martes, 15 de marzo de 2022

Concurso ExpresARTE del Colegio Profesional de Trabajadores Sociales de Córdoba. Relato Ganador. "ZARZAS EN LA NIEBLA" del que soy autor.



        Cuando los trabajadores/as sociales realizamos nuestro trabajo y vamos a un domicilio o mantenemos una entrevista con un usuario/a, siempre siempre estamos frente a una moneda y las monedas tienen dos caras. En nuestro trabajo, al parecer lo que importa y es objetivo es la "Cara" de ola moneda, son los datos, la situación traducida a ingresos, a bienestar, a necesidad, a apoyos, a enfermedad, a carencias en definitiva, de ahí sale un informe y normalmente una propuesta para atender la necesidad y "dignificar" y "normalizar" al usuario/s. Pero el Trabajados Social también  "siente" la cara cruz de la moneda. Esa cara "cruz", son aquellas situaciones, aquellos estados de animo, de atención, de necesidad, de soledad, de abandono, de impotencia, de rabia y en definitiva  de deshumanización que el usuario/s nos tramite sin casi sin querer... casi siempre no dejan de ser suposiciones -pero suposiciones acertadas y reales- que nos hacemos y que no suelen caber en el informe que nos exigen. Este Relato es un ejemplo. Es una "suposición" de una situación tan real como la vida sin vida de sus protagonistas.

Deseo que os guste el relato y sobre todo que nos haga pensar, eso significaría que estamos en el buen camino, y acercándonos al objetivo de nuestra maravillosa profesión: SER AGENTES DE CAMBIOS.


15 MARZO DIA INTERNACIONAL DEL TRABAJO SOCIAL.

!! Felicidades Compañeros/as !!  


            Al fondo del salón de estar, sentado en uno de los sillones que se alinean frente a la ventana, anclado en un asiento que en alguna ocasión soñó con ser banco de parque, taburete de bar, sillín de bicicleta loca, butaca roja de cine o teatro; Son tronos tapizados con falso cuero que parecen estar constantemente atizando las brasas frías que trae y lleva la caricia del viento que, como un niño travieso, juega entre los visillos de la ventana y los hace bailar al compás de la música que tararea Don Luis. Se entretiene murmurando no se sabe bien qué canción o qué cuplé.  Alguien opina que es un bolero que cantaba “La Piqué” y que tenía que ver con la historia de desamor con un marinero y un tatuaje. Allí, al fondo del salón, en la primera fila de asientos lo cotidiano es entablar conversación en voz muy baja, casi cuchicheando, con quien ocupa el sillón de al lado.


            - Mira aquella nube… ¡Mírala! Parece una mujer preñada.

            - Sí… - Mira aquella otra, tiene la forma de un elefante de espuma.

            - No, no… es un hipopótamo de humo. ¿No ves que ya no tiene trompa? 

     

La conversación se interrumpe, alguien tose repetidamente carraspeando la garganta, y como alertados por cantos de sirenas, alarma de un corazón bañado de tantos olvidos, vuelven la cabeza y fijan la mirada en el carrito metálico empujado por una joven con uniforme y delantal blanco, muy blanco, tan blanco como la antigua inocencia de quienes con su mirada parecen empujarlo hasta el centro del salón.  Es un barco de velas blancas que llega a puerto, o una frágil barquilla de papel olvidada al filo de la memoria. Es el carrito de los zumos, del vaso de leche, del paquetito individual de cinco galletas María y su cestillo con frutas de temporada. Son las once y media de la mañana. Entonces, en la sala, los sillones van lentamente cambiando de rumbo sin necesidad de brújula ni rosa de los vientos que marque un nuevo destino, y al mismo tiempo se paraliza cualquier actividad. Un nerviosismo colectivo, a duras penas disimulado, se adueña de las manos y de la voluntad de aquellos hombres y mujeres que juegan, sin darse cuenta, a ser marineros de barcos imaginarios.

            Es el mismo ritual que se repite diariamente a las once y media y a las cinco de la tarde, aprovechando que en esas horas es cuando reciben la visita de algún familiar. Es la liturgia cotidiana que apenas dura lo que una misa rezada.  A los 15 minutos la rutina vuelve a ser la zarza que todo lo ata, y el silencio vuelve a pasearse entre ellos, sus bocas se entornan y enmudecen los labios a la vez se vuelven a abrir los ojos del alma.  

Una voz, la misma de todos los días, anuncia: 

                       - ¡Vamos a dibujar!... ¡Venga nos ponemos todos aquí, en esta mesa!                                - ¡Vamos a colorear estas láminas tan bonitas!

            Entre ellos hay quien es capaz de convertir garabatos de lápices de colores en pinceladas dignas de la destreza del más hábil de los pintores. Sin querer juegan a ser niños cazadores de mariposas, exploradores en el país de las hadas, niñas que bordan libélulas de cristal en pañuelos con encajes de agua. Otros dicen que no les gusta dibujar porque nunca aprendieron a escribir, dando por sentado que la escritura es la forma de dibujar las palabras.

            Don Luis espera, siempre está esperando, esperando sin perder la esperanza, esperando que un soplo de ensoñación o de ilusión se apodere de su cuerpo y su alma y en un tris-tras lo haga resucitar de su muerte en vida, desesperanza disfrazada de Alzheimer, de temblores, de reuma, de incontinencia, de diabetes.  Nos está recitando con su mirada estrofas nuevas de su antigua vida, hablando consigo mismo, imaginando que los demás escuchamos lo que gritan sus ojos. En su silencio se escuchan jaculatorias y preces de una larga letanía:

            El tiempo se burla de las voces del pasado, invade las sombras, se cuela en los recuerdos, y se marcha convertido en olvido. 

El tiempo convierte sentimientos en recuerdos, los rostros se pierden, los nombres se olvidan. 

          El tiempo arrastra consigo latidos, miradas y horas. Te arrastra, y cuando despiertas ya es tarde, y olvidas que olvidaste que olvidaste. 

            El tiempo no espera, no llora, engaña, entierra, desgarra. 

            El tiempo no piensa, solo sigue su camino sin mirar ni hacia atrás ni a su izquierda ni a su derecha.       

         El tiempo deshace los recuerdos, borra las huellas, acaba poco a poco con el mar de la memoria, transforma los corales en abismos, en los precipicios en los que caigo cada vez que me sientan en este sillón de cara a la ventana. 

            El tiempo solo sirve para olvidar.

 

            En la primera fila de sillones, al fondo del salón, Don Luis y Doña Ana reanudan su conversación. Después de casi 60 años juntos continúan hablándose casi al oido, mirándose a los ojos, sintiendo escalofríos cuando, por casualidad, se rozan las manos. Ahora son unos desconocidos porque sus memorias y sus voluntades se hicieron cometas con lazos de papel y se alejaron de ellos. El vacío nunca termina de llenarse de soledad, siempre hay espacio para mas soledad, para tiempo que se burla de las voces del pasado y para las sombras que envuelven los recuerdos en papel celofán los hasta convertirlos en olvido.

            Con la ternura de una niña que viste y desviste a su primera muñeca Doña Ana   le dice:             

            - Mira, mira… ¿A qué se parecen aquellas sombras?

            - ¡No, no son sombras, son nubes!

            - Son trocitos de papel de seda que bailan en la luz apagada de la tarde.    

            - ¡Qué bien hablas!... Pero no… Son nubes.

            -  Son las sombras de poemas escritos en el viento, en el aire de mañana, en la                     brisa que empuja el ala del sombrero para que vuele libre entre el azul y la nada.

            - ¡Qué bien hablas…me das tanta envidia!

    Sentados en sus tronos están esperando que un milagro de virgen de estampita de cartón se apodere de su cuerpo y su alma y logre resucitarlos de su muerte en vida. Al fondo del salón, o frente a la ventana de visillos bailarines, doña demencia senil y don alzheimer se esconden furtivos entre temblores. Los reumas, las Incontinencias, doña diabetes, doña esquizofrenia y la señorita depresión juegan a camuflarse en el blanco delantal de la enfermera para no ser descubiertos, como si quisieran alargar la sombra de su silencio. Doña Ana y Don Luis cosen en frases mudas palabras sin acentos a pensamientos que vienen y van. De vez en cuando, solo de vez en cuando, la proximidad de algún rostro amable y cercano hace que se les empañen los cristales de sus gafas, o que un temblor de mariposa nerviosa anide entre sus dedos, es entonces cuando alguna lágrima se detiene en el filo de sus ojos, lágrima que les hará sentir su ajena realidad: que están vivos.

            - Dame la mano… ¡Dámela!  

            - Ya sé, ya sé. Me quieres dibujar un corazón en la palma.

            - Sí, un corazón de amapolas rojas como la sangre, un corazón de hojitas de                    laurel y cascarita de limón.

            - ¡Que bien huele tu corazón!

 

            El tiempo convierte sentimientos en recuerdos. Los rostros se desdibujan, se difuminan, se hacen niebla, los nombres se olvidan. El tiempo arrastra consigo los latidos, las miradas y las horas. Te adormece y cuando despiertas ya es tarde…Olvidas que olvidaste, que me olvidé de que te olvidé.

            Ni Don Luis ni Doña Ana saben que el tiempo no espera, no llora, que engaña, que entierra, que desgarra, que el tiempo no piensa, sigue su camino, deshace la memoria, borra las huellas, convierte poco a poco la luz de la vida en niebla gris de mañana de otoño.

            Mil zarzas invisibles les crecen en los pies, y de los bolsillos del pijama asoman racimos de moras, de zarzamoras de donde se cuelga la memoria, se enredan sentimientos y las imágenes de un presente sin pasado, de un futuro al que se llega sin vivir el presente... 

Zarzas, moras-zarzas que rompen la luz con espinas de niebla... niebla de nadie... niebla de zarzas, zarzas en la niebla.

Y les llegó el dolor al mismo tiempo que de los bolsillos se le escapaban las golondrinas de las rimas de Becque. No recuerdan que las luces son necesarias para que nazcan las sombras, igual que de las golondrinas negras brotan las esperanzas blancas. Se llenan de congoja y sin saberlo guardan en el baúl de los silencios las palabras, los recuerdos, los rostros queridos y los roces de piel más leves y suaves. Sus ojos se ahogan en lágrimas, se ciegan de luz y lo que fueron caricias se hace oscuridad transparente. Sin darse cuenta cosen los sufrimientos, las esperanzas y la luz a las alas de las luciérnagas. 

 Doña Ana mira sin mirar, siente el frío y el calor del cristal de la ventana frente a la que está sentada. Habla con ella misma, en su conversación se dice, sin que nadie lo escuche, que lleva enredada entre los dedos la lluvia y la niebla, y en el pecho la luz repicando la campana de los recuerdos.

Don Luis opta por hacerse el sordo, prefiere dejarse llevar, ser humo con la que el aire dibuje figuritas cristalinas que suben y bajan, que van y vienen, que crecen y menguan, que aparecen y desaparecen. En esos momentos, cuando se rozan sus manos, el color se torna limpio perfume, olor a flor azul de romero y detienen la huida de su vida… O la dejan ir. Logran imaginarse el mar, el vuelo de la sal, la magia de la arena esculpiendo sirenas y castillos dorados. Recuerdan el soplo de la brisa acercándose a la orilla y haciendo que el agua se transforme en ola. Palabras, risas, palabras del sol y risas de la luna. Sienten como la música sufre encerrada en pentagramas negros, al agua que grita antes de salir a borbotones en su manantial, el aire que truena sin darse cuenta que se ahoga en él mismo. Vuelven las golondrinas a los bolsillos y con ellas el dolor enredando en la cola de cuerda de la cometa con los lazos de la realidad, del sufrimiento vagabundo que, sin ellos sentirlo, recorre los solitarios caminos y veredas de la piel arrugada de su frente y sus manos. Sienten la misma desazón que ahogan en rezo los eremitas cuando con alambres de estaño y plata zurcen al manto de cualquier Virgen sin nombre el agua y las perlas, trocitos de carey y cadenitas de oro, y sienten miedo al pensar que sus manos no son dignas de tocar tanto cielo. 

Con el paso de los días dormidos y las noches de desvelos el tiempo el dolor se hacen cómplices del silencio, de un silencio que acerca las distancias entre el miedo y las lágrimas. 

 Siente que sus golondrinas, las que abandonaron el nido de sus bolsillos, vuelan libres con sus alas de niebla… niebla de nadie... niebla de zarzas, zarzas en la niebla.

                                               *****