jueves, 23 de febrero de 2023

AZUL... ¡COMO LAS TARDES DE VERANO!

Amanecía tan despacio que las últimas estrellas se olvidaron de recoger sus brillos en la cajita mágica de los destellos. La pereza de aquel nuevo día se dejaba notar por las calles del pueblo, el vecindario estaba cansado. Era como si en la noche anterior los bailes y la música se hubiesen aliado para rendir a paisanos y forasteros. Las farolas de la carretera de Pozoblanco y las del Camino de la Yedra aún estaban encendidas, respiraban con dificultad, la claridad de la mañana las asfixiaba y el horizonte se tiznaba de luz dorada, recién nacida. 

Las puertas de las casas estaban cerradas y tras las persianas de ventanas y azoteas aún no se adivinaban las miradas curiosas que todos los días parecían desperezarse con el primer atisbo de luz. De vez en cuando una brisa fresca movía los papeles, envoltorios y bolsitas de plástico brillantes que, por el suelo, parecían jugar a amontonarse al filo de las aceras, una nueva brisa… otro soplo de aire… y nuevamente se esparcían calle abajo, así una vez y otra hasta que encontraban un rincón y permanecían atrapas en un sueño confortable. A tiro de piedra se estaba a las afueras del pueblo, y allí el día parecía que había madrugado más. 


De los olivos comenzaba a manar sombra fresca, las jaras se habían lavado con el invisible rocío de verano y lanzaban destellos plateados y verdes. Más arriba, subiendo por la carretera del cementerio, se mezclaba el silencio de los cipreses con el canturreo de un bando de jilgueros y el bronco ladrido de algún perro guardián. Por la carretera de Obejo, el verde oliva y el azul casi añil del horizonte de la solana, parecían transformarse en una ola dulce nacida del sudor de un imaginado mar que rebosaba espumas blancas y caracolas de cristal, eran las fachadas y ventanales de las casas del pueblo, dónde las calles continuaban silenciosas, tan mudas y tan sordas que ni los quiquiriquí de los gallos habían conseguido alterar su aletargo mañanero. El pez de San Rafael continuaba mordiendo la mano del Arcángel.

 

La tranquilidad tenía los minutos contados porque Rafalín, niño soñador y parlanchín como pocos, bajaba por la carretera. Venía de conversar con el silencio del amanecer, mirando boquiabierto el entretenido juego de los papeles y el aire por las esquinas, fue él quien había espantado al bando de jilgueros comilones de espinos blancos, y quien había hecho ladrar al viejo mastín y guardián del rebaño de Carrasco. Viene soñando con un día más de fiesta y con la noche de música y con pasodobles para que bailen los mayores y sienta envidia la luna que solo tiene una cara y es del color de la cera. Era el último día de la feria y la mañana olía a herbolario y a rebotica, a claveles y a soledad, a pachulí y a jornalero viejo con traje de domingo. Los días de la feria, por la noche, es cuando bajan los ángeles del cielo vestidos de muchachas y se sientan en cualquier tejado para escuchar, desde lo alto, de la voz amarga y acartonada de los más mayores los acontecimientos, muertes y nacimientos, celebraciones y chascarrillos que sucedieron en el pueblo o en cualquier rincón de la sierra. La luna de plata, con su abanico celeste, es testigo mudo de cuanto acontece, y de cómo a algunos se les abre el corazón cuando escuchan su historia contada por otros labios, y hasta el alma se les llueve de un vino áspero y turbio que les seca la garganta y le pone tacto de lija. Los ángeles no dejan de ser hombres de sierra, jóvenes de pueblo, niños de repeón y antiguo corro de la patata. 

 


Rafalín escucha, sonríe y los mira casi emocionado mientras enfila sus pasos hacia la soñolienta plaza, espera las furgonetas de los hombres altos y negros, los que después de cruzar el mar en noches y días de agonía y silencios, aún conservan el olor a sal y el chillido de las gaviotas pegado a sus cuerpos. A veces cuando se descuidan, o están ordenando sobre sus esterillas collares y pulseras, Rafalín busca alguna ola entre las cajas de abalorios y cinturones de falsa piel.  El mar es verde y azul y grande y lleno de encajes de ajuar de novia guapa. Sabe que el mar viene prendido en las manos y en los ojos de aquellos emigrantes, y cuando no lo ven aspira fuerte fuerte la brisa y el olor que sólo él parece apreciar, es como robarle a la mañana un soplo de aire salobre y marinero. Después se hunde calle abajo con su pequeño tesoro fondeado en el pecho y la alegría repicando la campanilla de su corazón. 

 

Ha pasado un año, hoy también el amanecer es perezoso, y Rafalín se siente aprisionado contra el alquitrán de las calles. Ni la libertad de las nubes blancas rodando por el azul del cielo, ni la alegría de los jilgueros comedores de espinos estaban junto a él al salir el sol. A Rafalín lo que más le extrañó al descubrir la ciudad no fueron los altos edificios, ni las anchas avenidas chispeantes de coches con prisas, ni tan siquiera el cambiante color de los letreros luminosos, contra todo eso estaba preparado. Lo que realmente le sorprendió fue aquel barrio de las afueras, sus casas eran casi todas de tablas mezcladas con trozos de hojalata. Contra aquellas calles desempedradas en las que no había aceras, ni alcantarillas, ni rejas en las ventanas…no le habían aleccionado. 

De la furgoneta descargaron las cuatro sillas, la mesa camilla, el colchón -con su funda de listas blancas y rojas- y unos tiestos con geranios. A su madre se le nubló la mirada cuando la mano del conductor saludó y dijo adiós por la ventanilla, le temblaron los labios, pero no lloró. Fue cuando vio la cocina de butano esquinada en la única sala de aquello que más que una casa parecía una chabola, cuando las lágrimas le rebosaron por el borde de los parpados. El padre, seguramente para consolarla, les aseguró que pronto saldrían de allí. Con el tiempo aquella promesa se olvidó. Rafalín nunca quiso acostumbrarse a aquella ciudad ni al barrio de casas de chapa y cartón. 

 

Los niños de aquella calle de infinitas sombras y sol triste no eran como él, no sabían sentir latir su corazón, ni salían al campo a comerse una bellota o un membrillo. Decidió tener solo un amigo: Kiko. Estuvo atado tres días a una estaca, Rafalín lo sujetó con aquella corbata azul con puntitos blancos que su padre nunca usó, no quiso soltarlo antes por temor a que se escapara. Su madre se enfadó mucho cuando le vio llegar con el perro, las comisuras de sus labios se tensaron, enseguida dijo que no lo quería allí, que lo soltara. El padre en cambio, sentención que un chucho es siempre necesario en una casa, porque asusta a los ladrones y anuncia con sus aullidos cuando ronda cerca la mala suerte. Rafalín añadió que Kiko tenía, además, pinta de perro policía. La verdad es que el perro parecía listo, y aquella corbata de lunarillos, con la que estaba amarrado a la estaca, le daba un cierto toque elegante. A los tres días sabía ladrarle a los desconocidos, a los cinco era capaz de traer la pelota de goma que Rafalín le lanzaba tan lejos como podía. 


El día comenzaba con colores vivos, la mañana era como una fruta verde y fresca que tenía que madurar. En la ciudad, la luz, aun siendo mortecina de por vida, luchaba por recuperar antiguos brillos. Los árboles, esqueléticos y enfermizos cada vez que una leve brisa soplaba entre sus ramas, sonreían agradecidos. Los semáforos, ojos tricolores de las esquinas, son perezosos, esta mañana sólo tenían un color que incansablemente advertía peligro. Los edificios continuaban tan altos como el primer día que Rafalín los contempló boquiabierto, sus ventanas no dejaban ver, sus esquinas afiliadas parecían estar al acecho, sus cabellos eran cientos de tubos de antenas de televisión y radio, que parecían desafiar a las nubes y jugaban a enredarlas y convertirlas en nubes de tormenta. Rafalín intentó abrir más los ojos intentando descubrir algo que le emocionara o que calmara su desazón y deseó un trago de agua agria.

-       ¡No puedo más! 

A su lado Kiko parecía ser testigo mudo de sus pensamientos. No quiso sujetar sus pies ni su voluntad. Echó a correr y mientras más corría mejor se sentía. Kiko le seguía fiel a corta distancia. Al rato los pies le dolían, estaban casi fundidos a la lona de sus zapatillas. Después de haber corrido sin descanso por el arcén de la carretera había llegado a las afuera de la ciudad. Decidió descansar al filo del hilo azul y gris del alquitrán y terminó tendido sobre los margatitos que crecían al borde de la cuneta. El campo estaba hermoso a pesar del ruido y el denso humo que dejaban tras de sí los coches y los camiones. Se quedó dormido, Kiko a su lado jadeaba y estirazaba las patas traseras. Al despertar miró al horizonte y no pudo ver la torre de la iglesia, pensó que el pueblo debía estar muy lejos cuando no se distinguía ni el Cerro de La Solana. Para la ciudad, de donde había escapado, ni siquiera miró. 

Nuevamente sus pies comenzaron a sentir un cosquilleo extraño, un impulso que le hacía correr y correr. Kiko, como el mejor de los amigos, seguía a su lado enfadándose y ladrando a los coches. Kiko era un buen perro con pinta de perro policía. Ya por la tarde, después de un día entero de carreras y carretera, después de una caminata sin medida, un ruido estrepitoso, que sonaba a cafetera vieja, se paró detrás de él, Rafalín extrañado y un poco asustado, volvió la vista… era la misma furgoneta que un año atrás le había llevado a la ciudad. Respiró hondamente como queriendo encontrar consuelo. EL Cerro de la Solana y La torre de la iglesia estaba lejos, pero ya podía verse de cuando en cuando, aparecía y desaparecía entre los cerros, entre los olivos, entre las encinas. El blanco de las casas y el rojo brillante de los tejados parecían una bandera de feria que se acercaba y se acercaba. 


    Rafalín pensaba en el abuelo: 

-       “¿Qué dirá cuando me vea?, ¿me conocerá? … Sí, estoy seguro de que se acuerda de mí”.

A través de la ventana del camión el cielo se recortaba azul azul sobre el rastrojo amarillo y el verde frescor de las encinas.  Respiró profundamente. Su corazón latía cada vez con más prisa, era como un tren que corre y corre hasta llegar a su estación. 

 

-       ¡Ya estamos! Dijo la voz aguardentosa del chofer mientras chirriaba el freno de mano. 

 

Nuevamente el ladrido de Kiko le hizo caer en la cuenta de que no estaba solo. Encaminó sus pasos calle arriba, pasó por la puerta de la iglesia, más adelante, la que fue la tienda de Mari Pepa, en la esquina la barbería de Fermín, mas adelante la casa de la tía Rosa, que cuidó de la abuela hasta que se fue al cielo. El callejón y el caminillo… Por fin, de frente, la casa del abuelo, con su parra de uvas rojas rodeada de avispas zumbonas, el jazmín, los tiestos de gitanillas… y en una silla, a la sombra, con su gorra de campesino viejo el abuelo mirando impaciente, alertado sin duda, por los ladridos de Kiko. 

Rafalín es un niño alegre como un jilguero, un niño de pueblo que un día decidió llamarse “Azul” como las tardes de verano.

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Para mi amigo Victor.