sábado, 9 de noviembre de 2019

"LA CUARTA VIRGENCITA" Tercer capitulo


       
  La santera recogió, con paciencia y lagrimas, cada uno de los trocito de escayola, los fue metiendo en una  talega blanca, tan blanca como la hornacina de la Virgen, y los mandó al taller donde la habían hecho. Rogó a los artesanos que la repararan o que hicieran, con urgencia otra igual. Les prometió que ella pagaría de su bolsillo la reparación o la nueva imagen. Pensó que el dinero ahorrado de la sisa de estampas, velas y flores tendría ese buen destino, al fin y al cabo era un dinero que no era suyo. El maestro artesano le prometió que en tres meses tendría la nueva imagen. Rezó diariamente ante la hueca hornacina rogando a la Virgen que nadie descubriera su sacrílego secreto.

            A la  mañana siguiente, la santera, como si se tratase de un rayo del sol recién amanecido, irrumpió en la habitación de Felisa. La despertó con no sé que  pretexto,  cualquier escusa era buena para hacer partícipe a Felisa de sus planes. Comenzó alagando su rostro, lo calificó de fino, terso y sutil. Llevaba un rato hablándole a Felisa, ésta no sabía que hacer, ordenaba una  y otra vez la ropa en el cajón del armario, ponía y quitaba y volvía a poner en su sitio un pequeño jarrón de cristal con flores silvestres. María continuaba hablando, Felisa escuchando si adivinar cuál sería el final de aquella conversación en la que la santera “le regalaba el oído” alabando con cierta exageración su compostura y su forma de ser. Todo aquel ritual terminó con una proposición tan indecente que, por serlo, a Felisa llamó la atención. No era un ruego, ni una  súplica, ni menos una orden, fue como el deseo que te trasmite ese amigo de siempre y que te ves, por amistad, amor o respeto a cumplir. María le pidió a Felisa que por un tiempo, hasta que llegase la imagen de la Virgen que ya había  encargado, que ella la suplantara, que Felisa hiciera de Virgen Santa y Milagrosa desde la hornacina blanca y vacía.
Felisa, sin tiempo para reaccionar y con el peso de la indecencia de aquella propuesta solo pudo pensar: “Yo, doncella casta y mater inmaculada”.
        
     Desde la hornacina la primera mirada que Felisa –convertida en Virgen Pura- tuvo que soportar fue la del señor cura. Se tranquilizo cuando vio que se trataba de un anciano, retorcido como un viejo olivo y que andaba con torpeza. No era el cura joven del país vecino que, de vez en cuando, decía misa  a la que sólo asistían la santera y su tristón hermano. Este cura era mayor, vivía en el pueblo hacía más de treinta años. Usaba unas gafas de cristales gruesos, con una montura que resultaba demasiado moderna si se tenía en cuenta su rancia figura. Solo visitaba la ermita los domingos, la santera lo acompañó del brazo hasta el altar. El cura se santiguó varias veces, suspiró y asintió con la cabeza, fue su manera de decir que le había gustado la imagen de la Virgen. Felisa desde su peana pensó que siempre había sabido cuando no y cuando si le había gustado a un hombre.


            -Esta vez será difícil que la roben, es demasiado grande para llevársela a cuestas. No le pongas ni pulseras ni anillos, ni cadenas, ni cruces, que sea una Virgen pobre, que así el pueblo tendrá más fe en ella.

            -Desde luego, a esta no se la llevan así como así. Y lo de la pobreza es buena idea señor cura.

            La santera le hablaba al cura sin el resentimiento servil del pobre.  Felisa era feliz con aquel reto indecente. Nunca jamás, ni en su niñez, y menos en su adolescencia, había cometido una locura tan loca como a la que la había llevado la proposición de María. Pensar en ello le daba fuerza y valor a su condición de mujer, además, si salía mal y era descubierta, no tendría que dar explicaciones a nadie, una vez más se amparó y justifico apelando a su condición de huérfana.
           

                  Con buen agrado, la santera, llevó a cabo el consejo del señor cura. Este, en más de una ocasión, ya antes del robo de la tercera virgen, le había advertido que mientras menos tiempo pasara la capilla abierta mejor, que quien evita la tentación evita no solo el pecado sino también la penitencia. Durante las primeras horas de la tarde la ermita permanecía cerrada al culto. De esta forma Felisa tendría más tiempo para descansar de la postura hierática que, ya desde el primer día, le estaba produciendo algunas molestia en las piernas. Curiosamente, con el paso de los días, aquellas molestias fueron desapareciendo. No pudo evitar pensar que la mejoría podía ser debida a una de las ventajas de ser la Virgen, rió interiormente y su alma se alegró cual ángelus  espontáneo e improvisado.

            Los visitantes era más cada día. Llegaban, incluso, de los pueblos cercanos. Todos querían mirar la cara y los ojos de la nueva virgen. Se decía que eran naturales, reales, limpios, que era una imagen muy humana y que, quizás por esa humanidad que irradiaba, se adueñaba del corazón de quien le rezaba. A Felisa aquellas caras que la miraban le parecían rostro complacientes, las ancianas de sonrisa forzada, las jóvenes de cutis y labios maquillados, las mujeres de piedad dudosa y los maridos de éstas, buscadores incansables del premio carnal de las piadosas. En todas las caras adivinaba un atisbo de alegría y complacencia, un hilo de felicidad con el que unos y otros podía atar sus deseos a la fe mariana.

            Todo parecía ir bien, cada día mejor, se recibían tantas visitas que fue necesario encargar más estampitas y más falsas reliquias. La santera instaló a la entrada de la ermita unos cubos de lata y los llenó de flores frescas atadas en manojos de media y de una docena, al frente de aquel nuevo negocio puso a su hermano que, con su cara de tristeza y abandono animaba a los visitantes a tener compasión y a comprar flores para la Virgencita. En la pared contigua a la hornacina y que hacía rincón se improvisó una zona para los exvotos. En un par de días se llenó de tocas de recién nacidos, fotos suplicantes, ramos de novias, piernas y manos de cera, trenzas de pelo y cartas que relataban los favores recibidos se mezclaban con la de súplicas de favores. La santera intuyó el milagro y haciendo cuentas concluyó que recuperaría, con buenos intereses,  el capital invertido en restaurar  la virgen de escayola que su hermano hizo añicos.

            “¡Virgencita cúrame!”
            “¡Que mi niña nazca bien y tenga esa carita tan guapa que tienes tú!”
            “¡Haz que vuelva a visitarte para darte las gracias por lo que tú sabes!”
 “¡Gracias Virgencita por salvarme de la muerte en el derrumbe de las torres gemelas durante mi viaje de novios a Nueva York.
           
La santera un día se enteró que una señora mayor del pueblo, señora de buena posición y postín, tras su visita a la ermita y rezar a la virgen, había recuperado la vista. Los rumores que hablaban de milagros se multiplicaron en pocos días. Enfermos que aseguraban haber notado cierta mejoría, incluso alguien aseguró haber visto como la virgen le sonreía.

            La Virgencita los miraba desde la hornacina blanca y ellos volvían felices a agradecerle su desvelos y sus intercesión ante Dios.

            Por suerte, o por milagro de la Virgencita -la de verdad-, en el taller del maestro imaginero faltó el trabajo y se pudieron dedicar -a tiempo completo- a la reparación de la imagen que el hermano de la santera hizo añicos.


Continuara en el cuarto capítulo

Las fotografías tienen en común que son de imágenes de la Virgen  Muerta, o " Vírgenes del Tránsito"