miércoles, 3 de mayo de 2023

ANGELES Y CIPRESES (anotación de otra madrugada sin sueño)

    Apoyados en los cipreses había cientos de ángeles rezando. 

    El camino no era largo, serpenteaba entre los cerros y las vaguadas y a cada cinco metros, en ambas cunetas, un ciprés crecía tan verde como el color de la esperanza. 

    Los ángeles se miraban unos a otros, solo ellos oían sus rezos, solo ellos presentían a la verde esperanza. Fluía un perfumen con suave caricia de piel de limón, era una acidez dulce, empalagosa casi de caramelo. A veces aquel extraño aroma se tornaba en olor a cielo, a veces en fragancia a tierra mojada o a raíz de ciprés. Los ángeles continuan con su muda letanía, recitando los mil nombre de la virgen y los diez mil mantras del poder de Dios. Los ángeles habían sido hombre buenos y mujeres con las palmas de las manos blanca  que supieron acariciar a sus hijos, y limpiar el honor de sus abuelos.

    A vista de pájaro el camino, los cipreses y los ángeles parecían un procesión sin imagen, sin Cristo que sangre por el costado y sin corona de flores muertas, o una procesión sin virgenes de manto azul y nubes bordadas, sin velas de llamas temblonas y olor a mareante incienso. 

    Desde arriba solo Dios ve el camino, los cipreses y a los ángeles rezándole. Las oraciones, una vez que son pronunciadas con su justa fuerza, con el preciso sentimiento y en absoluta devoción, se elevan, se abren camino por el aire y ascienden buscando los pies de Dios. Hay ángeles que desde abajo, de cuando en cuando, dejan de rezar y soplan hacia arriba para ayudar a que las oraciones, suplicas y jaculatorias ascienda hasta ese cielo que imaginamos tan inmenso que no se puede dibujar en una simple hoja de papel.

    Entre ciprés y ciprés el aire que juega con ese olor que antes era de cascara de limón y ahora recuerda más a la esencia de la rosa blanca, ese soplo enreda la seda y el raso de las vestimentas angelicales. Lo mismo hace con el cabello de los bellos hombres y agraciadas mujeres. Sin quererlo entre ellos compiten en quien es más bueno, más primoroso, delicado, agradable,  o exquisito, noble y gentil ante los ojos de quien los creó. En los cipreses la brisa solo mueve sus hojas y hace que el verde vuelva a ser el color de la esperanza.

    El camino hasta el cementerio no es largo, aún así se hace lejana la caminata hasta la tumba ¿será porque la esperanza de los cipreses y lo gentil y el aroma de los hombres y mujeres ángeles nos distrae  y entretiene y hace que a cada paso tropecemos en las mismas piedras?

    Algún día tengo que contar cuantos cipreses escoltan al camino y saber el número de ángeles que los acompañan, y escuchar las oraciones que se elevan cuando son dichas con el suficiente respeto. Siempre pensé que Dios escucha a los que no hablan y manda a callar a los que gritan su nombre, o en su nombre, en el atrio o en la puerta de las iglesias. Nunca vi ángeles en esos lugares. 

    Las madrugadas, incluso las de baile y borrachera, son tristes. Son de una tristeza que empaña el alma y se hace sal en las manos. Yo, hay madrugadas en las que, al igual que los ángeles, rezo y, al igual que los cipreses me embriago de olor a gloria y sueño. La madrugada esta llena de buenos y malos presagios, de colores que aún no se han inventado y de miradas que se ocultan en plegarias silenciosas.  Son las oropéndolas de la noche.
Es entonces cuando deseo ser ángel y sentir al aire jugar con mis sedas y enmarañar mi cabello. Es entonces cuando el camino al cementerio se me hace lejano, casi eterno, y no veo a Dios porque lo rodean demasiadas oraciones, preces y jaculatorias.

    Las madrugadas, cuando se está despierto, son las sábanas con la que se arropan los sueños inciertos y los pasos que llevan a cementerios imaginarios.  Yo, para evitar esa sensación de ciprés verde en camino de cementerio, rezo.  Así el día llega antes.