Apoyados en los cipreses había cientos de ángeles rezando.
El camino no era largo, serpenteaba entre los cerros y las vaguadas y a cada cinco metros, en ambas cunetas, un ciprés crecía tan verde como el color de la esperanza.
Los ángeles se miraban unos a otros, solo ellos oían sus rezos, solo ellos presentían a la verde esperanza. Fluía un perfumen con suave caricia de piel de limón, era una acidez dulce, empalagosa casi de caramelo. A veces aquel extraño aroma se tornaba en olor a cielo, a veces en fragancia a tierra mojada o a raíz de ciprés. Los ángeles continuan con su muda letanía, recitando los mil nombre de la virgen y los diez mil mantras del poder de Dios. Los ángeles habían sido hombre buenos y mujeres con las palmas de las manos blanca que supieron acariciar a sus hijos, y limpiar el honor de sus abuelos.
A vista de pájaro el camino, los cipreses y los ángeles parecían un procesión sin imagen, sin Cristo que sangre por el costado y sin corona de flores muertas, o una procesión sin virgenes de manto azul y nubes bordadas, sin velas de llamas temblonas y olor a mareante incienso.
Desde arriba solo Dios ve el camino, los cipreses y a los ángeles rezándole. Las oraciones, una vez que son pronunciadas con su justa fuerza, con el preciso sentimiento y en absoluta devoción, se elevan, se abren camino por el aire y ascienden buscando los pies de Dios. Hay ángeles que desde abajo, de cuando en cuando, dejan de rezar y soplan hacia arriba para ayudar a que las oraciones, suplicas y jaculatorias ascienda hasta ese cielo que imaginamos tan inmenso que no se puede dibujar en una simple hoja de papel.
Entre ciprés y ciprés el aire que juega con ese olor que antes era de cascara de limón y ahora recuerda más a la esencia de la rosa blanca, ese soplo enreda la seda y el raso de las vestimentas angelicales. Lo mismo hace con el cabello de los bellos hombres y agraciadas mujeres. Sin quererlo entre ellos compiten en quien es más bueno, más primoroso, delicado, agradable, o exquisito, noble y gentil ante los ojos de quien los creó. En los cipreses la brisa solo mueve sus hojas y hace que el verde vuelva a ser el color de la esperanza.El camino hasta el cementerio no es largo, aún así se hace lejana la caminata hasta la tumba ¿será porque la esperanza de los cipreses y lo gentil y el aroma de los hombres y mujeres ángeles nos distrae y entretiene y hace que a cada paso tropecemos en las mismas piedras?
Algún día tengo que contar cuantos cipreses escoltan al camino y saber el número de ángeles que los acompañan, y escuchar las oraciones que se elevan cuando son dichas con el suficiente respeto. Siempre pensé que Dios escucha a los que no hablan y manda a callar a los que gritan su nombre, o en su nombre, en el atrio o en la puerta de las iglesias. Nunca vi ángeles en esos lugares.
Las madrugadas, incluso las de baile y borrachera, son tristes. Son de una tristeza que empaña el alma y se hace sal en las manos. Yo, hay madrugadas en las que, al igual que los ángeles, rezo y, al igual que los cipreses me embriago de olor a gloria y sueño. La madrugada esta llena de buenos y malos presagios, de colores que aún no se han inventado y de miradas que se ocultan en plegarias silenciosas. Son las oropéndolas de la noche.
Es entonces cuando deseo ser ángel y sentir al aire jugar con mis sedas y enmarañar mi cabello. Es entonces cuando el camino al cementerio se me hace lejano, casi eterno, y no veo a Dios porque lo rodean demasiadas oraciones, preces y jaculatorias.
Las madrugadas, cuando se está despierto, son las sábanas con la que se arropan los sueños inciertos y los pasos que llevan a cementerios imaginarios. Yo, para evitar esa sensación de ciprés verde en camino de cementerio, rezo. Así el día llega antes.