lunes, 28 de septiembre de 2020

Diez años ya.

 

10 años ya.


Hoy, madre, me llueven soledades. Sueños, risas, lágrimas, enfados... al fin y al cabo soledades. Algunas son de purpurina plateada, otras perdieron su capa dorada al hacerse lágrima resbaladiza por las comisuras de la cara. Las hay azules como el mar antes de deshacerse en olas nacaradas y ambarinas en la orilla cuando el agua y la sal juegan a salirse de sus límites.

Otras soledades son grises, nubes preñadas de furia y vientos, son encubridoras de tormentas sin truenos, de borracheras que terminan en zarandeo y bofetón, aguacero, galerna sin faro en el horizonte que sepa guiarte. Llueven soledades. Las mías, las que disimulo detrás de una sonrisa, son soledades solas, amargas como el pétalo de la margarita silvestre, dulces cuando se hacen sueño de ojos abiertos, ilusión olvidadiza con el paso del tiempo.

Mis soledades son mías. Tan mías como el beso que nunca me dieron a tiempo, las guardo en una cajita de cartón con la esperanza de que un día, o una noche, llueva tanto que me inunde por dentro y la soledad de las soledades  haga con ellas un collar de cuendas huérfanas y transparentes. Hoy, ahora y quizás mañana, me lluevan soledades entre tanta gente, entre tanto recuerdo amarillo, entre tanta caricia marchita, entre tu mirada y la mía.

Ni mi soledad ni yo dejaremos de recordarte y quererte.