o peregrinos a visitar la ermita?  -Preguntó Felisa intencionadamente a María para deducir la afluencia al santuario o el grado de devoción que se tiene a la imagen-
           - Eso depende de la Virgen. Nunca se sabe…  - Contestó María-.
            Después de la visita a la capilla, la santera acompañó a Felisa a la habitación, le dio una llave y como quien  recita un poema le comunicó las normas que debía acatar:
            -Como está usted sola puede comer con mi hermano y conmigo, donde comen dos…; la llave de la habitación se la queda usted, pero las del patio sólo las tengo yo y a las diez de la noche estoy en la cama, ¿comprende usted?; la limpieza de la habitación corre de su cuenta, yo le facilitaré ropa de cama, toallas limpias y lo que necesite para su aseo… Nada de invitados, ¿comprende usted?


    Los primeros días transcurrieron tal y como Felisa había imaginado: más que tranquilos. Fueron días soleados, con un calor apetecible por las tardes tras  mañanas frescas, casi con frío. Mañanas de manga larga y tardes de manga corta. A primera hora bajaba la calle de la Cruz, pasaba por delante de la puerta de la iglesia parroquial y todos los días pensaba lo mismo: mañana, si está abierta, entraré. Continuaba bajando por la calle Olivo y llegaba a la plaza, a ese lugar  de encuentro de seis calles donde se ubica el ayuntamiento y cuatro bares. En uno de ellos desayunaba, siempre había algún paisano que se preguntaba que quien era aquella señora de mediana edad, ni guapa ni fea, ni alta ni baja. Otros que ya sabían donde se hospedaba se preguntaban qué hacía o para que había venido al pueblo. Felisa no es mujer de muchas palabras, ni de pocas, depende de la ocasión y de quien se le acerque a escucharla. Se había hecho el propósito de pasar desapercibida y de no entablar con ningún lugareño ni amistad ni ninguna otra relación donde los sentimientos o las emociones estuvieran presentes. Cada día tomaba un par de cafés, ambos muy reposados, antes de volver a su habitación de la casa de la santera y se encerraba a escribir un par de horas, a ordenar sus notas, a poner al día o repasar algún apunte que consideraba útil para su proyecto de novela, proyecto que estaba decidida a concluir tras cinco años de espera. Siempre se justificó pensando que la enfermedad y la muerte de los que quieres y están a tu lado se lo habían puesto difícil.

            A la semana de estar en el pueblo, la despertó un inusual y fuerte alboroto. Desde el patio pudo ver una camioneta de transportes aparcada en la puerta. “La Virgen” pensó. María la santera anda nerviosa de un lado para otro, limpiaba con un paño y un chorreón de cerveza las hojas de las macetas de pilistras,  y tenía ordenado jarrones de cristal con agua fresca y le faltaba limpiar "el imposible" polvo de la hornacina de la Virgen. Su estado de nerviosismo e inquietud era similar a cuando tenemos que atender a una visita inesperada: desesperante. Felisa decidió salir sin hacerse notar y dejar a la santera y a su mustio hermano instalar a la  pura y cándida huésped.
            Al regresar de sus cafeses y de visitar -por fin- la iglesia parroquial, que le pareció merecedora de otra visitarla cuando no se estuviera celebrando misa y admirar de cerca y con detenimiento su retablo y sus imágenes, entró en la capilla de la ermita, se dirigió directamente a la hornacina que debía ocupar la nueva y digna inquilina, pero el hueco de la hornacina continuaba vacío. Escuchó el lamento que se coló por la puerta lateral,  intuitivamente lo relacionó con el deshabitado hueco.  Más que un lamento era un rosario de misterios dolorosos de oraciones y jaculatorias  hechas desde un estado de catástrofe. Ya antes de salir abriéndose paso entre los bancos desordenados observó que María, apenas sentada en el filo de una de las sillas del patio, con las piernas desconsoladamente abiertas, y un pañuelo que iba y venía de su rostro a su regazo, sin dejar de sollozar con una amargura sentida, amarga amargura con sabor a almendra amarga que se queda anclado en la garganta y produce tos y ahogo. Era un llanto amargo, muy amargo que casi le impedía respirar. María le dijo que no intentara consolarla que su dolor y su llanto se irían de ella para llenar el vacío hueco de la hornacina y eso llevaba su tiempo.
    Al medio día, sentados los tres en la mesa para compartir almuerzo y penas, el humor de la santera había cambiado.  Felisa la vio sonreír por primera vez en una semana. Acercó  su silla a la de Felisa y comenzó a hablarle del mismo modo que el amigo que nos busca y nos dice “tenemos que hablar” y sientes –entonces- que uno nunca sabe lo que puede ocurrir.
            -Hoy ha sucedido una desgracia muy grande –tituló el discurso y continuó-. Esta mañana han traído la imagen de la nueva Virgen. ¡Ay Dios mío!, qué desgracia tan grande...  -Sacó el pañuelo del bolsillo del delantal y empezó de nuevo  a llorar y lamentarse, el tono sosegado y afectivo con el que se había aproximado a Felisa quedó hecho añicos-.
            -Creía que estaba usted deseando que por fin llegara- dijo Felisa dudando de su fingida ingenuidad.
            -Y lo estaba, y lo estaba… ¿comprende usted? Pero no sabe que desgracia tan grande, no tiene nombre… mi desconsuelo es tal que ya no sé si continuar llorando o reír como las locas mas locas del manicomio… Nos hemos quedado sin Virgen.
            -Cuénteme,  desahóguese. ¿Qué ha sucedido?



            -Vera usted, mi hermano la bajo a hombros del camión, ya le advertí que tuviera cuidado, no fuese que pesara mucho y él con su flaqueza no soportara tanto peso. Es más le dije que no estamos para procesiones que la bajase cogida como quien coge un paquete, pero nada, se ve que tenía ganas de Semana Santa y la bajó a hombros, pero él que no es muy despierto ¿comprende usted? Se empeñó, tropezó con un tiesto de pilistras y, en fin, la pobrecita Virgen cayó de sus hombros y rodó por el suelo hasta hacerse pedazos al chocar con la puerta del cancel... ¡Que  Dios nos proteja!

            Felisa no sabía si soltar una carcajada o unirse al desconsuelo de la santera a la que le preguntó, queriendo disimular su estado de dudas:

            -¿Lo sabe el señor cura?

            -Que va a saber. Cuando se entere de esta desgracia me echa de la casa y me prohíbe, seguro, la entrada a la ermita  -contestó compungida  María mientras se sonaba la nariz-. ¡Que vergüenza! Con osaos que llevo aquí velando a mi difunto y que me tenga que pasar esta fatalidad. ¿Se da usted cuenta?, ¿Comprende usted?

-Ya más sosegada continuó explicándole- Desde que mi difunto y yo llegamos a vivir en esta ermita han sido tres las vírgenes que han pasado por el altar ocupando, como debe ser, el hueco de la hornacina. La primera tuvo la desdicha de quemarse. La cera de un velón cayó sobre el paño de altar y prendió como una tea, la virgencita, que era de madera, quedó tan chamuscada que parecía una virgen venida del mismísimo infierno. El pueblo entero la lloró durante meses y acudían a diario a la puerta de la ermita a rezar un rosario en su honor. Era una virgen muy bonita, la que más de las tres que he conocido, parecía una novia. Después trajeron otra un poco más pequeña, pero no cuajó, usted sabe,  la gente de pueblo cuando se encaprichan de una cosa no hay Dios que les haga abrir los ojos, y no porque fuese fea, que no lo era, Dios me valga, pero la comparaban con la primera y desde luego no había color. Ni un alma se acercaba a rezarle y menos a encenderle una vela, ni una estampita con su imagen se vendía. Era también de madera y se la comió por dentro  la carcoma, un día se desmoronó entera y se trasformó en un montón de aserrín de colores. Yo aun  conservo, porque me dio “un no sé que” tirarla, una de sus manos.
-¿Y la tercera? -Le preguntó Felisa con más morbo que curiosidad-.
        -La tercera es la del robo. ¿comprende usted? Ya le conté que quisieron robarle el anillo de uno de sus dedos y como no fueron capaces de sacarlo terminaron llevándose la imagen. ¡Ay Virgencita¡ ¿Como le cuento a señor cura esta nueva desgracia?

..... CONTINUARA...en el tercer capítulo.

- Las fotografías son de Virgenes que tienen en común que están vestidas de luto.