A la
mañana siguiente, la santera, como si se tratase de un rayo del sol
recién amanecido, irrumpió en la habitación de Felisa. La despertó con no sé que pretexto, cualquier escusa era
buena para hacer partícipe a Felisa de sus planes. Comenzó alagando su rostro, lo
calificó de fino, terso y sutil. Llevaba un rato hablándole a Felisa, ésta no
sabía que hacer, ordenaba una y otra vez
la ropa en el cajón del armario, ponía y quitaba y volvía a poner en su sitio
un pequeño jarrón de cristal con flores silvestres. María continuaba hablando,
Felisa escuchando si adivinar cuál sería el final de aquella conversación en la
que la santera “le regalaba el oído” alabando con cierta exageración su compostura y
su forma de ser. Todo aquel ritual terminó con una proposición tan indecente
que, por serlo, a Felisa llamó la atención. No era un ruego, ni una súplica, ni menos una orden, fue como el
deseo que te trasmite ese amigo de siempre y que te ves, por amistad, amor o
respeto a cumplir. María le pidió a Felisa que por un tiempo, hasta que llegase
la imagen de la Virgen que ya había encargado, que ella la suplantara, que Felisa hiciera
de Virgen Santa y Milagrosa desde la hornacina blanca y vacía.
Felisa,
sin tiempo para reaccionar y con el peso de la indecencia de aquella propuesta
solo pudo pensar: “Yo, doncella casta y mater inmaculada”.
-Esta vez será difícil que la roben,
es demasiado grande para llevársela a cuestas. No le pongas ni pulseras ni
anillos, ni cadenas, ni cruces, que sea una Virgen pobre, que así el
pueblo tendrá más fe en ella.
-Desde luego, a esta no se la llevan
así como así. Y lo de la pobreza es buena idea señor cura.
La santera le hablaba al cura sin el
resentimiento servil del pobre. Felisa
era feliz con aquel reto indecente. Nunca jamás, ni en su niñez, y menos en su
adolescencia, había cometido una locura tan loca como a la que la había llevado la proposición de María.
Pensar en ello le daba fuerza y valor a su condición de mujer, además, si salía
mal y era descubierta, no tendría que dar explicaciones a nadie, una vez más se
amparó y justifico apelando a su condición de huérfana.
Los visitantes era más cada día.
Llegaban, incluso, de los pueblos cercanos. Todos querían mirar la cara y los
ojos de la nueva virgen. Se decía que eran naturales, reales, limpios, que era
una imagen muy humana y que, quizás por esa humanidad que irradiaba, se
adueñaba del corazón de quien le rezaba. A Felisa aquellas caras que la miraban
le parecían rostro complacientes, las ancianas de sonrisa forzada, las jóvenes
de cutis y labios maquillados, las mujeres de piedad dudosa y los maridos de
éstas, buscadores incansables del premio carnal de las piadosas. En todas las
caras adivinaba un atisbo de alegría y complacencia, un hilo de felicidad con
el que unos y otros podía atar sus deseos a la fe mariana.
Todo parecía ir bien, cada día
mejor, se recibían tantas visitas que fue necesario encargar más estampitas y
más falsas reliquias. La santera instaló a la entrada de la ermita unos cubos de lata y
los llenó de flores frescas atadas en manojos de media y de una docena, al
frente de aquel nuevo negocio puso a su hermano que, con su cara de tristeza y
abandono animaba a los visitantes a tener compasión y a comprar flores para la Virgencita. En la pared contigua a la hornacina y que hacía rincón se improvisó
una zona para los exvotos. En un par de días se llenó de tocas de recién
nacidos, fotos suplicantes, ramos de novias, piernas y manos de cera, trenzas
de pelo y cartas que relataban los favores recibidos se mezclaban con la de
súplicas de favores. La santera intuyó el milagro y haciendo cuentas concluyó
que recuperaría, con buenos intereses,
el capital invertido en restaurar
la virgen de escayola que su hermano hizo añicos.
“¡Virgencita cúrame!”
“¡Que mi niña nazca bien y tenga esa
carita tan guapa que tienes tú!”
“¡Haz que vuelva a visitarte para
darte las gracias por lo que tú sabes!”
“¡Gracias Virgencita por salvarme de la muerte en el derrumbe de las torres gemelas
durante mi viaje de novios a Nueva York.
La Virgencita los miraba desde la
hornacina blanca y ellos volvían felices a agradecerle su desvelos y sus
intercesión ante Dios.
Por suerte, o por milagro de la Virgencita -la de verdad-, en el taller del maestro imaginero faltó el trabajo y se
pudieron dedicar -a tiempo completo- a la reparación de la imagen que el hermano
de la santera hizo añicos.
Continuara en el cuarto capítulo
Las fotografías tienen en común que son de imágenes de la Virgen Muerta, o " Vírgenes del Tránsito"