sábado, 3 de julio de 2021

29 de Junio del 21.

 

    Hay cipreses en el camino. Al borde de las aceras de las calles, al filo de las lindes de los campos, en los arcenes de las carreteras. Son cipreses, mis cipreses, son esos que afilan su altura con el aire del cielo, los que, en este momento, no dejan que el grito agónico de la sirena de la ambulancia se vuelva música para que continúe siendo grito.

    Es miedo, un miedo gris, lo que se balancea entre los ojos de quien intenta pinchar una fina aguja en una vena que se esconde entre la carne del antebrazo. Un leve dolor como cuando hueles una rosa y crees que en tu alma se han clavado sus espinas, un ligero escozor con sabor a vinagre y miel… !ya está! Y sientes como las manos de aquella mujer -vestida de azul y con mascarilla verde- comienzan a dominar la situación, mi situación que es cada vez mas liviana y huidiza. Los cipreses son los árboles en los que lloran los ángeles. Yo también siento ganas de llorar. En mi pecho el dolor parece convertirse en desconsuelo, en una congoja propia de calvario. Sufro, quizás porque aún me siento vivo. Una vida que el grito de la ambulancia parece llevar hacia no se bien donde. !Si tienes ganas de llorar... llora! Escuche justo cuando alguna lagrima puso tranquilidad en lo mas profundo de aquel dolor intenso y profundo que pretendía taladrar mi pecho para salirse fuera de mi y hacerse aire de ciprés.

    !Aguanta, aguanta… que llegamos ya!!

    No era una sensación de mareo, era -mas bien- un presentimiento… continuo vivo… tras la mascarilla verde de la mujer vestida de azul unos aojos mas azules aun que su traje me sonreían e intentaban captar mi atención. Me hablaban, me preguntaban, me decían que confiara en mis fuerzas y que no me dejara caer en el abismo de los cipreses verdes.

    !Tengo ganas de llorar!

    En más de cuarenta años ejerciendo -según algunos- de aprendiz de ángel de la guarda, nadie me había tratado como a un demonio, nadie había sembrado de ortigas y cardos la fecunda tierra de la que siempre he presumido… nadie, ni tan siquiera las noches de tormenta en los momentos mas crueles y con los relámpagos mas lacerantes que puede vomitar la ira de la naturaleza, han hecho que mi alma estallara en mil pedazos, que mi aprendizaje se hiciera añicos tras un “usted es malo, es mala persona no debía ejercer de lo que ejerce”.

    Me muero… quiero morirme.

    La ambulancia se detiene. En mi pecho el corazón continua retorciéndose, hasta el punto que su fuerza la emplea contra él. Yo continúo llorando, pero no sé si de dolor y angustia o de pena por mi mismo… tanto tiempo y aún sin aprender que uno mas uno muchas veces no suman dos.

    Esto ocurrió el pasado día 29 de junio… San Pedro estaba de fiesta y no quiso abrirme las puertas del cielo ni del infierno.

                                                                      ***

                        GRACIAS compañeros/as de trabajo, y perdón por esos momentos desesperados y desesperantes que os tocó vivir. En los nudos que mi corazón se hizo retorciéndose de angustia y pena estuvieron vuestras manos y vuestro cariño impidiendo que me ahogara.