viernes, 18 de junio de 2021

posible final de "EL BLANCO -CASI AZUL- DE LOS NENUFARES BLANCO". (novela)

 

    Aquella noche Piedad no podía conciliar el sueño. Sus pensamientos eran un carrusel de feria, daba vueltas una y otra vez a las imágenes que le evocaba el recuerdo del relato de Don Lucio. Cada detalle contaba, cada palabra y cada silencio para entender la historia -que disfrazada de carnaval a destiempo- iba y venía por sus adentros.

    Ella, como casi todas las mujeres que a cierta edad pierden la esperanza de sentirse consorte, reina, esposa o mantenida de algún altivo terrateniente del pueblo, era muy dada a fantasear, a entretenerse en pensamientos delirantes que en algunas ocasiones terminaba creyéndose. Dio por verdadera la historia que Don Lucio le había contado. La narró con tal lujo de detalles que en algunos momentos, Piedad se sintió  su cómplice y la imaginación la llevó a estar sentada en el terciopelo rojo de la butaca del cine de Manuel Moreno.

    Pensó que los arcángeles deben existir porque no podía ser obra de simples ángeles aquel milagro que acaba de escuchar. por otro lado, pensándolo bien, se decía: las vueltas que da la vida, la gente, la muerte y el amor… ¡Que inteligente es Dios! Ella, que había cuidado a su madre hasta que se marchó envuelta en la aurora de un día que trajo un cielo azul y brillante. Ella, como si se tratase de una luna nueva, en aquel preciso momento decidió ser libre y no la guardiana de los cipreses sin ni muerte que adornan los cementerios. Piedad había atado a sus miserias la gloria inmensa que da el rosario sin letanía que rezaba a diario para pulgar sus imperfecciones. En algún momento, mientras escuchaba la historia que Don Lucio deshijaba palabra a palabra, se sintió mustia, mujer incompleta, flor de cementerio, crisantemo amarillo que se disfraza de blanco nardo para llegar hasta la gloria del sempiterno Dios.

    Siempre creyó que “María la Loba” había sido una flor extraña, un lirio del campo que hoy es flor y mañana sólo una hierba más. Tras el relato de Don Lucio tendría que cambiar su opinión sobre aquella singular mujer. En ningún momento, Don Lucio, tuvo para ella una palabra de desprecio o repulsa, eso debía significar que en su recuerdo la tenía -como cualquiera tenemos a nuestra madre- en un altar.

    La gente en el pueblo todo lo contrario. Unos justificaban que Don Lucio se marchó porque su madre le tenía malos modos. Otros decían que descubrió que su verdadero padre no era aquel capataz del que todos contaban que terminó cubierto de sangre debajo de un olivo con un tiro en medio de los ojos, sino que era el señorito que compró el silencio de María a cambio de la cuadra donde la dejó vivir, un cuchitril apenas sin paredes ni tejado en la alameda de Pedro Cobo, cerca del lugar de la Rivera que se conoce como “Tagareta”. Lejos de pueblo, para que así el vecindario fuese tejiendo la leyenda de infortunio y desgracia con la que alimentaba, cuando no tenía pan, sus noches y sus días.

    Don Lucio, al no tener padre, como buen cristiano, cumple a medias con el cuarto mandamiento de la ley de Dios. Es sin dudas -ahora- un buen hombre. Piedad comprendió que aquel inmenso sufrimiento de saberse y no saber quien era, le había causado tal fatiga que su descanso era buscar nardos dibujados en el blanco de la pared. De cuando en cuando movía su mano haciendo círculos, al momento la detenía y apuntaba con el índice a aquel lugar blanco de cal y de vida, era cuando exclamaba: "aquí hay uno... y está aún cerrado, pronto comenzará a salpicar al aire con su olor dulce, con su olor a las alas de las mariposas de los gusanos de la seda...". Siempre decía lo mismo.

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    Una tarde, cuando la luz se duerme en el horizonte y se arropa con los colores claros de la noche, la pared blanca se tiñó de un oscuro casi negro, del color del agua cuando es profunda y fría... del color del dolor cuando es el que te despierta del sueño. Si, el color del dolor es casi negro, es agrio como el vinagre de uva, es triste como una vela apagada, el color del dolor es casi negro, casi insultante, del color de la muerte que no llega, de la agonía, de la desesperanza. Una tarde aquella pared dejó de ser manojo de varas de nardos blancos, dejó su cal para hacerse barro y ceniza. Miró fijamente a la pared, dijo que ya no buscaba nardos dibujados en el blanco de la cal... que ya era mayor y que había dejado de ser poeta, que ahora era marinero y que su pared era un mar azul y verde, un tornasol trasparente donde podía navegar sin herir ni sus dedos ni sus sueño. Siguió mirando la pared hasta que el color blanco se difuminó en un suspiro largo largo que enmudeció lentamente sus palabras y su vida.


Este es el “posible final” de mi novela “”””EL BLANCO -CASI AZUL- DE LOS NENÚFARES BLANCOS”””

Dedicado a los que aún se atreven a soñar.